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Un glaciar en un vaso de whisky (1)

DISCUSIÓN

Hay quienes se han puesto a elucubrar que el derretimiento de los hielos del Ártico facilitaría el acceso a las reservas de petróleo del Océano Polar, y quienes vaticinan, entusiastas, que algunas regiones del planeta se verán beneficiadas, en la fertilidad del suelo y en su atractivo turístico, si la temperatura global continúa ascendiendo. Y para quienes se preguntan cómo se podría hacer frente a diluvios cada vez más universales y a una segura elevación del nivel del mar, ya parece existir una solución: diques y rompeolas en puntos estratégicos de Manhattan. Pero nosotros, los seres humanos… ¿Nosotros, los seres humanos? ¿Nosotros quiénes? Por lo bajo se oyen algunos pretextos: “Después de todo, la cosa empezó antes de que yo naciera y terminará cuando ya no esté”; “A fin de cuentas, todos moriremos al final”; “Siempre hubo huracanes y tsunamis”; “El clima es cambiante”.

Pero no puede haber Atlántida en ciudades inundadas, ni El Dorado en yacimientos donde se ha extraído hasta el último gramo de mineral, y donde la sed y el calor antes hacían ver oasis en medio del desierto, hoy no podría haber coloridos hologramas de Dubái o Las Vegas. La época (y Hollywood, con su milenarismo chovinista y la frivolidad con que sus películas más taquilleras buscan explicarles el fin del mundo a los niños) parece imponer una actualización del Libro del Apocalipsis: tras derramar la última gota de petróleo en un cáliz de oro, el profeta rezará por la “tropicalización del mundo” desde su guarida en el paraíso fiscal de la isla de Patmos. Hasta se habla de una reformulación de la teoría del caos, escrita por un beatnik clonado a partir de un cabello de William Burroughs, a quien la metáfora del aleteo de la mariposa le resulta improcedente. En su versión es un anillo de humo que sale de la boca de un canadiense lo que desencadena, al cabo de un mes, un tifón en Malasia. Del otrora llamado “cambio climático” o “calentamiento global” (los anglosajones, por miedo a quedarse cortos, ahora prefieren hablar de “global climate disruption”, que podría traducirse como “perturbación” o “trastorno climático”) hay souvenirs para todos los gustos: desde tarjetas postales 3D que muestran ciudades como Nueva Delhi o México DF con o sin nubes de esmog, hasta esferas de vidrio en las que ya no nieva sobre Londres o París, por más que uno las agite o las voltee hacia abajo.

Se sabe que donde todos son culpables, nadie lo es; paradoja que Hannah Arendt advirtió luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes tuvieron que enfrentarse al horror de los crímenes del nazismo. De ahí que por el cambio climático hoy muchos apunten con el dedo al presidente de los Estados Unidos; y este, al presidente de China; y este, al primer ministro británico; y este, al premier de la India, y así hasta cubrir los más de siete mil millones de seres humanos y sus respectivos grados de separación, si es que la cifra —considerando que más de un millón de personas aumenta cada semana la población mundial— no se queda corta.

“Es demasiado tarde para ser pesimistas”, dice Yann Arthus-Bertrand, uno de los más destacados militantes ecologistas, en su extraordinario documental Home (2009), donde junto a las imágenes más bellas del planeta jamás filmadas, todas ellas tomadas desde el aire, se muestran inequívocas pruebas de la deforestación en la Amazonia, Borneo o Madagascar, del derretimiento progresivo de los glaciares del Himalaya y del casquete glaciar en Groenlandia, de los estragos que provocan la agricultura petrolera y el régimen de monocultivo, del agotamiento de suministros de agua potable en varios países de África, mientras megalópolis como Beijing o Los Ángeles despilfarran sus recursos energéticos.

Una sociedad que quema anualmente el equivalente al plancton acumulado en un millón de años y que recibe del sol, en una sola hora, la misma cantidad de energía que la humanidad consume en el período de un año, no pone en riesgo con su accionar el planeta sino su ecosistema y las posibilidades de sobrevivir en su seno. No se trata, entonces, de “catastrofismo”, pero tampoco de “catástrofes naturales”, toda vez que dichos procesos son en gran medida antropogénicos, es decir, causados por el hombre, y sus consecuencias, enteramente sociales. Más allá de que algunos estudiosos del clima han cometido errores de cálculo que les dieron a negacionistas y detractores la posibilidad de adscribir sus estimaciones a una suerte de futurología apocalíptica, es innegable que el ser humano se ha vuelto una potencia telúrica capaz de interferir con los grandes ciclos del planeta, como se desprende de la teoría según la cual hemos ingresado en una nueva era geológica: el Antropoceno.

En este punto, la crisis de la biodiversidad no es menos alarmante. Vivimos lo que los especialistas llaman la “sexta extinción de las especies”, consecuencia directa de la polución, la ruptura de los ecosistemas, la sobreexplotación de los hábitats naturales y el cambio climático. “Hoy somos responsables de la sexta mayor extinción en la historia de la Tierra, la más importante después de la desaparición de los dinosaurios, hace sesenta y cinco millones de años”, declara el Informe de Biodiversidad Global, presentado durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad que tuvo lugar en Brasil en 2006. Esta vez, claro, no hizo falta la colisión de un asteroide. Y nótese que la reducción de la biodiversidad en lagos, ríos y mares, en la selva tropical y en la sabana, no es un problema de la Naturaleza, para la cual es absolutamente indiferente si las ballenas, los cóndores, los osos pandas o las algas verdes forman o no parte de ella.

 

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