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Me quedaría a vivir en este libro. Sobre la reedición de El llamado de la especie, de Sergio Chejfec

DISCUSIÓN

Trato de pensar en El llamado de la especie en términos generales, y no puedo. Cada vez que alzo la cabeza para abarcarlo me quedo atrapada en una palabra o en una frase que me devuelve a lo particular. Me ocurre como a la narradora de este libro: en su infancia, mientras aguarda la llegada del padre, imagina precipicios en las junturas de las baldosas y en los bordes de los canteros, y desiertos extensísimos en las zonas de indecisión. 

Ya adulta, la narradora reemplaza las junturas por conversaciones como las que tiene con Julio y Estela, la pareja que conoció en el lugar. En el comienzo del libro se refiere a una conversación en especial que la absorbió y, al mismo tiempo, la mantuvo distraída. Pruebo mantenerme distraída en una conversación que me absorbe, imagino que estoy en la casa de Julio y Estela y los observo, no paran de aparecerme asociaciones, vacíos, las junturas se agrandan gigantescamente y las múltiples posibilidades de significación me distraen. Lo anuncia más adelante la narradora: la distracción “a mí particularmente me iría ganando, distrayendo hasta casi transformarme”.

Me podría quedar a vivir en las frases de este libro, descubrir por ejemplo los signos de esa casi transformación que nos promete al comienzo, profundizar en la tensión entre distracción y absorción, o pasarme al tema que conversaron: la importancia que se le da a la gente que llega, y la escasa a quienes se van.

Estoy en un mirador en Barranco. Se acerca un grupo familiar, dos o tres hermanas con sus parejas, niños, perros tratados como niños, y la matriarca teñida de rubia, en silla de ruedas, con la mirada cubierta por unos anteojos de sol, grandes, negros, y la cabeza obstinadamente gacha. Observo a las hijas, sus parejas niños, los perros niños, los niños hijos… En ese momento deciden reanudar el paseo y la cuidadora que empuja la silla se para delante de la anciana y, con un movimiento profesional, levanta su cabeza para mirar hacia adelante. La anciana de anteojos negros espera a que la cuidadora pesque la silla y deja caer la mirada. Me pregunto cómo haría entrar Chejfec esta imagen a un texto suyo. Me intriga la manera inusual en que despliega sus observaciones, tengo la impresión de que en este libro se puede reconstruir el camino que hizo para llegar a esa manera tan particular de relacionar imagen y palabra. Veamos. La escena sucede en el primer pueblo del libro, la narradora pasa junto a la cocina, ve a Julio y a Estela, y se esconde para verlos sin que ellos la vean. Más tarde entra a la casa de forma visible y, cuando le pregunta a Estela por Julio, ella le contesta que a esa hora, como siempre, él todavía no regresa. 

Lo desafiante es lo que Chejfec hace con esta insignificante miniatura. Entra en una vorágine de especulaciones que no encuentra límite —en el sentido de lo que dice John Berger de que para observar es preferible un espacio con bordes—, se adentra en un espacio sin bordes en el que siempre se presenta una capa nueva en la que indagar y, con algo de suerte, develar. 

Esto permite que la narradora llegue a pensar cosas como, por ejemplo, que la mentira de Estela se debe a que “Estela quería robarme a Julio, era capaz de cualquier cosa para conseguirlo. Robar, pese a ser la palabra equivocada, ya que no me pertenecía, resultaba la más gráfica: quería sustraerlo de mi influencia. Si era cierto que no existía nada entre nosotros, el empeño de Estela en ocultarlo representaba un despojo por anticipado”.

Todavía estoy pensando en los planos declinantes de la palabra “robar” cuando viene que “no sólo impedía nuestro encuentro, alguna posible afinidad, tampoco permitía que yo supiera si podía haber algo de bueno, malo, falso o verdadero en Julio”. Ahora que transcribo esta frase me parece oír bien al fondo el tono de una telenovela venezolana.

Me quedaría a vivir en esa parte. 

La distracción me salva, llego al fragmento titulado El otro recuerdo. La narradora cuenta un episodio de su infancia, una especie de accidente opaco que tuvo su padre y que cambió para siempre las costumbres de la familia y la suya. Antes del accidente, padre e hija se sentaban en el extremo del sofá, donde se apoyaban, sentados en el piso, y, mientras ella observaba las láminas, el padre las comentaba. 

“Las láminas no decían nada, eran indescifrables, sólo se hacían visibles a través de las palabras de mi padre”. Copio las palabras: “Aquí se ve un campo de espigas amarillas. Los árboles están al costado; más atrás se distingue la casa. El día es bueno. El sol no brilla demasiado, pero hay bastante claridad”. 

Siento una especie de alivio, aliento y calma; el mundo puede tener un orden, lo que se ve equivale a lo real y esto a lo verdadero. Además, por debajo del comentario del padre está la tradición del comentario en los textos del judaísmo y los cabalistas medievales quienes, por medio de sofisticados procedimientos, alcanzaban verdades profundas y ocultas. Y cuando más adelante la narradora dice que el comentario del padre era una glosa fiel de lo que se veía en las láminas, me siento amparada también por la tradición argentina. 

Me quedaría a vivir en esta fidelidad, en ese momento plácido del pacto entre imagen y comentario, antes de que el escritor se vaya de la tradición y se convierta en un infiel. Y en el origen, la conversación sobre la escasa importancia que se les da a quienes se van.

En la segunda parte de este libro la narradora llega a San Carlos y algo cambia. A la absorción y distracción se suma la relación incomprensible entre imagen y relato, el error, el arrepentimiento, la vacilación, el sueño, la pesadilla, la ausencia de vinculación causal y, por sobre todo, la indigencia, como una superficie en la que aparentemente sólo hay carencias y están las relaciones que mantienen atadas a las cosas, la mayoría de las veces con un alambrito, sueltan sus ataduras lógicas y las decisiones se vuelven ingrávidas.

Me quedaría a vivir en esta zona de indecisión. En ese momento llega la carta del amante de Isabel y la narradora recuerda por segunda vez las láminas que observaba con el padre en silencio. Incluso llega a escribir el comentario que hubiese dicho el padre del lugar en que está; entonces va hacia el borde (siempre hay un borde) de la hondonada y lo arroja.

En la Feria del Libro de Lima me entrevistó un joven lector voraz que comparte los libros que le mandan las editoriales con su novia que vive en Trujillo. Me contó que entre ambos se escriben cartas. Sí, de esas que se mandan por correo. No, no es un personaje de El llamado de la especie. Hace varios años el joven encontró a Chejfec en una feria del libro. “En el grupo habíamos dos que queríamos escribir y él nos regaló un ejemplar de Moral a cada uno, con la advertencia de que eran ejemplares únicos y no circulaban comercialmente”. Su relato me hizo recordar el curso en Casa de Letras al que lo invité a propósito de Lenta biografía, que sólo conseguí en fotocopia; allí Chejfec me dijo algo así como que no se sentía a gusto o cómodo con ese libro. Moral y Lenta biografía son de 1990. El llamado de la especie lo terminó de escribir en 1995. En esos cinco años algo pasó que lo hizo sentirse menos incómodo, tal vez a gusto, con esa forma que descubrió de observar, leer y escribir, en la que “no hay gigantes que lo rescaten del mundo minúsculo, repleto de detalles de fantasía que son sus libros”.

 

Sergio Chejfec, El llamado de la especie, Mar de Fondo Ediciones, 2025, 116 págs.

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