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A veintitrés años de la muerte de Liliana Maresca, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires presenta una retrospectiva de su obra. Resulta difícil dar cuenta de la dimensión de su legado sin antes referir al contexto histórico en el que la artista participó activamente. Para comprender el poder de resiliencia que asumen sus operaciones, debemos ubicarnos en la Argentina a fines de la década de 1980, y saber que Maresca formó parte de una generación que fue golpeada dos veces, primero por la dictadura cívico-militar y luego por el HIV.
A mediados de la década de los ochenta, el país acababa de salir de la más cruenta dictadura militar que —siguiendo el plan iniciado en otros países de Latinoamérica— secuestró e hizo desaparecer a casi toda una generación partícipe de movimientos sociales, así como también a campesinos, artistas, trabajadores y estudiantes, quienes fueron torturados, asesinados, desaparecidos y que sufrieron la apropiación de sus hijos por los mismos genocidas. La dictadura sembró el miedo para desarmar el modelo de sustitución de importaciones e implementar un plan económico de valorización financiera, que se profundizó con las políticas neoliberales durante los años noventa y que en el año 2001 llevaría al país a una crisis social y económica sin precedentes.
La obra de Maresca aparece en el torbellino que significó salir de un estado de terror a otro, del heredado por la dictadura —un aparato represivo que en la apertura democrática se diversificó y especializó, procediendo sobre múltiples sujetos, incluyendo las minorías sexuales y étnicas—, al terror social y biológico del HIV-sida. Repensar las prácticas de Maresca en el presente ilumina la política del pasado reciente. La obra de Maresca puede entenderse como la imagen pretérita que pasa fugazmente entendiendo la diversidad como el verdadero problema político de la democracia.
De este modo, la estética de Maresca no apunta sólo al sentido abstracto y universal de lo político, sino a lo concreto y múltiple de la vida social, donde la práctica estética comprende lo colectivo como diverso, y parte integrante de la vida cotidiana, los afectos y la intimidad —lo que había sido desplazado, negado y combatido durante años— comienza a manifestarse como elemento fundamental del entramado emocional de toda una época. Recién en la década del ochenta comenzaba a surgir de manera agazapada el problema del otro, lo diferente como un salvavidas que emerge de la clandestinidad, como destino político de la comunidad. Allí también el miedo empieza a traficar su veneno de alcoba, el virus del HIV fue la guadaña fatal que a costa de tanta intensidad —de mariposas nocturnas enamoradas de la luz— se llevó la vida de millones de seres humanos, entre ellos la de Liliana Maresca y la de muchos de sus amigos y colegas: Federico Moura, Batato Barea, Feliciano Centurión, Omar Schiliro, y también la de Alejandro Kuropatwa, Daniel Melgarejo y, recientemente, Sergio Avello.
Existen tres aspectos que resultan fundamentales al momento de preguntarse, lejos de las lecturas coyunturales, a qué apela hoy la obra de Liliana Maresca. Estos tres elementos están íntimamente ligados y se retroalimentan, siendo parte a veces de un mismo cuerpo: la cuestión americana, el esoterismo y la política.
La idea de comunidad es la de un paisaje erosionado por una historia reciente, pero que a su vez está ligada desde la raíz a saberes ancestrales provenientes de la naturaleza y de culturas que habitaron la tierra en tiempos remotos. La vocación de Maresca por ironizar el poder y su mirada horizontal, aunque satírica, sobre lo marginado sacan a relucir un carácter particular en el que se manifiesta nuestra diferencia con respecto a lo que vemos de Occidente sin caer nunca en reivindicaciones u ornamentos indigenistas, pero revelando un desgarro arcaico que nos atraviesa. Son elementos que inspiran a mirar desde una perspectiva latinoamericana la producción de Maresca. No somos lo arcaico, tampoco la Europa occidental, somos el choque de fuerzas de una cultura híbrida.
El esoterismo, en el que se encuentra la alquimia como una de sus ramas, rituales y ceremonias, es un elemento que subyace en cada una de sus obras. Elemento que por un prejuicio innato en la crítica de arte de su época o por cierta vergüenza a los misterios que esas ciencias comprenden no ha sido objeto de un análisis riguroso que pueda darnos nuevas miras no sólo sobre su producción —y su profunda influencia en el arte contemporáneo argentino—, sino también sobre los modos de percibir la realidad que nos circunda.
Y, finalmente, una de las principales virtudes de Liliana Maresca, aquella que articula al mismo tiempo los otros elementos, consiste en su capacidad para gestar relaciones, construir puentes y conectar la diversidad, en otras palabras: crear comunidad. Maresca vinculó a actores, escenas y estéticas difícilmente conectables en el presente: Marcia Schvartz, Martín Kovensky, Omar Chabán, Guillermo Kuitca, Jorge Gumier Maier, Alejandro Kuropatwa, Marcos López, Roberto Jacoby, Eduardo Stupía, Elba Bairon, Alfredo Prior, Eduardo Médici, Tulio de Sagastizábal, entre muchos otros. Maresca ofrecía su casa del barrio de San Telmo como espacio de encuentro abierto a toda clase de iniciativas y proyectos que incluso superaban el denominado hoy “campo del arte”, actitud que mantuvo hasta sus últimos días.
Recolecta formó parte de una muestra que realizó Maresca en 1990. Las cuatro esculturas que conforman la obra representan los cuatro estadios del proceso alquímico de transformación de la materia en espíritu: nigredo, albedo, citrinitas y rubledo. La primera es un carro de cartonero, herramienta de subsistencia del ciruja, que Maresca trasladó de la calle a la sala de exposiciones del Centro Cultural Recoleta. La segunda, su duplicación, un carro de cartonero enteramente pintado de blanco. Y por último, dos miniaturas del mismo carro, una está forjada en bronce y bañada en oro, y la otra bañada en plata. Esta obra, como otras en la producción de Maresca, opera simultáneamente en dos planos, el exotérico, que refiere a la realidad que nos circunda, y el esotérico, un saber oculto y ancestral.
Existe un territorio impreciso que no es ni centro ni periferia. Todo lo que allí transita está proyectado en las tinieblas de nuestra realidad como seres arcaicos y también como ciudadanos. Tras los muros simbólicos de la ciudad, en los límites del cordón urbano, se extiende lo incivilizado, lo indefinido y lo amorfo. Esa gran autopista que rodea la ciudad de Buenos Aires marca la división entre lo urbano, el límite configurador que civiliza, y lo extraurbano, lo ilimitado y amorfo que hay que civilizar porque es la barbarie.
Esa zona, que parece suspendida entre el fondo y la superficie, es donde habita el desplazado; el otro en términos absolutos. Él es quien continuamente recoge, reorganiza y transforma nuestro sedimento, el excedente que producimos como sociedad, en su alimento. En la jerga urbana de la ciudad de Buenos Aires esa figura es denominada “ciruja” o “cartonero”. El ciruja trabaja donde la civilización tira lo inútil, recolectando los residuos del exceso de una sociedad cuya crisis es de sobreproducción. La secreción de la maquinaria de consumo —del sistema capitalista— es recogida por él para hacerla su sustento. La figura del ciruja no es siquiera el último eslabón en las sociedades modernas. Él está en los márgenes y se mueve en (y es) lo desplazado.
Lo desplazado es algo que nos constituye y no queremos ver. Es lo que continuamente aparece desde lo profundo del asfalto y se materializa como residuo colectivo, como la sombra escurridiza que proyecta nuestra realidad en el afán por querer ser y pertenecer al club de lo civilizado. Pero ¿de dónde fue desplazado o desarraigado el ciruja? ¿De dónde proviene? ¿Cuál es su origen? No se puede ser desplazado de un lugar al que nunca se ha pertenecido.
No podemos decir que el ciruja fue desplazado de las sociedades modernas, pues nunca formó parte de ellas, por lo menos en estas tierras. El ciruja no es el inmigrante o extranjero. Es el nativo de esta tierra que viene del interior hacia la ciudad, donde está obligado a sobrevivir de los despojos. Si existe un lugar del que ha sido desplazado el ciruja, no es del proceso civilizatorio, en el que nunca fue considerado, sino más bien de su propio origen. Porque el ciruja es de aquí, y por ende, es nuestra propia negación y nuestra sombra. Y lleva en su carro la memoria antigua de lo absolutamente otro —lo que quedó apartado en el advenimiento del progreso y su lógica civilizatoria—, que aparece de modo ilimitado y amorfo cada vez que miramos hacia el interior. Por eso, la figura del ciruja nos evoca también la imagen malgastada y borrosa de la comunidad desobrada.
Entonces Maresca, al poner el carro del ciruja en el centro del proceso de transmutación alquímica, ubica nuestra negación —que es nuestra sombra y posibilidad— como parte fundamental del proceso de transmutación. En este proceso el ciruja es, a fin de cuentas, el alquimista. Y en ese desplazamiento se reintegra lo absolutamente otro —el marginal, el indigente— al flujo necesario de toda transformación, ya no en la búsqueda de la identidad, sino en el desdoblamiento que implica reconocer nuestra propia sombra como vehículo para acceder a lo común a todos nosotros: no hay identidad posible si no accedemos al otro cuando escarbamos nuestra propia sombra.
En la segunda pieza, el carro del cartonero pintado de blanco —color que para muchas comunidades indígenas a lo largo de América remite a los presagios—, está presente el segundo estadio de la transmutación alquímica que se denomina albedo: inversión y disolución de los opuestos, de la sombra nace la luz. En este estadio del proceso alquímico, la materia se ha diluido y empieza el proceso de evaporación; los opuestos se unen y resultan indiferenciados. Vida y muerte, bien y mal, hombre y mujer desaparecen como entidades independientes y se fusionan en una mismidad. La muerte de la materia supone para el alquimista la muerte simbólica y la abolición del ego.
La última etapa de la alquimia es la rubedo y la citrinitas, donde se alcanza el cuerpo de diamante. Para algunos alquimistas, la rubedo es la última de las tres fases necesarias para transmutar el metal en oro. Y para otros, la citrinitas es una de las cuatro etapas principales para transmutar la plata en oro. Las dos miniaturas del carro de Maresca, la bañada en plata y la bañada en oro, representan la última etapa del proceso alquímico, el Opus Magnum, la creación de la piedra filosofal, con el poder de transmutar cualquier metal en oro y otorgar el elixir de la vida: la inmortalidad.
El uso de la alquimia, entonces, funciona también como una metáfora de la capacidad creativa que tiene el ser humano de producir cambios en su entorno. El poder de reintegrar el sentido de lo colectivo e invitarnos a comulgar que emana de esta pieza de Liliana Maresca es uno de los ejemplos más honestos de la resiliencia en el arte contemporáneo argentino y latinoamericano.
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