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El calentamiento global y el equívoco de las prioridades (parte 1)

DISCUSIÓN

Más que en la matanza de poblaciones por dictadores, mafias y gobiernos propios o extranjeros, el plan del capitalismo para eliminar estómagos excedentes se centra en los efectos inmediatos del calentamiento global en numerosas regiones de la Tierra, las subsecuentes peleas salvajes por los recursos del territorio y la muerte o barrido de población residual por ciudadanos armados y fuerzas del orden. Por mucho que se disimule, la tibieza frente a la crisis climática, la postergación de políticas energéticas radicales, el negacionismo bruto y el fascismo descarado no son lo mismo pero operan como un solo frente en la conservación de la plutocracia, bajo el palio de un lenguaje podrido por los dispositivos. Hagámonos cargo de que en balde es oponérsele por partes; hay que frenarlo entero. Esto es dificilísimo y vamos con retraso; ni entre la ciudadanía politizada hay conciencia del volumen del problema, mucho menos verdadera disposición a actuar. Pero es imprescindible.

Hasta aquí el esquema de este artículo. Ahora una tira de reflexiones cortada en tres partes.

Hasta no hace mucho el calentamiento global sólo aparecía en los noticieros como personaje secundario de videos de catástrofes, y a veces en acotaciones de los meteorólogos; si uno leía los diarios más allá de las quince primeras noticias podía chocar con información cautelosa pero preocupante. Desde hace un par de años grandes diarios del mundo tienen suplementos semanales dedicados al tema, que además es habitual en desayunos familiares y pone una nota de gravedad en charlas de bar rara vez sustanciales. Últimamente cada vez más tragedias pavorosas en primera plana, con galería fotográfica y videos gore. Hace dos meses, por ejemplo, poco antes del tsunami en Indonesia, fue el incendio más grande de la historia de California. En Paradise, un pueblo de 26.000 habitantes, ardieron centenares de hectáreas, hubo 76 muertos, más de 1.200 desaparecidos, 1.200 construcciones carbonizadas y madres de familia que, a bordo de sus coches, no sabían si habían elegido el camino hacia la salvación o la muerte. El fuego se movía a una velocidad nunca vista. No había llovido en 214 días. El cambio climático no provoca los fuegos, decían los comentarios, pero aumenta las posibilidades de que se produzcan y sean devastadores. En otras zonas fomenta diluvios intempestivos que arruinan ciudades y campos. Con esta clase de horrores, los grandes medios adoptan una gravedad sensacionalista: a fines de noviembre pasado, días antes de la reunión del G20 en Buenos Aires, nos enteraron de que, según el último informe Brown to Green de la organización Climate Transparency, ningún país del grupo cumple con las normas del Acuerdo de París sobre el cambio climático; la razón principal es que el 82% del suministro mundial de energía proviene de combustibles fósiles. Claro que el 80% del consumo se reparte entre unos pocos miembros, China y Estados Unidos los primeros.  Aunque para limitar el calentamiento global a 1,5 °C a fin de siglo (la meta que se puso el Acuerdo de París para evitar, por ejemplo, que se fundan los casquetes polares y aumente fatalmente el nivel de los mares), las economías del G20 tendrían que reducir sus emisiones de carbono a la mitad para 2030, las principales ya están en niveles que aseguran un aumento de 2 °C y siguen subsidiando la extracción de petróleo, gas y carbón. La Argentina, dentro de su modestia, contribuye con entusiasmo: el 93% del financiamiento público de la energía va para proyectos “marrones” (gas y petróleo). Aun considerando que, en Latinoamérica, el país es un bajo productor y consumidor de carbón y que evalúa la posibilidad de recuperar el metano de los mantos carboníferos, un combustible calificado de inocuo que no conlleva actividad minera, el 53% de la emisión de gases de efecto invernadero proviene del sector energético. Climate Transparency y la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN) insisten en que el país tiene que deshacerse de las subvenciones a los hidrocarburos, apurar la transición a las energías renovables y detener la pérdida de bosques. Habría que escuchar, porque desde 1990 Indonesia, Brasil y la Argentina tienen las mayores tasas mundiales de reducción de masa forestal. El presupuesto aprobado en nuestro Congreso asigna 575 millones de pesos a la protección de las casi 54 millones de hectáreas de bosque nativo: un peso por mes por hectárea, apenas un 4,75% de lo que estipula la Ley de Bosques. Las consecuencias son que a menudo graniza en amplios territorios para mal de las cosechas, en la pampa se ahoga ganado porque faltan los árboles que antes absorbían el agua sobrante, y en el Chaco y el norte de Santa Fe hay periódicas inundaciones inauditas; en otras regiones se secan o contaminan las capas freáticas; en muchas otras abundan las enfermedades y muertes por ingestión de alimentos con alto grado de plomo. Un lastimoso 3% de la energía proviene de fuentes renovables y encima nos envanecemos de tener el yacimiento de Vaca Muerta, loas al fracking mediante. Pero, aunque desde 2013, año del acuerdo YPF-Chevron, se aseguró que el fracking era una técnica segura y no contaminante (bien que otros países no tardaran en prohibirla), el 19 de octubre pasado hubo en un pozo de Bandurria Sur un derrame de petróleo que afectó 47 hectáreas de suelo. No es el único: en los últimos cuatro años las petroleras neuquinas admitieron 3.368 “incidentes ambientales”. Es un tipo de desastre que trae a la cabeza las gaviotas embreadas por rotura de petroleros y que uno asocia con los amasijos de plástico que cubren inmensidades de océano.

Mientras, el 19 de noviembre pasado, un informe de Nature Climate Change confirmaba no ya el papel del cambio climático en las olas de calor, los incendios forestales, el aumento del nivel del mar, los huracanes, las inundaciones, las sequías y la escasez de agua potable, sino que, de no tomarse medidas ya mismo, es irreversible que antes de fines de siglo muchas partes del mundo se enfrenten con varias de esas crisis al mismo tiempo: Nueva York, Sídney, Ceylán, la costa atlántica de Centro y Sudamérica.

En el comunicado de la reunión del G20 de diciembre pasado en Buenos Aires, un párrafo para la galería reafirmó el compromiso de 19 miembros con el Acuerdo de París (y la decisión de Estados Unidos de retirarse), mencionó el límite de 1,5 °C, hizo hincapié en la transición a las energías renovables y no aludió a la cuestión de los combustibles fósiles. Unos días después, en Katowice, diplomáticos de unos 200 países se aplaudían con variable alborozo por haber adoptado, después de regatear lo suyo, una serie de reglas para implementar el Acuerdo y patrones comunes de medición de emisiones y de control de políticas ambientales. El documento exhorta a los países ricos a aclarar qué ayuda piensan ofrecer a los más pobres para que instalen energías limpias y levanten estructuras resistentes a los desastres y llama a todos a planificar el recorte de emisiones con vistas a otra ronda de conversaciones en 2020. Estados Unidos firmó pese a la cerrilidad de Trump. Sarta de procrastinadores. No todos: algunos simplemente fantasean con salvarse solos, en búnkeres pastorales subterráneos, en estaciones espaciales. Con todo, si bien en 2018 cerraron muchas plantas a carbón en Estados Unidos, las emisiones de dióxido de carbono aumentaron un 3,4%, la mayor cifra en ocho años, y los mares se calientan a un ritmo endiablado. Trump no se lo cree. Otros programan complejos turístico-habitacionales en el Ártico.

A los que sí nos lo creemos, la repetición nos deprime. Rebuznamos contra la insufrible moda de películas y series luctuosas, pero nos sorprendemos viéndolas. Tememos por las generaciones que vendrán. Levantamos los puños: Somos el 99%. Hemos leído en Bruno Latour y en Isabelle Stengers que el Antropoceno es la primera etapa geológica en que las mayores catástrofes son producto de la acción humana; que el origen de esta calamidad es la separación entre Naturaleza y Humanidad: la veleidad ilustrada de adjudicarle a una parte del todo que integramos la condición de naturaleza, un algo externo que se puede culturizar, ordenar, racionalizar, dominar y aprovechar con un pensamiento claro e instrumental —que, llegado el caso, se usará para ordenar sociedades—, se ha visto que no sin trastornar el equilibrio homeostático de lo que en realidad es un sistema. Estamos muy al corriente de que las mayores pérdidas de vidas humanas en accidentes climáticos extremos ocurren en países pobres o emergentes, y que la reparación de daños, los requisitos de adaptación a los cambios y las obras preventivas demandan fondos que ni reparten entre sus afectados los gobiernos ricos (cuando no aprovechan la reconstrucción para favorecer el negocio de bienes raíces, como sucedió en Nueva Orleans después del huracán Katrina y, copiatis copiandi, podría pasar en Mendoza).

Podemos precisar más, cómo no. Según el antropólogo Philippe Descola, el Antropoceno indica una inversión radical en la historia: ya no va a tratarse de observar cómo los humanos gestionan la Tierra para su provecho, sino de comprender cómo una sociedad particular ha alterado los grandes ciclos del planeta y lo ha vuelto progresivamente inhabitable para los humanos y muchas otras especies vivientes. El sobreuso de la Tierra por una parte de la humanidad, el historiador Sylvain Piron lo estudia como parte de un proceso de ocupación, un término que asocia la avasalladora empresa física de Occidente sobre el mundo a una estructuración particular de la experiencia humana, la occupatio, “estado mental del que no es libre de sus pensamientos”; es decir, el estado mental del sujeto absorbido por una necesidad frenética de actividad. Como encuadra la necesidad a la vez que la fomenta, hoy el medio principal de esta empresa física y mental es el discurso económico. El Antropoceno sería el producto de un mundo en el que la economía no solamente domina la descripción de los fenómenos sociales sino que también impregna las prácticas individuales, reduce la diversidad de motivos de la acción y transforma un colectivo de humanos en “pueblo de la mercancía”.

Lo sabemos. Pero tenemos una dificultad con la acción.

De fondo, un cántico de conciencia informada y sensiblera que reemplaza la opinión informada: Qué horror lo de California — ¿Y el Chaco, media provincia bajo el agua? — Uno no se imagina lo que es perder todo, to-do — No parece que el planeta vaya a durar mucho — Estamos como anestesiados — Mientras sigamos talando bosques — Plantando soja por todos lados — Nadie quiere enterarse de que medio Chaco está bajo el agua — Tampoco de que Venecia se hunde — Estamos como anestesiados — Vamos a entender cuando el mar se coma Villa Gesell — Los países estratégicos para combatir el cambio climático están en manos de dementes… La renuncia a enfrentarse con el asunto va desde pobres exhaustos hasta los dueños de residencias para distintas estaciones, pasando por las centrales obreras, el populismo de izquierda y la izquierda marxiana o autonomista, las capas medias semiilustradas y la pequeña burguesía decentista(votante de supuestos republicanos a quienes, como no sea para lucirse en la tele, les importa un bledo que los consorcios del oro envenenen los acuíferos). El periodismo convierte tragedias nacionales en pasatiempo para espectadores a salvo. El corazón contrito, todos nos preocupamos de la boca para afuera; sólo se lo toman en serio las organizaciones territoriales que ven en juego la salud, la economía vital, el terruño y su paisaje, varios científicos y uno que otro soberanista consecuente al estilo Pino Solanas. Si bien el público honrado se indigna de que Jair Bolsonaro tilde el cambio climático de “ideología de izquierda”, pasa por alto que ese engendro también acusa a la izquierda de criminalizar el deseo del hombre por la mujer, las películas de Disney, la carne roja y el aire acondicionado; y esto hay que disimularlo, porque si se difunde esa imputación completa, el uso del aire acondicionado, que al enclenque consumidor argentino le encanta consentirse hasta la piel de gallina, quedaría embarazosamente asociado al fascismo.

En cierto modo es comprensible: una convivencia duradera y más o menos saludable con el planeta exige un cambio de paradigma cultural y filosófico. Y el hecho de que para evitar una devastación sin medida haya que ponerse a trabajar ya mismo en una cuestión apabullantemente intrincada alienta bien la sensación de impotencia, bien una flojera cínica o una adaptación falsamente escéptica. Pero ¿y la izquierda, la del empeño por un bienestar igualitario, la de la rabia insumisa, la izquierda de la sobriedad justa y la camaradería social, la de la igualdad de los sexos, la que señala la sombra del Capitaloceno al fondo de las buenas conciencias? Esa nunca diría que no se puede hacer nada. Dice resueltamente que hay que luchar contra el cambio climático y denuncia el uso del glifosato, pero que en esta coyuntura hay cuestiones más urgentes. Suena a rodeo: esto de que hay cosas más urgentes se viene repitiendo desde hace décadas, en favor de diversas aplicaciones, sin que el mundo en conjunto haya salido del subdesarrollo mental y material.

Es cierto que hay más urgencias, más emergencias, pero no otras ni más prioritarias. Esta de ahora es tan urgente como terminar con el hambre, refundar la educación, repartir inmigrantes, terminar con los femicidios, implantar la igualdad laboral entre sexos y el derecho al uso del cuerpo, garantizar la alimentación de los niños y los viejos, evitar que falten medicamentos, limpiar de parásitos y falsarios el aparato judicial y erradicar las transas entre funcionarios públicos y corporaciones; pero es más difícil de afrontar, porque está en la base de las otras y no admite paliativos ni logros parciales. Porque: primero, el cambio climático es irreversible; sólo podemos morigerarlo. Segundo, al conjunto planeta + envoltorio atmosférico (Gaia) le resbala nuestro futuro; sólo le importa su equilibrio homeostático, y si no colaboramos en restaurarlo lo va a hacer por sus propios medios. Pero más que los desastres ambientales que se avecinan, aterra cómo pueden responder las comunidades humanas: ese futuro de guerras por los recursos, hambrunas, migraciones masivas, pestes y barbarie estatal o carnicerías clánicas de películas y sagas literarias cada vez más morbosas.  Y no es que se nos esté acabando el tiempo; para muchas medidas ya se acabó. Sin embargo, no para otras, reparadoras o preventivas. El concepto prioridades puede desglosarse en ciertos dilemas que podrían interesar al público embelesado por la ola de ficciones distópicas y apocalípticas. Van algunos para argentinos:

Prepararse para no volver a la horda salvaje o la servidumbre cuando arrecien las privaciones, para garantizar la provisión colectiva, para satisfacer las necesidades y oponer a la catástrofe algo más honroso y deseable que la mera subsistencia ¿es una tarea secundaria cuando ahora hay tanta gente al borde de no subsistir? Procurar que en un futuro previsible el agua sea potable y el reparto cuidadoso ¿es tan importante como paliar el hambre ahora, luchar contra la eliminación de puestos de trabajo o romper la componenda entre cárteles, policías y funcionarios? ¿No vale más terminar con los femicidios, conseguir que se regule la igualdad salarial y el derecho al aborto y se reestructuren los sistemas de salud y enseñanza que ponerse a calcular cuánto petróleo hace falta seguir extrayendo mientras no alcancen las energías renovables?

Malas preguntas; sólo imaginables por la incapacidad de la izquierda argentina peronista —o no— de desacatar su tradición. Puede que los movimientos y organizaciones sociales, no tan sectarios, se planteen la cuestión de otro modo: tenemos que evitar tanto que millones de personas pasen hambre y frío ahora como que quinientas mil se queden sin techo, tierra, alimentos ni perspectivas de trabajo dentro de unos años. Sin jerarquías. El desprecio de la tierra y el trabajo es el fascismo. Vean esto.

Ah, César Vallejo, desgraciadamente hay muchísimo que hacer.

 

Ver parte 2.

Ver parte 3.

 

 

7 Feb, 2019
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