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TEATRO

Caravana es un trabajo de exploración, de tanteo de límites. El público es invitado a contemplar el funcionamiento de una suerte de laboratorio en el que se separa a los seres de su ambiente natural, se ejecutan combinaciones y cruces de especies, se testea la reacción de los cuerpos a la variación de los elementos. Así las cosas, se vuelve natural una elección de tono en principio sorprendente: Onofri y González Sola, directores y performers, empujan la danza al terreno de la ciencia ficción, un universo más frecuentado por la literatura y el cine que por las artes escénicas. Este desplazamiento es un triunfo en parte por la inteligencia de la puesta, pero sobre todo porque, como nos recuerda la obra, la danza siempre fue, al igual que la ciencia ficción, una plataforma para imaginar lo que está más allá de lo humano; o, siendo más precisos, un escrutinio de todo lo no humano que puede albergar un cuerpo. En efecto, la danza nunca necesitó de un Spinoza ni del pop filosófico de Deleuze para decretar que nadie sabe lo que puede un cuerpo. Desde sus inicios entre las formas elementales de la vida religiosa, la danza ha dictado esa sentencia de modo práctico, es decir, ritual o escénico. Si la etnografía nos ha enseñado que en la danza ritual la humanidad jugaba a imitar animales y plantas sagrados, la historia y la filosofía (célebremente en El nacimiento de la tragedia) nos recuerdan que en ciertas fiestas y ritos de la Antigüedad clásica el horizonte era superar lo humano y entrar en contacto con los dioses.

La referencia a las sociedades primitivas y a la Grecia antigua no es ociosa, justamente porque Caravana cultiva esa línea de la ciencia ficción que imagina mundos que no sabemos si ubicar en un hiperfuturo irreconocible o en un pasado remoto. De hecho, sería posible leer la obra como un viaje desde el fondo de la prehistoria humana (la precariedad de la vida en las cavernas) hasta la nebulosa de una poshumanidad que apenas atisbamos (el minimalismo de un futuro que ha aprendido a liberarse de lo superfluo). La alucinante música en vivo de Ismael Pinkler confirma rítmicamente esta hipótesis: improvisa una descomposición del tecno en la que conviven los crujidos de la tecnología de punta con la furia percusiva de la piedra. Esto es subrayado por la austeridad de una puesta que parece diseñada por Joseph Beuys, ese artista brujo que conjuró en sus instalaciones un mundo abandonado por los humanos en el que las cosas se imantan de afectos. En Caravana nos reencontramos con materiales de Beuys que sintonizan tanto con Lascaux como con Mad Max: una piel de cordero, un rollo de papel de aluminio, dos parlantes negros que alternativamente se posan o se blanden como rocas, un convoy de tubos de luz LED que en un origen los bailarines enfrentan como límite hasta que aprenden a emplearlos como herramientas.

La trayectoria de los tubos de LED marca el momento euclidiano de la pieza: vamos del cuadrado a la línea recta, pasando por la flecha, para arribar finalmente a un estallido de las formas que nos recuerda que si Grecia alumbró la geometría apolínea, también se encandiló con la ebriedad de Dionisio y la belleza convulsiva de las amazonas.

 

Caravana, dirección e interpretación de Amparo González Sola y Juan Onofri Barbato, El Cultural San Martín, Buenos Aires.

14 Sep, 2017
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