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Un glaciar en un vaso de whisky (2)

DISCUSIÓN

El ser humano insiste en construir una bomba de tiempo dentro del búnker que supuestamente lo protegerá del estallido. Lo que parece estar en vías de cumplirse es la fantasía de Clairwill, uno de los héroes de Sade, que soñaba con un crimen universal e impersonal, cuyo efecto fuera irrevocable y perpetuo. “Amigo mío, esto no se detendrá jamás”, le dijo un día Mengele a uno de sus asistentes. Tal vez no nos estamos dando cuenta de que el mundo está a un paso de volverse fascista de un modo completamente nuevo. A un campo de concentración global, una claustrofobia global; a un crimen de lesa humanidad (no exageraba quien acuñó el término “ecocidio”), una humanidad. El hombre —creía Bertolt Brecht— aprende de las catástrofes tanto como los conejillos de Indias sobre la biología.

¿Y qué será de toda la contaminación, de todo el veneno que hemos vertido, fumigado, incinerado, inoculado a lo largo del tiempo? ¿De qué modo afectará a las futuras formas de vida el efecto residual del homo sapiens? Considerando que las partículas elementales que explotaron en Chernobyl persistirán por un lapso de aproximadamente trescientos mil años, ¿qué estructura temporal debería tener el ente político que asumiera la responsabilidad por lo que se encerró debajo del sarcófago? Por suerte, para los que no creemos en la resurrección, la carne y los huesos son biodegradables. La muerte es lo único que no se extingue. Hasta podríamos hacer el esfuerzo —siguiendo el ejemplo de Diógenes, el filósofo, quien habría intentado dejarse morir reteniendo la respiración— de aprender a inhalar dióxido de carbono y exhalar oxígeno, como las plantas.

La destrucción de la naturaleza que se deduce históricamente de las relaciones de producción industrial se ampara en un tipo de organización social en el que los habitantes de las ciudades suelen creer, como Max Jacob, que el campo es el “lugar donde los pollos se pasean crudos”. Y la necesidad de promover una bioeconomía, de pensar la economía en el seno de la biosfera, hace que algunos imaginen una tercera revolución industrial, olvidando que la primera y la segunda causaron los problemas actuales. Paradójicamente, la no viabilidad del patrón tecnológico-productivo que tuvo su origen en el siglo XIX salta a la vista a medida que las sociedades capitalistas se aproximan a su apoteosis de efectividad y productivismo. Según Serge Latouche, harían falta de tres a seis planetas como el nuestro, con todos sus recursos naturales, para extender el modo de vida occidental al conjunto de los individuos que habitan el globo. Un cálculo para el que seguramente no tuvo en cuenta que solo el 20% de la población mundial consume el 60% de los recursos, y que la mitad de la riqueza está en manos de apenas el 2%.

Conforme la curva de Keeling (como se conoce la medición de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera) se toca con el pico de Hubbert (teoría que corrobora la progresiva disminución de las reservas mundiales de petróleo, al tiempo que predice su extinción), cada vez resulta más claro que el fin no se deberá al agotamiento de los recursos sino a los efectos de su combustión ininterrumpida. De ahí que teóricos como Nicholas Georgescu-Roegen, André Gorz, Hervé Kempf y el mencionado Latouche consideren el “decrecimiento económico” como una posible vía de escape a la inercia entrópica del capitalismo. Críticos del objetivo del “crecimiento por el crecimiento” que alientan la ideología neoliberal y la sociedad de consumo, estos pensadores coinciden en que la preservación del equilibrio ecológico no será posible si no se desacelera la producción de mercancías y su inherente compulsión a comprarlas. Al tiempo que bregan por un nuevo paradigma que tenga la sobriedad, la durabilidad, la simplicidad, la eficiencia, la cooperación y la autoproducción entre sus principales valores, cuestionan la idea de un “desarrollo sustentable” (según Kempf, un arma semántica que sirve “para deshacerse de la mala palabra ‘ecología’, y que tiene como única función la de mantener las ganancias y evitar el cambio de hábitos”). No obstante, vislumbrar otra economía, otras relaciones sociales, otros modos y medios de producción pasa hoy por “irrealista”, como si la sociedad de la mercancía, el salario y el dinero fuese insuperable. Así lo reconoce André Gorz cuando señala que la idea del decrecimiento difícilmente podría encontrar una traducción política. “Ningún gobierno se atrevería a ponerla en práctica —dice—, ninguno de los actores económicos la aceptaría”.

Por lo pronto, conformémonos con que el aumento de la temperatura media del planeta no exceda los dos grados centígrados (teniendo como referencia los valores de la época preindustrial) que los gobiernos de las principales potencias se han trazado como meta. Este es el único objetivo “realista” que se persigue en la actualidad, con las terribles consecuencias que esto de por sí traería aparejado. La temperatura media de la Tierra es de 15 grados, y solo un par de grados bastarían para un cambio radical en el régimen climático. Por ejemplo, son menos de tres grados los que nos separan del Holoceno, de seis a ocho mil años atrás, un período muy diferente del actual; mientras que la temperatura de la era glaciar, hace veinte mil años, sólo era cinco grados menor que la de hoy. Las proyecciones de los científicos no son para nada alentadoras: con estos niveles de emisión, las temperaturas podrían trepar, al final del siglo XXI, entre cuatro y cinco grados. E incluso si hoy se interrumpieran por completo las emisiones contaminantes, el aumento del efecto invernadero no se detendría, ya que este tipo de gases pueden persistir durante décadas o siglos en la atmósfera. ¿Será acaso el “colorín colorado” de esta historia la necesidad de unificar escalas y empezar a medir en grados Fahrenheit los grados Celsius? A pesar de todo, una luz de esperanza brilla sobre nosotros: mientras la Tierra exista, la energía solar será inagotable. Y vaya si tenemos tiempo, ¡cómo no! La extinción del Sol está prevista para dentro de cinco mil millones de años.

 

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