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Según san Agustín, la historia de la razón universal es la biografía de una tentación personal. El hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, pero la perfección de la réplica se estropeó a causa del pecado original de Adán. Desde el momento en que nos alimentamos del árbol prohibido, la razón quedó encriptada y perdida, y ya nunca podrá volver a encontrar el camino de regreso hacia el origen a menos que sea auxiliada por la gracia divina. Santo Tomás también tuvo que sumergirse en ese extravío para reconvertir las coordenadas de la filosofía aristotélica y señalar los peligros de confiarse a la pura racionalidad ahí donde reina la niebla de la tentación. El espacio ocupado por el error moral original sólo podrá ser recuperado a partir de la fe.
La modernidad tuvo que lidiar con ese plano escindido entre espíritu y materia. Descartes dijo que el espíritu observa la materia para crear pensamiento, y que ese proceso es la prueba de nuestra existencia. Pensamos y, sólo entonces, somos. Detenerse en la contemplación del mundo nos reinserta en él, y si algo existe fuera de nosotros (algo, a su vez, de lo que no podemos estar completamente seguros), existe sólo para confirmar la soledad a la que nos arroja la duda de la imaginación. Sumergirse en la realidad circundante es sufrir en el alma la tristeza que implica arrojarse al infinito. Sólo en ese trayecto el ser humano podrá recuperar la perfección del origen divino y reintegrarse a Dios.
Pascal quedó incómodo frente a los postulados cartesianos. Aunque parece aceptarlos sin reparos, su corazón no puede esquivar del todo el espanto mítico impreso a fuego por el error primigenio de Adán. En principio, no hay nada en la naturaleza que pueda oponerse al impulso de la razón científica, las ciencias exactas no permitirán que el terror de los textos sagrados perturbe el “espíritu geométrico” del hombre. Y sin embargo, hay aspectos de la realidad que sólo se hacen tolerables para unos pocos, aquellos provistos de cierto “espíritu de fineza”. Existen cosas que, a causa de su variedad infinita, escapan a la lógica. El espíritu es un recordatorio permanente de lo desconocido. Peor aún: es el latido incesante, la presencia amenazadora de aquello que no puede conocerse. No se puede tratar al hombre como una proposición geométrica, y su propia existencia vibra a través de la realidad acechada por el silbido de la respiración de Dios.
¿En qué lenguaje se expresa esa angustia, la de saber que el pensamiento racional sólo puede lidiar con los objetos que estén libres de contradicción? La imperfección y heterogeneidad del ser humano no puede reducirse a los algoritmos. Pascal sabe que es imposible teorizar a partir de “hombres artificiales” y que la filosofía tiene la obligación de lidiar con hombres verdaderos. No puede haber apelaciones ontológicas póstumas y sólo la experiencia puede deshistorizar el camino que lleva de vuelta al Paraíso perdido. Las contradicciones son la regla y no la excepción, y por lo tanto sólo hay un modo de apartar esas tinieblas que, al final del camino abierto por la duda cartesiana, vuelven a cubrir la mente. Estamos de regreso en el terreno de la religión.
Hay un hombre anterior y un hombre posterior a la caída. Este último fue tragado por el reflejo destructivo del abismo en el que se perdieron la razón y la voluntad humanas. Ese espíritu desgastado ya no puede confiar en sí mismo y tiene que replegarse para dejar que un habla superior lo ilumine. En sus Pensamientos, Pascal ordena callar para silenciar ese espíritu proliferante y destructivo que, por arrogante, fue desalojado del reino divino. Sólo el silencio místico nos abre camino a través del destino; sólo en la “oscura noche del alma” en la que se pierde san Juan de la Cruz resulta posible escuchar la voz divina, aunque ésta sólo hable a través del silencio.
Descartes creyó resolver el enigma, pero Pascal le señaló un misterio. La diferencia entre uno y otro es que el segundo no puede resolverse. Queda grabado en el ánima y permanece en la memoria como el recuerdo de lo que se perdió. La religión es una corriente oscura, lenta e impenetrable que se ocupa de esa parte remota de la historia del hombre. No se puede recuperar el tiempo anterior a la caída porque para trasladarnos hasta allí dependemos de la revelación. Sólo Dios tiene la llave que abre esa puerta, y el dios de la religión, según Pascal, es un “Deus Absconditus”, un Dios que ha decidido mantenerse oculto y permanecer en el anonimato, escondido en el misterio. Un fantasma en el cerebro que sólo reafirma, una y otra vez, su intención de ocultarse.
Ese fue el nudo que ató la modernidad. El ser humano es una parte lastimada del cosmos y el origen de esa herida sólo puede ser revelado. Pero la observación empírica tiene la capacidad de aliviar el dolor a través del entendimiento. Convertirnos en el centro nervioso y sufriente del universo, sin embargo, generó otro tipo de problemas. Los estoicos y los cristianos nos habían dado, a modo de privilegio, una posición central en ese universo. Esa ubicación permitía, también, justificar el accionar metódico y constante de la Providencia, la fuerza ordenadora que señala nuestro destino y a la que conviene no resistir. Pero Copérnico nos desengañó y nos mostró el infinito, el universo silencioso y hermético capaz de intimidar, incluso, a las potencias religiosas. Pascal se horrorizó (“el silencio eterno de los espacios infinitos me aterra”) y Montaigne se rio ante ese descubrimiento —acaso para disimular el mismo tipo de horror que embargó a Pascal— cuando en su Apología de Raimundo Sabunde dejó en claro que no hay razones fundadas para creer que el universo ha sido creado en nuestro exclusivo beneficio y provecho. Nos creemos dueños de algo que ni siquiera podemos aspirar a conocer sino en sus partes más ínfimas.
Ese tipo de contradicciones le costaron la vida a Giordano Bruno, quemado vivo el 17 de febrero de 1600 por la Santa Inquisición. Copérnico corrió el velo que cubría el universo, pero Bruno, que fue astrónomo, matemático y teólogo pero también —y ante todo— un poeta, no pudo tolerar el esfuerzo constante, fascinante aunque terrorífico, que suponía atenuar nuestra propia centralidad. En De la causa, principio y uno, un prodigio metafísico que es tanto un intento de demostrar intelectualmente la existencia de un principio superior y vivificante de la materia como la existencia de una naturaleza irreductible a la voluntad divina, Bruno trató de conciliar el sistema dogmático del cristianismo con la euforia de una filosofía que trataba de explicar el vínculo entre Dios y el mundo como una relación de causa y efecto. Pero poner a Dios en la obligación de tener que explicar su creación fue demasiado, y Bruno cayó en la trampa mortal que san Agustín había evitado al aclarar que Dios era una fuerza amorosa pero nunca un motor inmóvil o una causa primera.
El horror cósmico alcanzó la conciencia de Bruno probablemente mucho antes de que las llamas inquisitoriales comenzaran a consumir su cuerpo lenta y dolorosamente. Al despegar lo divino de la naturaleza —aunque aceptando su poder para actuar sobre ella—, había cambiado el instrumental religioso por principios concretos de funcionamiento. La revelación divina constituye la verdad ontológica, pero sólo la ciencia explica el mundo. La distancia entre ambos planos era imposible de sortear si no se reformulaba antes el concepto de “infinito”, que para los griegos había significado lo ilimitado o lo inaccesible a la razón humana (y por lo tanto, la cifra del miedo a lo desconocido) pero que en la doctrina de Bruno señalaba el flujo inagotable de la realidad y la capacidad ilimitada del intelecto humano para aprehenderla. El hombre ya no está comprimido por el mundo físico y puede proyectarse mentalmente hacia las esferas celestes. El hombre se mide ahora con Dios, y la Inquisición no podía permitirlo.
Todavía faltaba Galileo. En la soledad profunda y total de la galaxia, el intelecto del hombre está, ahora, igualado al del ser supremo. Las matemáticas nos ponen al nivel de Dios porque nos permiten pensar como él. En 1961, poco después de que el cosmonauta ruso Yuri Gagarin orbitara por primera vez nuestro planeta, se le atribuyó una frase terminal (“No veo ningún Dios aquí arriba”) supuestamente dicha en plena travesía cósmica. Hubo que esperar casi cincuenta años para que el coronel Valentín Petrov, amigo personal de Gagarin, aclarara que él nunca había pronunciado esas palabras, tomadas, en realidad, de un discurso de Nikita Jrushchov ante el Comité Central del Partido Comunista de la URSS como parte de una campaña estatal antirreligiosa. Ese lamento sombrío, sin embargo, no es difícil de imaginar cruzando la mente de Gagarin (un católico ortodoxo practicante que había bautizado a su hija mayor poco antes de subirse a la cápsula espacial) mientras flotaba allí arriba, en el espacio profundo, quizás con los ojos cerrados para oír mejor los latidos de su corazón muy probablemente asustado, girando en la más completa soledad.
El sábado 24 de agosto de 2024 la NASA confirmó que los astronautas Butch Wilmore (61) y Sunita Williams (58), capitanes retirados de la Marina reconvertidos en pilotos espaciales, sólo podrán regresar a la Tierra en febrero de 2025 y a bordo de la Crew Dragon, una nave propiedad de SpaceX, la agencia de exploración espacial del magnate Elon Musk. La privatización de la exploración espacial por parte de la NASA genera este tipo de paradojas intergalácticas: puestos en órbita por la corporación Boeing, Wilmore y Williams deben ser, ahora, rescatados por su competidora, mientras un viaje a la Estación Espacial Internacional que debía durar una semana terminará prolongándose por ocho meses.
Difícil saber si, en estos momentos, Wilmore y Williams están viendo o escuchando a Dios. Lo más probable, arriesgamos, es que estén escribiendo un diario o, simplemente, volviéndose locos. El peso simbólico de la figura del astronauta y su omnipotencia tecnológica figurada probablemente reculen en la inmensidad celeste. En la tristeza o en la nostalgia de los astronautas siempre habrá algo de sagrado, un dolor ambiguo que debe correrles entre el cuerpo y el alma y que muy probablemente sea inherente a cualquier criatura capaz de salirse del mundo para observarlo desde la perspectiva divina y sumido en la más absoluta soledad. No sabemos si Williams o Wilmore tienen creencias religiosas —y, en su caso, cuáles son— pero se puede arriesgar que esa sensibilidad exacerbada y corrida de eje no debe poder resistir, allí arriba, el poder de las supersticiones culturales.
Mientras tanto, aquí en la Tierra, Jeff Bezos, el dueño de Amazon, ya no oculta su anhelo mesiánico de colocar a millones de personas en plataformas espaciales que orbitarán la Tierra durante los siglos por venir. Con la tenacidad de los pioneros, Bezos está gastando, también, parte de su inmensa fortuna en financiar equipos científicos que conquisten finalmente la posibilidad de la vida eterna. El objetivo sería el mismo que en Dr. Strangelove (1964), la película de Stanley Kubrick en la que, ante el peligro de la hecatombe nuclear, un nazi trasnochado planeaba amontonarnos en refugios subterráneos para que sobreviviéramos como mineros. Pero la posibilidad estaría disponible sólo para un grupo privilegiado de seres humanos, y el reagrupamiento, según Strangelove, tendría que incluir a un hombre por cada diez mujeres, bajo un imperativo de reproducción platónico orientado al día en que finalmente se pueda recuperar la vida sobre la superficie de la Tierra. A Elon Musk, además de la exploración espacial, también le gustan los privilegios, como a Strangelove. Se dice que lee con entusiasmo a William MacAskill, un profesor de la Universidad de Oxford, ideólogo de cierta parafilosofía denominada “longtermism” o “largoplacismo radical”, y según la cual correspondería a cierta élite tecnócrata-financiera asegurar la subsistencia de la especie en otros mundos, impulsada por la fusión definitiva entre la máquina y el ser humano y un entusiasmo eugenésico cada vez menos disimulado.
Marcellus Stellatus Palingenius (cuyo verdadero nombre era Pier Angelo Manzoli) nació en La Stellata, Ferrara, en 1502. Escribió un poema titulado “Zodiacus Vitae” que fue probablemente impreso en Venecia, en latín, hacia 1534 y se difundió después entre la comunidad protestante, a pesar de que no apareció en inglés hasta 1560, traducido por Barnaby Goodge y a casi quince años de la muerte de su autor. Palingenius había sido, como Bruno, acusado de hereje por la Inquisición. Bajo el papado de Pablo II, sus huesos fueron desenterrados y quemados y su obra pasó a integrar el temido índice de libros prohibidos. Semejante saña parece inscripta bajo el nivel de incomodidad que Palingenius alimentó al establecer un juego de contrarios entre las regiones terrestres y celestes. La imperfección de este, nuestro mundo, es para Palingenius la prueba más contundente de que no podemos ser las únicas criaturas existentes en el universo. En algún lugar, asegura, un Dios perfecto tiene que haber creado criaturas perfectas. Los cielos, por lo tanto, deben estar poblados, y cada astro se le aparece como una fortaleza celeste habitada por santos, cada una con su rey y estela de súbditos. No son mundos de sombras o reflejos distorsionados, como este, el nuestro, sino esferas perfectas habitadas por semidioses y vigiladas por un ser supremo e inmaterial hecho de luz. El tipo de lugar, sin duda, donde Bezos y Musk se sentirían a gusto.
¿Qué sería la tristeza en un lugar así? Los mundos altos y perfectos de Palingenius están saturados de luz, pero al primer sistematizador de las ciencias imaginarias de la melancolía le gustaban las penumbras y por eso trabajaba con las ventanas cerradas y las cortinas bajas. En 1621, Robert Burton, un sacerdote de la Iglesia anglicana y bibliotecario de Oxford, trazó en su Anatomía de la melancolía el devenir histórico de esa “niebla negra” que invadía el cerebro de los seres humanos desde los tiempos de la caída, recopilando casos, situaciones y diagnósticos del “mal del ánimo”. Burton sostenía la idea de un mundo ensimismado y enloquecido, sitiado por la pesadilla de la Guerra de los Treinta Años y los terrores íntimos acicateados por las doctrinas católicas y calvinistas de la predestinación. Para Burton, el cuerpo producía la temible bilis negra —el humor de la melancolía— en respuesta a heridas psíquicas o emocionales de gran intensidad, como pueden ser las pérdidas amorosas o los procesos de duelo ante la desaparición de un ser querido.
Algunos dudosos (por no decir apócrifos) manuales de magia y ocultismo le construyeron a Burton un adversario de relieve demoníaco. Aunque al principio Burton había aceptado los argumentos astrológicos al citar al erudito reformador religioso Philipp Schwartzerdt (Melanchton) cuando afirmaba que los nacidos bajo el signo de Saturno serían propensos al comportamiento melancólico, con el correr de los años entraría en una poco estudiada controversia con William Fluke, puritano recalcitrante, escritor y adivino, que en 1625 —cuatro años después de la aparición de la Anatomía— publicaba un retorcido Tratado sobre astrología judicial. Fluke actuaba como “consejero” en las cortes, diagnosticando acerca de la influencia del curso de los cometas en los asuntos civiles y políticos y en la psicología de los seres humanos. Su siguiente obra, Prospect on Meteors (1628) avala la tesis de que la enfermedad y la salud de las personas dependen del curso de las estrellas, y que si el cuerpo y la mente se hallan afectados por la corrupción del aire generada por los fenómenos estelares, entonces se producirán, tanto en uno como en otra, desórdenes y perturbaciones que degenerarán en enfermedades físicas o psíquicas. Para probar sus ideas, Fluke utilizó las teorías del matemático de la época de los Tudor, Robert Recorde, que manipuló de manera desordenada y arbitraria. Aquejado por las deudas e involucrado en un oscuro episodio que incluyó la muerte por envenenamiento del duque Christopher Weybon, famoso caballero destacado por su actuación durante el sitio de Cádiz, Fluke se quitó la vida ahorcándose en el altillo de su casa el 18 de mayo de 1632.
Las ideas de Fluke fueron conservadas por John Perrin, médico y capellán del St. John College de Oxford y profesor de griego que, más tarde, integraría la comisión encargada de redactar la Biblia del Rey Jacobo. Perrin era miembro destacado del Royal College, donde llegó a presentar su teoría de la circulación de la sangre basada en ideas ya presentes en la obra de Fluke. Para Perrin, así como los planetas discurren en rondas circulares por el firmamento, del mismo modo la sangre de los seres humanos fluye en un movimiento paralelo (o “circulación”) a través de arterias y venas. Los ciclos y periodicidades de esa circulación, según Perrin, influyen de manera decisiva en la configuración de los distintos estados de ánimo. Al momento en que las teorías de Perrin comenzaron a correr por Europa, algunos tratados de medicina poco ortodoxos referían a la sobreagitación melancólica de la mente con una denominación pulida en los bordes de lo fantástico: terror de las esferas.
“Es una muestra gráfica del rastro que deja un púlsar", dijo el diseñador Peter Saville, del sello Factory Records, cuando le pidieron que explicara la imagen que aparecía en la portada del álbum Unknown Pleasures (1979) de Joy Division. Un púlsar es una estrella de neutrones cargada de radiación gamma, y es la frecuencia de emisión de esa radiación la que fue capturada en la cubierta del disco como una cadena montañosa. En sí, los púlsares son como gigantescos corazones radiactivos que emiten precisos pulsos de luz, algo parecido a las resplandecientes ciudades celestiales que había imaginado Palingenius. Ian Curtis (voz) y Peter Hook (bajo) encontraron la imagen hojeando la Cambridge Encyclopaedia y corrieron a ver a Saville para decirle: “Queremos esto”. Estaban señalando, quizás sin saberlo, el dibujo de una estrella transformándose en supernova, es decir, muriendo para renacer.
Había algo de ese espanto o agonía sideral en la música inmóvil y seca de Joy Division, quizás la única que pueda escucharse ovillado en una cápsula que flota en el espacio profundo, donde nadie puede escucharnos gritar (como sugería el afiche promocional del Alien de Ridley Scott en 1978) ni llorar. El bajo de Hook entrando como por una bomba de vacío, la voz automática y espartana de Curtis y la batería catatónica de Stephen Morris en unión mística con esos teclados etéreos que casi no se escuchan. Todos los temas de Unknown Pleasures corren por las pistas del sistema solar agotados pero todavía tensos, como adhiriéndose al firmamento de una galaxia moribunda que emite sus últimos estertores. La voz de Curtis es el eco de ese colapso lejano, advirtiendo, en el tema “Insight”, “que todos los ángeles de Dios tengan cuidado”. Imposible saber qué llegó a ver en el futuro el dueño de esa voz como para lanzar semejante advertencia. Casi un año después de la aparición de Unknown Pleasures, el 18 de mayo de 1980, trescientos cuarenta y ocho años después pero exactamente el mismo día en que William Fluke, el astrónomo de las cortes de Su Majestad, decidiera suicidarse, Ian Curtis se ahorcó, el también, en su casa del número 77 de Barton Street, en Macclesfield, Inglaterra.
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