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El fraude perpetrado por el dúo Auster-Coetzee en la Feria del Libro es sólo una faceta vistosa de la estafa que el aparato cultural completo viene infligiendo al público bajo la forma de adulación de la palabra. El 27 de abril, en horario punta, un Auster afable y Caradepiedra Coetzee recorrieron el predio durante unos diez minutos, entraron en una sala con mil quinientos espectadores y, eximidos por su categoría y sus muchas ocupaciones de preparar algo para la ocasión, leyeron en inglés fragmentos de un libro de cartas mutuas (Aquí y allá) que se tradujo al español hace casi dos años; si lo interesante era oír el grano de la voz, encima hubo problemas de sonido. La grey se quedó un poquito insatisfecha con el tamaño de la mercancía espiritual que había comprado. Pero previsoramente el viernes anterior, a página entera de su diario, el Club La Nación había adelantado sus “mejores propuestas para disfrutar en familia”: no sólo un dos por uno en la Feria del Libro sino también descuentos para Mundo Cartoon, Bowling & Co y Plaza de la Fantasía. Esto no menoscaba el valor y la necesidad de ritos comunitarios como la Feria, el roce físico con el prójimo y el papel, el ambiguo calor de la plaza, la camaradería de lectores, editores y autores, ni por supuesto afecta a novelas tan buenas como Verano o las primeras de Auster. Simplemente sugiere condiciones para actuar en un marco del que no podemos salir. Muestra cómo hasta lo más genuino se disuelve en un régimen de captura de la atención que estimula la adquisición del fetiche mientras reemplaza la lectura en bien de la utilidad, la acción por el reflejo y el deseo cambiadizo por la pulsión bruta. El mecanismo es tan absorbente, y tan esencial el rol de la promoción (y no diré que yo me libro), que la evidente preponderancia del Grupo Clarín en la Feria no impidió que la combativa Sandra Russo quisiera presentar ahí su libro sobre La Cámpora, ni que el complejo Biblioteca Nacional-Museo de la Lengua enviara su ubicua escudería a presentar la primera novela de Horacio González. Cierto que González tiene saberes que dar a la reflexión, agudeza para desestabilizar conceptos, y no escatima energía ni concentración. Pero como las prodiga un poco de más, pienso, los esfuerzos se neutralizan entre sí. Es como si las rendijas que se propone abrir en el discurso social sólo dieran paso a una esfera más envolvente de la máquina tecnofinanciera del trabajo continuo y el consumo instantáneo. Cuán poco se puede abrir rendijas de veras ya había quedado patente, no sólo en los sinceros elogios del amor y el cuidado del lenguaje, sino también en las reflexiones sobre todo lo que peligra cuando el lenguaje pierde sospechas y matices, que proliferaron pocos días antes de la Feria en el Festival de la Palabra (de donde varios fueron derecho a la Feria), complementados con juegos interactivos, conciertos y demás atracciones. Por esos días estuve una hora y cuarto esperando en un policonsultorio. De dos docenas de personas en la amansadora, nadie leía ni el Hola, ni atendía al veneno informativo que goteaba TN desde un plasma, ni sabía ya cómo exprimir el celular. Cundía una gran ansiedad por pasar pronto a otra cosa. Casi lo mismo en el colectivo. La ciudad entera dormitaba en un ancho esgunfio que cada cual tomaba como paréntesis entre una obligación y un entretenimiento. La agonía de lo simbólico por empacho de novedades y tareas está demasiado avanzada para que la revierta la mera gestión político-cultural, por buena que sea. Yo noto que tengo cada vez menos sueños misteriosos; poca intriga, todo al pie de la letra. Y a propósito:
No por oír a Macri escupiendo su candor cretino (“qué lindo culo…”) uno pasa por alto que tanto la presidenta como el ministro de Economía de un gobierno empeñado en la justicia social usan tan panchos la expresión “gataflorismo intelectual”. ¿Hay que aclarar que Gata Flora (si se la meten grita, si se la sacan llora) es uno de los motes más infames del idioma de los argentinos? Incluso aplicárselo a un hombre, como pasa mucho, es tildarlo de maricón. Se puede predicar contra el linchamiento, recordar –como bien hizo Cristina– cuánto tiene que ver la masacre con los rótulos verbales, combatir la trata y el femicidio; pero mientras no se dude de cada palabra propia seguimos muy condicionados. Para el cuerpo social sumido en el ritmo digital, las elecciones están sujetas técnicamente a la lógica de la concatenación. ¿No se les ocurre a los militantes verticalistas que tal vez el automatismo del tuit se contradiga con la épica de una sociedad nueva? O para dar un ejemplo de otro polo: como “inseguridad” siga reemplazando a “delito”, decir que RM es una persona muy insegura pronto va a significar que si uno anda con RM por la calle se arriesga a que lo asalten. Y no fulminemos sólo a los medios. Dentro de este campo de realimentaciones, lo mejor para evitar peligros será adosarse a un político, un militante fogoso, un periodista pronunciador de homilías. Esos son gente segura. Pero en el bastidor de “la política”, ¿hay alguien en condiciones de educar para un espectro de sueños distinto? Es en espacios regulados por normas, ritmos y acciones ajenos a la continuidad del poder donde el lenguaje podría avenirse con otras formas de vida, siempre y cuando, en vez de venir dado, el sentido de las palabras sea algo que se avizora, que hay que alcanzar, escrutar y redefinir una y otra vez. Bueno, se abren lugares así todo el tiempo.
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