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5 horas. —Se aleja.
—¿Cómo que se aleja?
—Sí, la Luna se está alejando de la Tierra entre dos y tres centímetros por año.
—¿Cómo se va a alejar si se está cayendo? JPP nos explicó que un objeto que gira alrededor de otro en una órbita en realidad está continuamente cayendo hacia el centro del segundo, por acción de la gravedad.
Pues parece contradictorio, pero se cae y se aleja. De la caída se dio cuenta Newton. Lo del alejamiento fue mucho más reciente, cuando los astronautas de la Apolo 11 que la pisaron por primera vez en 1969 dejaron en la superficie espejitos orientados hacia la Tierra y luego sus colegas midieron el tiempo que tarda un pulso de rayo láser en ir, reflejarse y volver a la Tierra. Ese tiempo aumenta año a año, lo cual evidencia que la Luna se aleja y que, si sigue así, un día nos va a abandonar.
Todo parece indicar que la Luna se formó unos 50 a 100 millones de años después de que se formara la Tierra, es decir, hace unos 4.400 millones de años. La hipótesis más aceptada es que un planeta del tamaño aproximado de Marte, bautizado Tea –por la madre de la diosa Selene–, chocó con la Tierra. El choque fue de costado, al sesgo, y le pegó un porrazo al entonces incandescente y magmático planeta, lo que dispersó su material por el espacio que lo circundaba. Ese material terrestre lanzado al espacio formó la Luna, que en esos tiempos empezó a orbitar a unos 24.000 kilómetros de la Tierra, una distancia mucho menor que la actual, de 384.000 kilómetros.
¿Cómo se sabe que la Luna se formó con material terrestre y que el choque fue de costado y no frontal? La composición isotópica de oxígeno de los minerales que forman la Luna es muy similar a la de la Tierra y distinta de la de otros cuerpos celestes. Eso confirma que es hija nuestra, así como el análisis del ADN de los seres vivos establece con certeza la filiación. La Tierra tiene un núcleo voluminoso rico en hierro y una corteza rica en silicatos. Como el núcleo de la Luna es muy pequeño y la mayor parte de su masa se parece a nuestra corteza, se deduce que Tea nos arrancó mayormente corteza para formar la Luna, y para ello tiene que habernos pegado de lado.
En el momento en que se formó la Luna, los días de la Tierra duraban cinco horas. Un humano habría visto cinco puestas de sol en su subjetivo día de 24 horas, como el Principito de Saint-Exupéry. Paradójicamente, el tiempo de traslación de la Tierra alrededor del Sol era igual al actual, por lo que el año tenía 1.752 días de cinco horas.
Por la acción de las mareas, primero de magma y luego oceánicas, provocadas por la gravedad entre Luna y Tierra, esta última enlenteció paulatinamente su rotación y el enlentecimiento es responsable de que la distancia crezca. Esto se debe a la ley de conservación del momento angular, que es el producto de la velocidad de rotación por el momento de inercia. La magnitud del momento angular del sistema Tierra/Luna no debe variar, por lo que si uno de los factores del producto sube, el otro debe bajar, y viceversa. Como la pirueta de un patinador sobre hielo que se enlentece cuando este estira los brazos formando dos puños unidos hacia adelante, el retardo en la rotación de la Tierra (el patinador) se ve compensado por el alejamiento de la Luna (los puños). Y así estamos hoy, con días de 24 horas que no siempre fueron ni continuarán siendo así, con una velocidad de rotación ecuatorial de 1.600 kilómetros por hora, el doble de la de un avión de línea. En unos 200 millones de años los días durarán 25 horas. El enlentecimiento futuro es inevitable pero no infinito, o al menos no será infinito nuestro testimonio, porque en unos 1.000 millones de años ya no estaremos aquí para registrarlo.
Bertolucci. “Odiava la mia voce ed era innamorato di sua madre”. Así responde la soprano Caterina (Jill Clayburgh), pronta a ingresar al ensayo general de Un ballo in maschera de Verdi en las termas de Caracalla, a la pregunta de su hijo adolescente Joe (Matthew Barry) sobre las razones por las que Giuseppe (Tomás Milián), su padre biológico, había abandonado a ambos cuando Joe era bebé. Es una de las escenas finales de La luna (1979) de Bernardo Bertolucci, película que cuenta la historia de cómo Caterina es seducida por el angustiado, rebelde y heroinómano Joe hasta acceder a la consumación literal del Edipo: hay una imborrable escena en que Caterina masturba a un Joe abstinente, desesperado por una dosis: madre fuente de placer, madre droga. El periplo de Edipo-Joe termina cuando finalmente conoce a Giuseppe y este le da una cachetada que corta el goce y pone las cosas en su lugar. Pero Giuseppe no predica con el ejemplo ya que, más fiel que Joe al mandato edípico, vive con su madre (la bellísima Alida Valli). Con maestría, Bertolucci nos muestra en unas pocas escenas hogareñas que la naturalidad de esa convivencia es más obscena que la masturbación de Joe por Caterina. En definitiva, Joe es un niño en crisis adolescente, mientras que Giuseppe es un adulto hecho y derecho.
La más operística de las películas de Bertolucci propone una hipótesis, una metáfora sobre el origen. Al comienzo, mientras se suceden los títulos, vemos a Joe, con sólo un año de vida, llevado en bicicleta por su mamá. Va sentado en el canasto frontal, de cara a Caterina. Es una noche clara dominada por una inmensa luna llena que brilla a espaldas de Caterina. Ella pedalea por una ruta, al borde del Mediterráneo, y ríe en la penumbra mientras el bebé Joe alterna su mirada entre la luna y la cara feliz de su madre. La blanca luz de la luna (vaya redundancia etimológica) lo somete, lo encanta, lo enamora. Ese amor por la luna quedará fijado en la relación con su madre y explicará este y todos los mitos edípicos. La luna preexistía a Joe, pero también al ser humano y a la vida sobre la Tierra. La luna distante, y ahora lo sabemos, distanciándose.
9 horas. Carl Sagan popularizó la metáfora del calendario cósmico en la que la historia del universo, desde el Big Bang hasta el presente, quedaba condensada en un año. Si asumimos que la función que rige el alargamiento de los días desde la formación de la Luna es una recta de pendiente positiva, podemos inventar otra metáfora que refiera los hitos evolutivos a la duración de los días. Por ejemplo, nadie cuenta que la vida se originó cuando los días duraban nueve horas. Todos dicen que la vida se originó hace 3.800 millones de años, sólo unos 700 millones de años después de la formación del sistema solar y de su Tierra. Nadie sabe si la vida se originó porque el día tenía nueve horas o eso no tuvo nada que ver. Nadie sabe exactamente cómo se originó la primera célula viva. Y quizás nadie lo sepa nunca. Nadie sabe si la vida se originó en otro planeta y las primeras células llegaron aquí en un meteorito. Todos saben que entre su formación y la aparición de la vida, la Tierra era un planeta estéril. Muchos creen que el concepto de esterilidad es cuantificable, que algo puede estar muy estéril o poco estéril. Pocos saben que el concepto de esterilidad, como el de estar embarazada, es absoluto. Algo está estéril o no lo está. La esterilidad es la ausencia de células vivas y esa ausencia era absoluta en la Tierra hasta hace 3.800 millones de años. La primera célula tiene que haber cumplido con las características que definen la vida: capacidad de reproducción y metabolismo. Lo primero es bien intuitivo y no requiere explicación, lo segundo implica intercambiar materia y energía con el medio circundante. La primera célula tuvo que estar provista de una membrana que la limitara y permitiera el intercambio selectivo de sustancias con el medio. La primera célula debió tener una molécula que funcionara como material genético y fuera autoduplicable, y otras moléculas que actuaran como enzimas para permitir el metabolismo. La primera célula no fue la primera célula que dio origen a todos los seres vivos, extinguidos y presentes. Es muy probable que el material genético de la primera célula no fuera ADN sino ARN (ácido ribonucleico) y, notablemente, es muy probable que las enzimas de esa primera célula estuvieran hechas también de ARN. En el mundo de la primera célula no había ni adn ni proteínas, todo lo hacía el ARN. Es lo que hoy conocemos como el mundo del ARN. Pero ese mundo duró poco, quizás menos de 100 millones de años, y dio lugar a una segunda primera célula, esta vez con ADN como material genético y proteínas como enzimas. Y de esa primera, que no era la primera, surgieron todas las demás: las bacterias, los hongos, las plantas y los animales. Es decir, si bien no fue la primera, fue la primera exitosa, la primera con herencia perdurable hasta nuestros días. Y todo indica que no hubo varias primeras exitosas sino sólo una. Sólo una como semilla fundamental de toda la diversidad biológica, definiendo lo que los biólogos denominamos origen monofilético de la vida. Un solo φύλον, una sola estirpe, un solo camino evolutivo, un único tronco con muchas diversificaciones, muchas ramas que fueron brotando a distintos tiempos, algunas que llegaron hasta el presente y otras que aportaron en el camino, marcando extinciones de grupos que ya no vemos sino como fósiles. Un camino con sobresaltos pero con continuidad temporal desde que los días duraban nueve horas.
Lorca. Hace poco aprendí que “polisón” no es una versión ortográficamente errónea de “polizón”. Que cuando Lorca dice “la luna vino a la fragua / con su polisón de nardos”, no se refiere al pasajero furtivo sino al miriñaque que usaban las mujeres en el siglo XIX para abultar sus traseros. Así, la luna de Lorca viene con un bulto de flores tan blancas como ella. Es una luna que viene y se va. A diferencia de la de Bertolucci, que aluna y enamora, esta viene a buscar un niño muerto. Es la negra muerte vestida de blanco, la Jessica Lange de All that Jazz. Antes de morir, el niño le pide: “Huye luna, luna, luna. / Si vinieran los gitanos, / harían con tu corazón / collares y anillos blancos”. Pero el niño muere en la fragua y su cuerpo es raptado por la luna antes de que lleguen los gitanos: “Por el cielo va la luna / con el niño de la mano. // Dentro de la fragua lloran, / dando gritos, los gitanos. El aire la vela, vela. / El aire la está velando”.
Pienso que lo que más me aterra de mi muerte es que dejaré de aprender; los idiomas dejarán de enseñarme sus sutilezas y homologías.
13 horas. Durante más o menos 1.800 millones de años, la vida sobre la Tierra fue exclusivamente bacteriana. Los mares, los ríos y la tierra firme estaban colonizados por organismos unicelulares similares a nuestras bacterias actuales. Si un extraterrestre inteligente hubiera visitado entonces nuestro planeta, no habría visto ningún ser vivo a ojo desnudo. Sólo con la ayuda de un microscopio habría sido capaz de ver las bacterias y, si no disponía de tal instrumento, se habría ido a su planeta con la certeza de que el nuestro era estéril. No obstante, las invisibles bacterias ya habían desarrollado las estrategias para obtener energía y perpetuarse indefinidamente. En efecto, las primeras células bacterianas vivas de aquellos días de nueve horas sólo podían obtener energía degradando las moléculas orgánicas disueltas en el agua en que se bañaban. Esas moléculas eran su único alimento, la única fuente energética para su incipiente metabolismo. El proceso bioquímico por el cual obtenían la energía es la fermentación, que ocurre en ausencia de oxígeno. Es que la atmósfera de entonces carecía de oxígeno gaseoso (O2). Había muchísimos átomos de oxígeno en la Tierra, pero estaban todos combinados principalmente con átomos de silicio y aluminio, formando los minerales de las rocas, o con átomos de hidrógeno, formando el agua. Nada de O2 en el aire y, en consecuencia, nada de respiración celular, sólo fermentación. Pero las moléculas orgánicas fermentables se agotarían a medida que aumentara el número de células vivas que se las “comían”. El agotamiento habría puesto fin al experimento vida, sin piedad ni reversibilidad, de no haber sido porque algunas bacterias desarrollaron pigmentos, como la clorofila, capaces de captar la luz solar y convertir la energía luminosa en energía química, lo cual les permitió fabricar sus propias moléculas alimenticias y reponer las necesarias para la supervivencia de las fermentadoras. Este invento evolutivo, llamado fotosíntesis, produciría una sustancia de desecho: el O2, que iría acumulándose en la atmósfera hasta llegar a constituir el 21% de su composición. Gracias al O2 del aire, surgió el mecanismo metabólico capaz de aprovechar al máximo la energía contenida en las moléculas orgánicas fabricadas por la fotosíntesis: la respiración celular. La serie temporal fermentación-fotosíntesis-respiración celular terminó ahuyentando el peligro de la desaparición temprana de la vida. Pero además, por primera vez la presencia de vida iba a cambiar radicalmente la fisonomía de la Tierra. De ser un planeta con tonalidades grises pasó a tener rocas rojizas, porque el O2 del aire, y sobre todo el disuelto en las aguas de los océanos, se combinó con el hierro para dar óxido de hierro. Es lo que los geólogos llaman el Gran Evento de Oxidación, que comenzó hace 2.500 millones de años, cuando el día duraba 13 horas. De manera secundaria, nuevos minerales resultantes de la oxidación de cobalto, uranio, níquel, cobre, manganeso y mercurio surgieron como consecuencia de la liberación de O2 por la fotosíntesis, lo que dio lugar a piedras multicolores que antes no existían. Esto quiere decir que, indirectamente, la vida cambió la composición de los minerales y rocas de la superficie terrestre, y habría de cambiarlos en profundidad al dar origen al petróleo y el gas.
Mar y luna. Sin luna, los días no se habrían alargado tanto. Sin luna, no llamaríamos lunas a las lunas de otros planetas ni les daríamos nombres de personajes de Shakespeare a algunas de las 27 lunas de Urano: Titania, Oberón, Julieta, Desdémona, Ofelia, Miranda, Porcia y Puck. Sin luna, la luna no bajaría en camisón a bañarse en un charquito con jabón, no andaría sobre la calle Bourbon y nadie se vería obligado a afirmar que no le canta porque alumbra y nada más. Sin luna, Verne no habría inspirado a Méliès, ni este a Scorsese. Sin luna no habría poesía. Sin luna, Borges no habría escrito “Hay tanta soledad en ese oro. / La luna de las noches no es la luna / que vio el primer Adán. Los largos siglos / de la vigilia humana la han colmado / de antiguo llanto”. Ni, más rimado pero no menos profundo: “La luna ignora que es tranquila y clara / y ni siquiera sabe que es la luna; / la arena, que es la arena. No habrá una / cosa que sepa que su forma es rara”. Tampoco Lope de Vega: “Y vos, rebelde y dulce pensamiento / que a un tiempo os engendraste con la luna, / ¿de qué sirve tener firmeza alguna, / pues la mayor del mundo imita al viento?”. Sin luna, Chico Buarque, que humildemente dice que no es poeta sino letrista de canciones, no habría escrito algunos de los más bellos poemas escritos por los poetas. Sin luna, Chico no hubiera narrado el malogrado amor lésbico de “Mar y luna”, los dos ingredientes que fijan el largo de los días: “Amaron el amor urgente / Las bocas saladas de brisa marina / Los cuerpos heridos por la tempestad / En esa ciudad / Distante del mar // Amaron el amor sereno / De nocturnas playas / Alzaban las faldas / Y se alunaban de felicidad / En esa ciudad / Sin brillo lunar // Amaban el amor prohibido / Pues hoy es sabido / Todo el mundo cuenta / Que una andaba tonta / Grávida de luna / Y otra iba desnuda / Ávida de mar // Y fueron quedando marcadas / Por las carcajadas, temblando de frío / Mirando hacia el río, tan lleno de luna / Y que continúa / Corriendo hacia el mar // Y fueron corriente abajo / Rodando en el lecho / Tragando agua / Flotando con algas / Arrastrando hojas / Acarreando flores / Hasta desarmarse // Y se fueron volviendo peces / Volviendo conchas / Volviendo piedras / Volviendo arena / Plateada arena / Con luna llena / A orillas del mar”.
16 horas. La vida sobre la Tierra podría haber seguido siendo por siempre bacteriana, y por lo tanto sólo microscópica, si no hubiera sido por un accidente. Hace alrededor de 2.000 millones de años, cuando los días duraban ya 16 horas, una célula bacteriana, que obtenía poca energía por fermentación, englobó e incorporó a su protoplasma a otra que era capaz de respirar y así obtener mucha energía. En lugar de digerir a la engullida, las dos coexistieron en paz beneficiándose mutuamente, en una asociación conocida como simbiosis. Con el tiempo, la antigua bacteria engullida perdió autonomía y se convirtió en mitocondria, es decir, en un orgánulo encargado de brindarle grandes cantidades de energía. La nueva célula, más compleja que las bacterias, no sólo adquirió mitocondrias sino una serie de compartimentos internos especializados en distintos trabajos, que incluyen el núcleo, destinado a alojar el ADN. Estas células con verdadero núcleo se llaman eucariotas, mientras que las bacterias, que tienen ADN pero no encerrado en un núcleo, se llaman procariotas. La aparición de la célula eucariota permitió no sólo una división del trabajo en su interior sino el surgimiento de organismos pluricelulares en los que la división del trabajo se dio en distintos tejidos y órganos, formado cada uno de ellos por miles de células con diferentes tipos y grados de especialización morfológica y funcional. No obstante, deberían pasar aún 1.500 millones de años desde la aparición de la célula eucariota hasta que triunfaran los organismos eucariotas pluricelulares. Durante ese largo tiempo, las antiguas bacterias coexistieron con eucariotas unicelulares agrupados en el reino de los protistas, probablemente similares a los actuales protozoos y a algunos hongos y algas. Fue un largo, y quizás bastante aburrido período todavía sin bichos, bestias ni plantas.
21 horas. Todo lo que hemos visto hasta aquí sobre la historia de la Tierra transcurrió en el largo eón llamado Precámbrico, que va desde la formación del planeta (-4.500 millones de años) hasta hace 540 millones de años, momento que marca el inicio del primer período de la era Paleozoica: el Cámbrico. En estos tiempos en que los días ya duraban 21 horas ocurrió un evento evolutivo radical, conocido como explosión o radiación cámbrica. Durante un corto lapso, estimado en 20 a 30 millones de años, surgieron todos los grupos de animales invertebrados y también los cordados, ancestros de nosotros, los vertebrados. A partir de un único grupo animal fundador se irradiaron, como un fuego de artificio de múltiples destellos, todos los planes corporales conocidos en el presente: esponjosas esponjas de mar, gelatinosas y ponzoñosas medusas, hieráticos corales, blandos gusanos planos, anillados gusanos cilíndricos, moluscos de tiernos cuerpos con duras caparazones calcáreas, moluscos sin estas pero con carnosos tentáculos, artrópodos con coriáceos y crujientes exoesqueletos, estrellas y erizos de mar, papas de mar y lancetas. Estas últimas formas pertenecen al grupo de los cordados sin huesos, que más tarde darían lugar a los primeros vertebrados: los peces. Robando el concepto a la arquitectura, los biólogos denominamos bauplan al plan corporal. La explosión cámbrica generó todos los bauplanes, las arquitecturas corporales externas e internas, los tipos de simetrías y los sistemas funcionales locomotores, alimentadores y reproductores de los animales.
Evidencia e ilusión. De tanto viajar me convencí de que las fases de la luna se ven igual en todo el mundo. Que cuando hay luna llena en Buenos Aires, la hay también en Ciudad del Cabo, Nueva Delhi o Pekín, y que cuando la luna mengua, lo hace para todos por igual. Que lo que cambia con la longitud es a qué horas sale y se pone, pero no qué fase se ve. Probablemente la intuición nos haga creer lo contrario, quizás influidos por lo que nos dicen los diarios y noticieros cuando hay un eclipse: se verá en la Patagonia o se verá en el norte de África. Pero eclipses no son fases y creencias no son evidencias. Aunque algunas evidencias son meras ilusiones, como sucede, justamente, con la ilusión lunar. Todos hemos visto que cuando pasa por el horizonte la luna se muestra mucho más grande que en lo alto del cielo. El cambio de tamaño no se debe a un cambio de distancia respecto a la Tierra ni a un efecto óptico de lupa generado por la atmósfera, como afirma un mito urbano. En realidad no hay causas físicas ni astronómicas que puedan explicar las diferencias en la percepción del tamaño. Lo que parece ocurrir es una ilusión óptica, una falla en la estimación del tamaño real producida engañosamente por nuestro cerebro. El tamaño de la imagen de un objeto que se forma en nuestra retina es proporcional a la distancia a la que nuestro cerebro estima que se encuentra ese objeto. Si por error nuestro cerebro estima que un objeto de diámetro equis se encuentra a una distancia del doble de la real, la imagen que se formará en nuestra retina tendrá el doble de diámetro. Y viceversa, si nuestro cerebro estima que un objeto de diámetro equis se encuentra a una distancia que es la mitad de la real, la imagen que se formará en nuestra retina tendrá la mitad de equis. Parece ser que cuando vemos la luna en lo alto del cielo, nuestro cerebro estima que está más cerca de lo que en realidad se encuentra y por eso la vemos más chica que cuando está sobre el horizonte. No me convence mucho esta explicación y si así fuera, las fotos tomadas de lunas bajas y altas en el cielo deberían dar tamaños idénticos, ya que la cámara fotográfica no es un cerebro. De todos modos, la luna que el bebé Joe vio a espaldas de Caterina andando en bicicleta tiene que haberle parecido inmensa, tan grande como la cara feliz de su mamá.
De 21 a 23,5 horas. Después de la explosión cámbrica se sucedieron vertiginosamente los eventos que configuraron la biósfera. Hace 450 millones de años, cuando el día duraba 21 horas y 18 minutos, surgieron los primeros peces. Hace 320 millones de años, con un día de 22 horas, los primeros reptiles. En aquellos tiempos la Tierra tenía dos supercontinentes. Al norte estaba Laurasia, que comprendía las actuales América del Norte, Europa y Asia occidental; y al sur estaba Gondwana, que unía las futuras América del Sur, Antártida, África, Madagascar, la península arábiga, India y Australia. Estas dos grandes masas continentales se unieron para formar un solo continente en toda la Tierra: Pangea. Los primeros especímenes de mamíferos aparecieron en Pangea hace 250 millones de años, en épocas de días de 22 horas y media. Hace 150 millones de años, con días de 23 horas y 6 minutos, se desarrollaron las aves y las plantas con flor que poblarían praderas y formarían bosques. Pero el ideal unitario no iba a durar demasiado y Pangea se desmembraría por numerosos sitios, un proceso que fragmentaría internamente las antiguas masas de Laurasia y Gondwana.
Hace unos 115 millones de años, cuando los días tenían 23 horas y media, África y América del Sur empezaron a separarse y en el medio se formó el Atlántico Sur. Los primeros indicios de que habían estado juntas fueron la complementariedad de sus costas, que encajan como piezas de rompecabezas, y el hallazgo de que las rocas de Sierra de la Ventana son idénticas a las de las formaciones montañosas cercanas a Ciudad del Cabo. Luego vinieron otras evidencias más robustas. La separación sigue produciéndose a una velocidad similar a la del alejamiento de la Luna, y es producida por la actividad eruptiva de una cadena montañosa que corre sumergida de norte a sur en medio de los dos continentes. A lo largo de esa dorsal atlántica, del manto terrestre emerge magma que empuja el suelo basáltico del fondo del mar a ambos lados de la cadena. Si se determina la edad de las rocas basálticas del piso del Atlántico, se comprueba que las más cercanas a la dorsal, tanto al este como al oeste, son mucho más jóvenes que las de las plataformas continentales cercanas a las costas de Sudamérica o África. En paralelo, a medida que nuestro continente es empujado hacia el oeste, la placa del Pacífico avanza hacia el este y se sumerge debajo de las costas de Ecuador, Perú y Chile, generando los Andes, continuamente, tanto en otro tiempo como hoy, y causando terremotos y erupciones volcánicas.
Gondwana. Desde chico fui consciente y hasta me sentía orgulloso de pertenecer a Gondwana. Es un poco como reafirmar con Serrat y Benedetti que El Sur también existe. Con tanta soberbia autorreferencial, el Norte nos ignora. Suelo recibir emails de colegas norteamericanos que me desean felices vacaciones de verano en julio. Como a Cervantes, no me subleva la ignorancia sino la necedad: “Las necedades del rico por sentencias pasan en el mundo”.
La realidad de Gondwana aflora en nuestra fauna y en nuestra flora. El ñandú argentino, el avestruz africano, el emú australiano y el kiwi neozelandés son primos hermanos que comparten la tara genética de no poder volar. En nuestros bosques del Sur predominan araucarias y hayas del género Nothofagus (lengas, ñires y coihues) que también se encuentran en Australia y Nueva Zelanda. El radal y el notro del Sur son hermanos de las proteas sudafricanas. Los arrayanes del Nahuel Huapi son parientes cercanos de los eucaliptus australianos, y los palos borrachos de las yungas tucumano-salteñas pertenecen a la misma familia de los baobabs africanos del Principito, tal cual lo demuestra la panza de sus troncos. Gondwana, más precisamente Bariloche, fue la cuna evolutiva de la familia botánica de las compuestas, que incluye las margaritas, el girasol, el alcaucil, la lechuga, las caléndulas, las dalias, los crisantemos, la achicoria y los cardos. Aunque nos parezcan tan autóctonos, los cardos hicieron un viaje de ida y vuelta. Si bien su familia en la lejanía de los tiempos geológicos era de origen argentino, ellos no estaban en nuestras pampas cuando en el siglo XV llegaron los españoles, que trajeron sus semillas mezcladas con las de los cereales. Tan europeo es en realidad el cardo que es la flor nacional de Escocia. La flor nacional de Alemania es otra compuesta: Centaurea cyanus. Es una hierba de flores azules que crece como maleza en los cultivos de cereales. En castellano la llamamos azulejo, en inglés es cornflower (flor de los campos de maíz) y en alemán es una Kornblume o Kornblüte que, con igual significado que en inglés (blüte es el término botánico para la flor, blume es el ornamental), daría permutaciones desinenciales en cada migración de mis ancestros. La biogeografía da cuenta de la tectónica de placas, de la evolución de las especies y del origen de los apellidos.
Casi 24 horas. Los mamíferos seguirían siendo un grupo de animales pequeños y poco diverso si no hubiera sido porque hace 65 millones de años, cuando el día duraba 23 horas y 36 minutos, un inmenso asteroide de 10 kilómetros de diámetro impactó con la Tierra en la península del Yucatán y generó no sólo un gran cráter sino una polvareda que se esparciría por todos los cielos de la Tierra y la oscurecería de tal modo que provocaría la extinción de muchos grupos de plantas y animales, incluidos los más mediáticos: los dinosaurios. Esta extinción masiva dio lugar a la expansión de los mamíferos, que ocuparon muchos de los nichos ecológicos antes ocupados por dinosaurios. En realidad, no todos los dinosaurios se extinguieron, ya que un grupo de ellos son las aves de nuestros días. Mucho más recientemente, cuando el día era 36 segundos más corto que hoy, o sea hace cinco millones de años, vivió el ancestro común a los chimpancés y a los hombres.
¿Cómo se produjo esta sucesión evolutiva? Así como hay ilusiones lunares, hay falacias biológicas nihilistas, como la del huevo y la gallina. No cabe duda de que fue primero el huevo. El huevo de la primera gallina (en realidad, la primera ave) lo puso un reptil; el del primer reptil, lo puso un anfibio; el del primer anfibio, un pez; el del primer pez, una lanceta; y así siguiendo hacia atrás por diversos grupos de invertebrados hasta llegar a eucariotas unicelulares, que fueron originados por células procariotas, y más atrás hasta la primera célula exitosa gracias a que tenía ADN y “sabía” metabolizar. La primera célula fue el “huevo” primordial, el huevo de todas las demás.
Y hace apenas 200.000 años, a partir de un homínido muy parecido a nosotros, que ya cazaba, fabricaba herramientas y enterraba a sus muertos, probablemente en Etiopía, en un día sólo un segundo y medio más corto que el actual, nació el primer hombre anatómicamente moderno, Homo sapiens, la especie de Shakespeare, Cervantes y Chico Buarque, Serrat y Benedetti; la de Borges, Saint-Exupéry y Jill Clayburgh, la de Lope de Vega, Newton y Bertolucci, la de Verdi, Lorca, Méliès, Scorsese, Sagan y la de JPP.
Lecturas. Robert Hazen, The Story of Earth (Penguin, 2012). Nada en este texto hubiera sido posible sin Wikipedia, sin Andrés Folguera por deslumbrarme con la tectónica de placas, y sin Martín Berón de Astrada por desasnarme sobre la ilusión lunar. Algunas aclaraciones: p. 2: “Odiava la mia voce ed era innamorato di sua madre”: Odiaba mi voz y estaba enamorado de su madre”; p. 3: la raíz indoeuropea *leuk-, que significa “brillo”, dio en griego leukos, que significa “blanco” (cf. “leucocito” = célula blanca), y en latín lux, “luz”, que da origen a “lumen” y a “luna”; de ahí la redundancia etimológica; p. 6: Jules Verne escribió De la Tierra a la Luna en 1865, George Méliès filmó Viaje a la luna en 1902, Martin Scorsese filmó La invención de Hugo Cabret (Hugo es su título original) en 2011, recreando parte de la vida de Méliès; p. 7: la traducción al castellano de “Mar e lua” corre por cuenta del autor de este texto y difiere parcialmente de la que el propio Chico Buarque ha grabado en nuestro idioma.
Alberto Kornblihtt es biólogo molecular, profesor titular en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires e investigador superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.
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