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La adaptación televisiva del relato de Margaret Atwood es la clase de artefacto cultural que, en otras épocas y con otros modos, solía contrabandear Robert H. Heinlein en el terreno literario: parábolas grandilocuentes y crepitantes de las que no podía saberse con certeza si estaban ladeadas (ideológicamente) hacia la izquierda o hacia la derecha, en tanto sus ambigüedades de fondo podían pasar perfectamente por sus mayores virtudes.
La primera adaptación de la novela de Atwood es de 1990 y estuvo signada por inconvenientes de producción y lanzamiento que le ocasionaron una recepción problemática. Escrita por Harold Pinter, inicialmente atribuida al británico Karel Reisz (luego reemplazado por el alemán Volker Schlondorff), iba a contar con el protagónico de Sigourney Weaver, quien se bajó del proyecto (según la leyenda, al quedar embarazada en los meses previos al inicio de la filmación) y fue, a su vez, sustituida por Natasha Richardson, hija de la muy activa en cuestiones feministas Vanessa Redgrave. Robert Duvall y Faye Dunaway completaban el cast de una película que resultó más pequeña de lo originalmente pensado, que hoy permanece casi olvidada y cuya factura artesanal y reducido presupuesto terminaron acomodándola mejor al panteón de la serie “B” que al podio de las grandes producciones de ciencia ficción.
Esta nueva versión, televisiva y en formato serial, grandilocuente, fría y deliberadamente impostada, debe mucho más a esa primera adaptación, sin embargo, de lo que la mayoría de las reseñas han admitido por ahí, y es la clase de trampa ideológica que Heinlein sabía ingeniar como nadie. El retrato de ese futuro cercano en el que, en el contexto de una epidemia de esterilidad femenina, un régimen teocrático instala un sistema de reproducción selectivo, comparte con su antecedente en pantalla grande lo acerado de su puesta en escena y el tono duro, entre distante y paranoico, de las actuaciones. Pero lo que más las hermana, curiosamente, es lo que tienen de diferente con la novela original de Atwood, que tampoco ha resistido demasiado bien el paso del tiempo y hoy resulta un poco obvia y (bastante) panfletaria. Mientras que para Atwood el sexo es lo más importante que ocurre en el mundo (no como acto en sí mismo, sino como ritual de jerarquización o sometimiento), tanto para Pinter y Schlondorff antes como para Bruce Miller ahora la supresión de las libertades individuales (y entre ellas, muy principalmente, la posibilidad de elegir con quién acostarse o con quién no) es un recurso como cualquier otro para mostrar la “decadencia de la humanidad”, aunque la atribución de culpas en el desgaste de esa misma humanidad permanezca siempre en una nebulosa idiosincrásica ciertamente cuestionable. Mientras tanto (y por fuera del debate ideológico), todo se vuelve tan serio que el motivo central del esclavismo sexual podría ser reemplazado por la falta de agua o el calentamiento global sin que por ello se requirieran mayores ajustes en el diseño de producción, en la marcación de los actores o en las posiciones de cámara. Atwood discutía ideas, pero sus adaptadores de ayer y de hoy van a los temas que permiten tratar aquellas, y ahí aparecen los problemas, en tanto el tema resulta aquí tan importante que todas las decisiones estéticas que vayan a ilustrarlo deben, ante todo, ponerse rígidas y, por decirlo de alguna manera, “cuadrar”, en el sentido de que el puntillismo de esta nueva versión es militar, del tipo que podría haberle contagiado un Stanley Kubrick en lo mejor/peor (táchese lo que no corresponda, según el gusto del lector) de su quehacer. The Handmaid’s Tale es un relato spengleriano en sus proporciones, pero lo más inquietante es que, quizás, también lo sea en sus pretensiones. Las figuraciones religiosas, el paisaje bélico, los procedimientos paramédicos aberrantes, todo está diseñado para que el televidente no pierda nunca de vista que está ante un mundo afectivamente arrasado y frente a vidas invadidas por un vacío existencial total, en donde la esfera de la intimidad es atacada y reformateada permanentemente por la voz única, burocrática, totalitaria del “Gran Hermano” voyeur. No se objetan la gravedad y la monumentalidad como decisiones narrativas, pero sí se señala una por lo menos discutible pedagogía del alma histórica del género humano, disimulada entre un acartonamiento escénico que puede pasar por “rigor” en la puesta. En su momento —y quizás sabiamente— Schlondorff había sabido derrapar hacia extremos un poco grotescos y, por qué no, ridículos, quizás cuando tomaba conciencia de que el material que tenía entre manos era demasiado “serio” o trascendental, algo que, incluso, podía achacarse al original de Atwood. Miller parece tan conservador y solemne en lo suyo, que la moral puritana de su distopía termina ofreciéndose como una concepción del arte cinematográfico/televisivo en sí misma, una insipidez sepulcral de tono y forma que puede servir tanto para enfatizar como para atenuar cualquier ángulo espinoso de los muchos que está mostrando esta primera temporada, siempre y cuando la toma de partido no quede nunca del todo clara. Envuelta en ese lujo de quirófano, The Handmaid’s Tale fue recibida rápidamente como un comentario sincrético a esta era de poder personificada en Donald Trump, aunque desde aquí proponemos ser un poco más prudentes frente a una obra que puede pasar tanto como una crítica como una ponderación de todo lo que muestra o describe. Es probable, entonces, que The Handmaid’s Tale sea la primera serie verdaderamente conservadora de nuestra época, cualidad que, por supuesto, ni siquiera tiene que ser considerada como negativa en sí misma.
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