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El Zen llegó a Occidente con la rebelde generación beat (Allen Ginsberg, Jack Kerouac) y, más tarde, con la contracultura hippie (Alan Watts). Luego se conviritió en una moda ligada por una parte a la difusión del budismo en las sociedades industrializadas liberales y por otra al consumo de técnicas orientales. Podríamos incluso añadir el atractivo de la cultura japonesa que tanto fascina a los occidentales, del aikido al manga, pasando por la estética samurai.
En este contexto, Alberto Silva ha propuesto una nueva y rigurosa recepción del Zen. Silva es un hombre polifacético: poeta, traductor, sociólogo y ensayista. Pero, en lo que aquí concierne, es sobre todo un practicante paciente y experimentado del zazen (meditación sentada del Zen). La propuesta está desplegada en cuatro libros (Zen 1, 2, 3 , 4), que Bajo la Luna editó en Argentina entre 2012 y 2014 y ahora está publicando Herder en España. He leído los dos primeros y quisiera reflexionar sobre su valor filosófico: el de hacernos pensar el Zen de otra manera. Por un lado, como una experiencia original no ligada necesariamente al budismo y, por tanto, capaz de dialogar por sí misma con tradiciones occidentales como la filosofía o el psicoanálisis. En el segundo caso, rompiendo el tabú que consiste en ligar el Zen al mutismo, tabú legitimado por el axioma de Wittgenstein, que afirma que de aquello de lo que no se puede hablar es mejor callarse y limitarse a mostrarlo. Eugenio Trías, sin embargo, señaló otro camino posible, el de la filosofía como saber fronterizo: aun frente a aquello que Wittgenstein proponía callar (la ética, el sentido del mundo) se abre un espacio para hablar, incluso aceptando la dificultad de explicitarlo. Se trata de inaugurar en ese límite un ámbito para lo que conseguimos pensar. Tal es la óptica de Silva: desde la práctica, el Zen sería una experiencia que se puede verbalizar. Sus libros expresan un rechazo de lo Inefable.
En el primer tomo propone emancipar el Zen del budismo y de la propia cultura japonesa. Emancipar quiere decir liberar de un yugo o servidumbre. No se trata de negar las raíces asiáticas, budistas y japonesas del Zen, sino de hacer que esas raíces no impidan volar: pueden condicionar sin determinar, influir sin limitar. Heredamos un patrimonio que nos enriquece, dejando de ser una losa que anula el avance. Silva traza un recorrido que va de la India a Japón, pasando por Tibet y China. Un estudio riguroso y preciso, en el que confluyen budismo, yoga, confucianismo, taoísmo y shintoísmo. Silva se incluye en el Soto Zen, línea cuyo referente es el patriarca Dôgen. En su opinión, el Zen entra en una fase (la actual) en que se globaliza y puede conversar sin limitaciones con las tradiciones occidentales. Silva busca dos interlocutores privilegiados, Martin Heidegger y Jacques Lacan. El libro segundo entra directamente en la experiencia Zen. Partiendo de este punto, propondré otros interlocutores filosóficos para el Zen: Pierre Hadot, Michel Foucault y Baruch Spinoza.
Silva plantea un encuentro desde la experiencia, palabra con múltiples resonancias. En Infancia e historia, Giorgio Agamben recordaba el pasaje de Benjamin sobre la mudez de los adultos, más precisamente sobre el silencio de los que habían combatido en la Primera Guerra Mundial y percibido el horror. Para Agamben, la falta de experiencia no proviene del horror sino de la banalización. Silva nos propone entender el Zen desde la experiencia singular de cada cual para, posteriormente, volvernos capaces de traducir esa experiencia en palabras. Porque la experiencia va del silencio a la palabra y vuelve otra vez al vacío silencioso. De modo que el acontecimiento es capaz de articularse cada vez en un relato.
Se trata de una experiencia radical y paradójica porque va a la raíz de lo que a la vez somos y no-somos (ya que no hay identidad), sin apuntar a otra cosa que al cuerpo. Cuerpo pensante y hablante, pero cuerpo al fin. Es posible enunciar, teorizar, lo que nos ocurre en el Zen. Es una experiencia emancipatoria en la medida en que nos libera. ¿De qué liberación estamos hablando? De una que nos permite ser lo que somos: tal es la paradoja porque esta frase, de apariencia enigmática, nos permite intuir por dónde van los tiros. Hay algo propio a desarrollar, hay una singularidad en juego.
La práctica del Zen nos lleva a un punto, más allá del marco cultural que nos atrapa, del guión que hemos construido para defendernos del mundo, de los otros. Hay algo en común con ese atravesar la fantasía para encarar el deseo del que hablan los psicoanalistas lacanianos, o con el desprendimiento de lo aprendido que practican las escuelas alejandrino-romanas que menciona Foucault, a fin de construirnos como sujetos éticos. Con el Zen hay que aceptar y sostener paradojas que, como sabemos, sólo lo son en aparencia. Es significativo el capítulo dedicado al lenguaje, “De la continuación del despertar por otros medios”. Hay un relato posible de la experiencia del Zen, sostiene Silva. El Zen es un no-hacer dirigido a que algo se haga en nuestro cuerpo. Dôgen, referencia básica del Zen para el autor, insiste una y otra vez en que “el despertar” se realiza en el cuerpo, “en la carne y los huesos”. Pero se prolonga en un trazo, necesario, que sólo puede venir del lenguaje y que actualiza la renuncia a que la experiencia Zen entre en el registro de lo inefable, de lo que no se puede hablar. El Zen es una forma del saber fronterizo que pensó Trías.
Llegamos así a un punto clave, la relación entre cuerpo y mente. No caer en el dualismo (dos substancias diferentes) ni en el fisicalismo (la mente física, el puro cerebro). No caer sobre todo en el espiritualismo, para el que el cuerpo es una especie de cárcel o envoltura física de nuestra identidad. Somos un cuerpo, dice Silva, recordando a Merleau-Ponty. Un cuerpo vivo, expresivo, animado, desarmónico, vibrante. Que no debe seguir ideales de perfección, que debe obviamente trabajarse a sí mismo (lo hace el zazen), pero sin compararse con modelos. Luego están las fundamentales reflexiones de Silva sobre espacio y tiempo, entendidos desde la experiencia Zen.
Sobre estas bases quisiera ahora a proponer nuevos posibles interlocutores filosóficos para el Zen. En su libro ¿Es el psiconálisis un ejercicio espiritual?, Jean Allouch, empeñado en facilitar un encuentro fecundo entre Lacan y Foucault, se hace esa pregunta partiendo del concepto de “ejercicio espiritual” de Pierre Hadot. Este habla de la filosofía como forma de vida. Enfatizando su aspecto integral, el concepto de ejercicio espiritual remite al trabajo transformador del pensar. Para Pierre Hadot tal es el origen de la filosofía, que comparten todas las escuelas antiguas, desde la Academia platónica hasta las escuelas alejandrino-romanas (estoicismo, epicureísmo, cinismo) pasando por el Liceo aristotélico. La filosofía no aparece como un discurso teórico sino como una práctica para hacernos más sabios, mejores. Marco Aurelio lo explica muy bien en sus Meditaciones: la física nos enseña a percibir (y por tanto desear) el mundo; la lógica muestra cómo pensar correctamente; la ética nos enseña a ser mejores en lo que hacemos.
Foucault comparte con Hadot que la filosofía no es mero discurso sistemático de tipo intelectual, sino una práctica emancipadora. Emancipadora en la medida en que libera al ser humano de sus cadenas ideológicas (entendemos la ideología en sentido radical: ideas, actitudes y conductas). Pero creo que las diferencias nos permitirán ver mejor cómo entienden uno y otro la filosofía y, por arrastre, qué relación pueden mantener con el Zen laico que propone Alberto Silva.
Para Hadot, la filosofía es una experiencia unitiva paralela a la experiencia mística. Son dos caminos que conducen, de modos distintos, a lo que llama la Universalidad. Es decir, a la renuncia de lo singular y lo particular para abrirnos al Universal humano y al Universal cósmico. En este sentido, el taoísmo o el budismo podrían ser otras vías que conduzcan a este Universal. ¿Tiene algo que ver con el Zen laico al que abre Alberto Silva? Creo que poco, en la medida en que el Zen de Dôgen tiene muy poca relación con la lectura que hace Pierre Hadot. Justamente porque el punto de vista recogido de Dôgen es el de un Zen que pasa por el cuerpo. El cuerpo es, para Silva, mucho más que una estructura mecánica. Expresa lo viviente en nosotros, por mucho que seamos cuerpo mental y hablante. En este sentido, lo que vincularía más a Hadot con el Zen es justamente un budismo del que, ¡oh paradoja!, Silva se desprende en su afán por comprender la etapa actual del Zen.
La línea de interpretación que propongo es más cercana a la posición de Foucault ante las escuelas alejandrinas. No solamente por la manera como entiende la filosofía, sino por su propuesta de un ascetismo que construye un sujeto ético. Para Foucault, la filosofía es una caja de herramientas crítica, abre nuevos caminos del pensar. En este sentido podríamos decir que el libro de Silva es un libro de filosofía, ya que plantea un modo distinto de entender el Zen. Y, como el camino que vislumbra Foucault, el Zen laico lleva a Silva a afirmar que cada libro que escribe es para él una experiencia transformadora. Pero hay más. En el curso La hermenéutica del sujeto, Foucault plantea ir contra lo particular (lo grupal) a fin de volver a lo singular, y desde ahí dirigirse hacia lo universal. En el libro de Silva hay una defensa contundente de la singularidad, del camino propio de cada cual como eje de la libertad. El Zen laico nos ayuda a construirnos como un sujeto ético, al modo de la “estética de la existencia” preconizada por Foucault. Es cierto que la expresión dio lugar a malentendidos, que hasta Hadot la consideró manifestación de una suerte de dandismo, pero Foucault está hablando del trabajo ascético necesario para ser libres.
Silva utiliza en algún momento el término ascesis para referirse a la práctica del Zen laico. Una autodisciplina, ciertamente, que no debemos considerar, como muchas veces se hace, propia de la moral del samurai. El Zen ha sido muchas veces visualizado como un modo de ascetismo. Sin embargo, al relacionarlo con Gautama Buda (algún vínculo mantienen, aunque no defendamos que el Zen sea una rama del budismo), hay que reconocer que Buda plantea justamente una crítica del ascetismo excesivo. Ascetismo que tampoco tiene que ver con el que critica Nietzsche en su libro La genealogía de la moral. Aquí, ascetismo se refiere al trabajo sobre uno mismo, para dejar emerger lo más propio. Silva insiste en que más que aprender se trata de desaprender, lo mismo que plantea Foucault respecto a las escuelas alejandrinas.
Vale la pena reflexionar sobre la noción de escuela. Silva se muestra muy crítico con ella, ya que a sus ojos conduce fácilmente a la escolástica (teórica) y a la esclerosis (práctica). En cambio, Foucault defiende las escuelas alejandrinas (estoicismo, epicureísmo, cinismo) en la medida en que no son estructuras jerárquicas. Hay maestros que pueden transmitir lo que posibilita la emancipación de otro: proporcionan a otros los medios para su propia liberación. Para Foucault, lo que hace el cristianismo con estas escuelas es ponerlas al servicio de un ideal de salvación y, al mismo tiempo, las institucionaliza en relaciones de dominio. Por otro lado, establece una diferencia entre relaciones de dominio y relaciones de poder. Las primeras son rígidas y verticales, implican sumisión. Las segundas, en cambio, son interactivas, variables, contingentes. Lo mismo que critica Michel Foucault del reciclaje negativo que ha hecho el cristianismo del ascetismo podemos decir que hace Alberto Silva con el budismo respecto del Zen. Este sujeto ético de Michel Foucault, que vamos construyendo con ejercicios espirituales diferentes (prefiero este término al de tecnologías del yo), puede encontrar en el zazen una de sus prácticas ascéticas básicas. El mismo Foucault (como testimonió su amante Daniel Defert) tenía como libro de cabecera Zen en el arte del tiro con arco, de Eugen Herrigel. Se sintió tan atraído por el budismo zen que viajó a Japón y pasó unos días en un monasterio practicando zazen. Quizás le faltó a Foucault la mirada más distanciada del Zen sobre la institución monástica japonesa y sobre la ética samurai, rasgo este que, curiosamente, le adjudicó su amigo el historiador Paul Veyne.
Foucault insiste en su curso sobre la importancia de las prácticas corporales. Se centra en el examen de sí (en esto coincide con Hadot): la mirada matutina a lo que hemos de hacer y el balance vespertino de lo que hemos hecho. Siempre desde una perspectiva no moral, ya que no se trata de una autoconfesión (con el consiguiente sentimiento de culpa), sino de la aspiración a ir mejorando a partir del diagnóstico de los errores. Igualmente hay en Foucault, y no podía ser de otra manera, un interés especial en subrayar la importancia de la escritura de sí.
Finalmente, una nota sobre la relación entre lo singular y lo universal que podemos extraer de la filosofía de Spinoza, en mi opinión muy acorde con la experiencia del Zen laico. Para Spinoza hay una realidad única, a la que llamaremos Naturaleza en el sentido más amplio (como se sabe, él habla de una sola sustancia, Dios o la Naturaleza). Todo lo que conocemos y experimentamos (lo mental-afectivo y lo corporal) es manifestación de esta realidad única a la que pertenecemos. Pero cada uno de nosotros es un modo finito: un cuerpo/mente cuya esencia es singular. Dicho de otro modo, y para volver al Zen y la filosofía: no se trata de disolver lo singular en lo universal, sino de ser capaces de mantener esta esencia singular como perteneciente a lo universal.
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