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Poptopía 360/24. Apuntes sobre 24 Hours of Happy de Pharrell Williams

DURACIÓNMÚSICA
A fines de 2013, el dúo de videastas Clement Durou y Pierre Dupaquier –alias WAFLA (We Are From Los Ángeles)– fue convocado por el cantante, músico y productor Pharrell Williams para dirigir el primer clip de la historia que dura 24 horas. Se filmó a 400 personas caminando, bailando y haciendo playback de frente a una steadycam, con el hit “Happy” de fondo

 

Pop Life / Everybody can´t be on top / But life it ain´t real funky / Unless it´s got that pop / Dig it.

Prince, “Pop Life”, 1985

 

A fines de 2013, el dúo de videastas Clement Durou y Pierre Dupaquier –alias WAFLA (We Are From Los Ángeles)– fue convocado por el cantante, músico y productor Pharrell Williams para dirigir el primer clip de la historia que dura 24 horas. Se filmó a 400 personas caminando, bailando y haciendo playback de frente a una steadycam, con el hit “Happy” de fondo (una canción que originalmente Pharrell había compuesto para el film de animación Despicable Me 2). La locación elegida fue, obviamente, Los Ángeles: ahí cuatrocientos californianos aparecen en las 360 veces que suena el hit de cuatro minutos durante veinticuatro horas. El mismo Pharrell hace 24 cameos, uno por cada nueva hora. Un site interactivo, 24hoursofhappy.com, contiene el experimento completo.

 

Utopía pop: Poptopía. Un día en la vida en que no se oiga más que una sola canción repetida 360 veces.

 

En ninguno de los 360 clips se oye ruido ambiente. Nada. La ciudad se muestra en un estado de insonorización absoluta. ¿Y si la Poptopía fuera tan insoportable como la tortura de La naranja mecánica? Digamos: ¿oír todo el tiempo una canción que me hace feliz no es tan insufrible como ver imágenes que me martirizan?

 

A las 6 de la mañana de algún día de cierto momento de los ochenta, Jean Baudrillard divisa a un hombre hablando por un teléfono público frente a Beverly Terrace. Los ochenta dijimos: todavía el uso de los celulares no era masivo, por supuesto. Esa silueta sola en una cabina no alcanzaba a aportar el metraje necesario para cortar la horizontalidad angelina. De eso se encargaban las palmeras, “únicos signos verticales de esta geometría plana”.

El mismo Pharrell protagoniza el primer clip de las 6 a.m., liviano gracias a esos shortcitos de jean y a una camisa con mangas cortas y cuello Mao. Pese a esa liviandad, siempre parece estar padeciendo la repetición del playback y la caminata, como si le hubieran tocado las 359 versiones anteriores también a él. Ya da la cara al sol, ya quiebra las rodillas al caminar simulándose un skater, pero esa actitud de “autoempuje” la refleja sobre todo el chasquido de los dedos. Imponerse frescura a pesar de estar rendido. Acaso sea esta la única postura sincera a la hora de encarnar el “pop up” al empezar el siglo XXI. Desierto habitado, el paisaje de Los Ángeles sigue siendo todo lo horizontal e ilimitado que Baudrillard escribió. Una intemperie post-humana atravesada por autopistas, donde toda salida visible, fuera de un transporte, es funcional: pasear al perro, salir a correr. Nadie pasea. Tal escenografía inhóspita pone de relieve que el que anda por ahí bailando “Happy” es alguien puesto, que actúa de ciudadano “loco”. L.A.: fondo blanco ideal para que las coreografías de 24 Hours of Happy tengan lugar en un inmenso no-lugar.

 

6:21:15 p.m. (uno de mis favoritos: el niño negro, sinuoso y tribal). Googleé y googleé, pero no encontré a nadie que se arrogue el récord de haber visto las 24 horas completas, en tiempo y forma, poniendo un día su reloj en sincro con el del video. Será que la contemplación de esa Poptopía Happy 360 (clips)/24 (horas) no es humanamente posible, por los altibajos mismos de la atención y la necesidad de sueño (y demás necesidades, claro, aunque uno se imagina que podría llevarse el iPad al baño, a la cama y a la cocina, sin mencionar la toma de alguna droga como esa para mantenerse despierto en la Provigil que cita Jonathan Crary en su libro 24/7).

Al mismo tiempo ideal y fracaso de la atención perfecta, el 360/24 impone un nuevo sublime matemático adecuado a los tiempos del 24/7.

 

1:48 a.m. (la chica de rollers y sombrero, con procesión de niños atrás). Desde que existe internet, tarde o temprano, la tecnología crea el software necesario para convertir en programa o site una “práctica de la vida cotidiana”. En un punto, se trata de un proceso de institucionalización de lo que Michel de Certeau llamaba en los ochenta el “trabajo de hormiga”, la “segunda producción” –siempre personal e intransferible y a veces clandestina– del consumidor que fabrica un idiolecto de consumo a partir de la lengua que le imponen, con los códigos que la Cultura ofrece. Desde hace diez años, YouTube se instituyó como la plataforma par excellence para el consumidor activo decerteauiano. “Broadcast yourself ” rezaba el eslogan del sitio que teminó formando nuevos arquetipos de producción casera que fueron bautizados fatalmente “YouTubers”. Una de las rutinas más comunes resulta una variación del karaoke de fan: tocar en la guitarra, hacer playback, cantar, bailar, comentar o versionar una que sabemos todos, o casi. Metástasis del remix, semiosis ilimitada de un original: no hay quien detenga esta democratización (el “you too”) del cover no profesional, que pasó de ser un ejercicio íntimo e invisible a volverse público y narcisista. Si el video se viraliza, ni hablar: como la recepción es global, cualquiera en cualquier lugar del mundo con conexión a internet puede verlo y comentarlo. Es el fin de la intimidad intensiva e intrascendente que implotaba en un cuarto, frente a un espejo del placard.

Ya en esta década, las aplicaciones (apps) sumaron más practicidad a la práctica del consumo mediante el prêt à porter del infaltable celular. Un paso más en el proceso biónico que en el siglo XX fue tornando más sofisticados los electrodomésticos, nuestras prótesis inevitables de la posguerra. De YouTube al DubsMash (la aplicación que permite actuar, con todo el histrionismo y todo el lip sync del caso, un audio de voz ajena) se imponen más marcos para ejercer la creatividad artesanal, entrando a la ingeniería voraz de internet, que pide más y más contenidos como en un ataque 24/7 de bulimia. Los formatos demandan actividad de los prosumers (ese mix de productor y consumidor que somos todos cuando subimos algo a internet). En definitiva, de De Certeau al DubsMash, el tiempo pasó y nos fuimos poniendo tecno.

24 Hours of Happy se propone montar 360 “prácticas cotidianas” de las que hoy exige y exhibe YouTube, cuando se trata de cómo hacer cosas con una canción. Como Ryan Trecartin, pero atravesando antes el mercado del pop, Pharrell y los suyos convierten en estética el tipo de broadcasting popular que inventó Google. Finalmente, 24 Hours… encarnó en página interactiva, eligiendo la compu en lugar del museo, a diferencia de Trecartin. Pero ¿cuánto queda de “práctica furtiva y subversiva de la cotidianeidad” cuando ya se han superado castings y órdenes guionadas (con más o menos improvisación y contingencia, poco importa) de directores de video al llegar al pasito y a la mímica? Y eso del casting no es para pasarlo por alto cuando inundan la televisión los programas de talentos con jurado (aquí y ahora, de Bailando por un sueño a La voz). Y, sobre todo, ¿qué diría De Certeau de esta estetización del DubsMash, y antes, de esa “YouTubización” de sus “procedimientos de consumo populares”? Ante 24 Hours, se tiene la impresión de que aquella “actividad de hormiga” decerteauiana se ha profesionalizado a niveles espectaculares.

 

Es triste descubrir que las gestualidades de “cope” se parecen tanto. ¿Cómo llegamos a estos estereotipos faciales? Los primeros planos en las pantallas de los estadios tuvieron mucha culpa. Así aprendimos a morder los labios, cerrar los ojos bajando una ceja, levantar las cejas con la cabeza inclinada, adelantar los hombros frunciendo los labios, etc.

 

De alguna forma, la influencia de la microfísica del poder le permite a De Certeau detectar que la producción de momentos excepcionales en la vida cotidiana, tan promulgada por los situacionistas, ya estaba haciéndose por todos, como quería Lautréamont que sucediera con la poesía. Pero apareció el Baudrillard de “las mayorías silenciosas” para convertirse en la némesis tanto de Debord como de De Certeau. Baudrillard reivindicaba la monotonía total –silencio, anonimato, insignificancia y pasividad de objeto–, que para él había alcanzado el clímax con el éxtasis de las masas, las cuales buscaban defenderse ante el exceso de información y sentidos. (Pensar que cuando se refería a la “obscenidad” todavía no la aplicaba a los reality shows, que hoy ya son género televisivo por temporadas). Con internet cambió todo. Nadie se calla. Ahora el feedback de la opinorrea es eso, puro ruido, que termina por neutralizar las ideas y anestesiar la acción con el Ersatz de la participación en cuotas de comments, que se olvidan tan pronto muta el hashtag. Sin embargo, Baudrillard triunfó en algo contra los situacionistas: en percibir la voluntad de espectáculo de las mayorías. YouTube, Instagram, Facebook, Twitter representan la tecnologización de esa voluntad a escala masiva.

Millones y millones de personas en este momento están editando su vida para que otros la vean en su celular.

Gran Hermano ya es el mapa que coincidió con el territorio. Hoy el espectáculo puede ser hecho por todos.

 

9:48 a.m.: el niño breakdancer. Gusano del oído, tormento, virus, obsesión. En su ensayo Grandes éxitos. La filosofía en el jukebox (2008), el francés Peter Szendy colecciona todos los sinónimos de “canción pegadiza” que encuentra. Corroborando el aspecto colectivo de la peste pop y el diagnóstico personal del contagio, su meta en realidad no es sólo denunciar el gozoso padecimiento de un hit, sino poder explicarse por qué un clisé puede volverse único; semejante bien de cambio mercantil, en un bien de uso con resonancia íntima. A tal efecto, inventa dos palabras-maletas. Una es “reiterrupción”, referida a la capacidad del hit pegadizo para irrumpir en nuestro mundo sin perder impacto, cada vez que es repetido en la difusión pública o privada. La otra es igual de poco agraciada musicalmente, pero a él parece calmarlo su ancla conceptual: “inthimnidad”. Se trata de “una intimidad hímnica, que borra las fronteras entre lo privado y lo público” (“la melodía nacional de nuestro deseo”, en palabras de Proust).

Ahora bien, ¿a qué se debe la “audicción” (este neologismo es nuestro) de un hit? ¿Por qué volvemos a él una y otra vez?

Está claro que el enamoramiento y la canción de amor van de la mano desde siempre, porque por culpa de ambos terminamos doblemente flechados.

El pop enseña a apropiarse de los bienes del mercado, hasta el máximo de incorporación y encarnación. La técnica no es otra que la que Adorno –gran teórico del pop, a contrapelo– condenaba tanto: el fetichismo. La manera en que un detalle o un momento se recortan de la imagen y la personalidad de la amada (la Gradiva) es análoga al modo en que un timbre, una melodía, un ritmo, una frase, una interjección alientan el “fetichismo del oído”, la regresión infantil a un detalle que podría separarse peligrosamente de la totalidad (que nunca deja de ser necesaria ni como fondo, ni como mera burocracia hasta que llegue ese momento, ese sí, escenificando una dialéctica entre cronos y kairós en el interior mismo de una canción). En definitiva, cada “reiterrupción” será efectiva siempre y cuando ratifique la “inthimnidad” de un gran éxito (que no es lo mismo que una canción que gira y gira por las radios como una valija sin dueño).

“Happy” cumple con los requisitos para ser un “gusano del oído”. Y, para colmo, pretende merecer el estatus de una “alegría cantabile” (Lezama Lima), componiendo el Himno a la alegría para archivo del pop. No en vano la canción acompaña peripecias de los Minions, esos cilindros amarillos que parecen cáscaras de huevo Kinder videntes y animadas. Tan amarillos como Los Simpson pero, sobre todo, como el platónico ícono del Smiley que precisamente ilustra la ventana de 24hoursofhappy. com, cuenta la leyenda cinematográfica que este proletariado de uno o dos ojos resultó de una reducción humana hecha mediante una pistola de rayos. Los Minions (¿los “Minimals”?) semejan emoticones o emojis vivientes, quintaesencias de un catálogo sentimental humano puesto en funcionamiento con la menor expresividad en plaza. En este sentido, “Happy” aspira a ser un emoticón de “felicidad” que pueda ser usado por todos.

 

12:40 p.m: cazo a un negro de remera blanca in medias res. Podría parecerme más sexy si no desplegara tanto los brazos (si hasta parece uno de esos muñecos inflables que ponen a la puerta de los estacionamientos). Para peor, saca la lengua constantemente: un perro que corrió demasiado. Ya terminó, ahí viene otro… Descubro que con 24 Hours of Happy, el problema novelesco de cómo describir a alguien se resuelve fácilmente, como si uno tuviera que señalar de apuro a quien acaba de robarle la cartera. “Una japonesita”, “el barbudo de jeans”, “el estudiante con mochila”, “la pelirroja de vincha”, “la morochita con guardapolvos”… ¿Por qué será que aunque vayan al frente como protagonistas de cada clip (en plan “cuatro minutos de fama”), estas personas siempre parecen estar condenadas al fondo de la foto? El video no las ayuda a ser especiales: son estereotipos de “gente”.

 

“Stay” (1960) de The Zodiacs es la primera referencia que me interesa chequear de La historia del rock and roll en 10 canciones, la novedad bibliográfica de Greil Marcus para este año. Ningún ingrediente de ese minuto y medio “tenía algún sentido musical y ni siquiera emocional si se observaba por separado, pero como conjunto hablaban en un lenguaje nuevo”, apunta Marcus. Lo cual es cierto, pero por algo el capítulo se llama “Un nuevo lenguaje”: entonces, ellos, antes, podían sentir que codificaban una emoción en música por primera vez. “Stay” traza la ideofonía de un ruego contra una hoja en blanco. Después, se fueron sumando formas y lenguajes. Después, llegó la posmodernidad y el pop se comió a sí mismo en una serie de pastiches que aún no acaba.

Este año, la manifestación de pop más fértil y fresca se importó de Londres. Nos referimos a artistas reales y avatares como Hannah Diamond, SOPHIE, Q Tip, Kanye West, GFOTY o AG Cook, cuyo género ha sido bautizado “hyperpop” o “pop aceleracionista”. Se nuclean alrededor de un sello online (esta gente jamás compró un disco en su vida), que lleva un nombre por demás significativo, más aún tratándose de “nativos digitales”: PC Music. A caballo de una versión a no sé cuál potencia del pop (digamos, más cerca de ABBATeens que de ABBA), los PC Music eligen identificarse como una compañía comercial, ocupada en crear música para vender sus “verdaderos” productos, entre ellos una bebida energizante. Siempre acelerando el pitch (las voces suenan agudísimas) y el tempo (el bpm es anárquico), las canciones a base de pre-sets remiten a ringtones, ruido sintético de videojuego, jingles, tecno malo, sonidos de juguetes, alarmas, himnos para animé. SOPHIE y los suyos exageran la ternura (lo “kawaii” japonés) hasta la obscenidad, al modo en que Jeff Koons lo hace con sus muñecos inflables. PC Music ofrece música radial lubricada de rhythm & blues, que no rankea ni rankeará en los charts, pensándola como piezas de pop art digital, donde cualquier sentimiento responde a una previa codificación (Cfr. “Broken Flowers” de Danny L. Harle).

Puedo ver “Happy” asomando entre “Stay” y “Broken Flowers”. Por un lado, Pharrell comparte con los Zodiacs el gesto fundante y platónico de cifrar un afecto, con la particularidad de que él busca volar más alto al crear el ur-pop up, el Himno de la alegría definitivo, de transformar la felicidad en canción al punto de que esta contagie el estado al menor contacto. Por otro, en medio de una generación como la de pc Music que se atreve a enfrentar los estereotipos, manipulándolos en su codificación y cosificación, Pharrell prefiere esculpir arquetipos, emoticones en esperanto.

“Happy” pretende dar con el lenguaje (performativo) de la felicidad en términos de canción, como si fuera la primera vez que se intentara y la última que se lograra. Lo que resulta es una pieza de música afroamericana que toma en cuenta sutil y arteramente cada una de las instancias de su historia a lo largo de cuatro contundentes minutos: percusión tribal, armonía de jazz y blues, coro doo wop, ritmos soul de Motown, fraseos de rock ’n’ roll, ingeniería de hip hop, falsete de disco, groove de funk, las interjecciones de Michael, retro soul de los sesenta “destilizado” tipo “Hey Ya!/Crazy/Back to Black/Mercy”, palmas y voces de gospel. A “Happy” no le falta nada para trascender como arquetipo del pop afroamericano (y menos aún a Freedom, el nuevo proyecto de musicalización de un Derecho Humano por parte de Pharrell, que ahí se anima a lanzar un grito de lo más ancestral).

 

Sólo un adepto a Paulo Coelho como Pharrell, al mismo tiempo admirador de Warhol, podía firmar una obra de net-art donde ese subidón de autoestima llamado “Happy” se reproduce 360 veces igual que una caja Brillo en un depósito. Pero elevado al punto Warhol, Coelho podría cambiar de estado. Tras una docena de veces que la canción se repitió en nuestros oídos, al tiempo que vimos desfilar el mismo número de coreografías ad hoc, el foco se borronea, la atención se torna “flotante” y la emoción (“la felicidad”) se disuelve en un afecto más abarcativo, abstracto e impersonal. “Happy” se sublima como ambient music, dejando atrás la molestia de un gusano en el oído. Empezamos a ser seducidos por los bailarines, entonces la música queda en un fondo de desatención reticular (el mood toma el espacio como sahumerio general, mientras los afectos hápticos –la resonancia en el cuerpo– hacen el resto). La canción desaparece, se remixa con los efectos ópticos: la música que resuena de ver bailar.

 

Hace dos años Jay Z pagó para traducir a hip hop la performance de Marina Abramovic El artista está presente. Con 24 Hours of Happy, Pharrell y sus secuaces hicieron suyo gratuitamente el concepto sostén de The Clock (2010), la instalación de Christian Marclay que dura un día entero, compuesta de fragmentos de varias películas donde se ve que la acción ocurre al minuto correspondiente. El pop está apropiándose de procedimientos e ideas del Arte, como si de ready mades prêt à porter se tratara. Kanye West lo hizo con Vanessa Beecroft, por ejemplo. Ese gesto de reciclado es inversamente proporcional al de las vanguardias cuando “elevaron” objetos de la industria cultural a obra digna de museo. En manos de Pharrell, la ingeniería conceptual de The Clock queda reducida a mero principio constructivo, que aspira al Guinness, bruñido por el prestigio.

 

En su novela 10:04 (2014), el poeta Ben Lerner reflexiona sobre The Clock: “Marclay había conformado un supragénero que visualizaba nuestro sentido inconsciente, colectivo, de los ritmos del día: cuándo esperamos matar o enamorarnos o lavarnos o comer”. Por su parte, 24 Hours of Happy constituye un catálogo de formas de bailar “espontáneas”, que finalmente forma un repertorio inconsciente, colectivo, de formas de llevar el cuerpo en Estados Unidos (¿o sólo en esa zona de California?), modeladas por el musical de Broadway y moldeadas por el breakdance. Por lo demás, sorprende que los cuerpos comuniquen “liberación” y “felicidad” secretando tanta “gayness” (alegría con derecho a rosa), sea de hombre o de mujeres. Una soltura que, por más afectada que pueda ponerse de a ratos, no debería confundirse con lo “queer”, porque no deja de verse adocenada.

 

5:35 a.m.: ¡oh, no, tres hombres disfrazados de Minions! Pasada la hora, no puedo más; no puedo más que hacer click en mute. La sinestesia hace su trabajo cuando la canción abandona la memoria. Les aseguro que en silencio los “coreokes” (karaokes con coreografía) se disfrutan mejor, como versiones corporales de una canción que ya no atendíamos de todos modos. Como nos enseñó el joven musicólogo inglés Adam Harper, sólo la ideología “sonocentrista” podría desconsiderar como objeto musical aquello que no suene. Un traje de Devo es parte de la música de la banda y punto, aun cuando no pertenezca al mundo del audio, sino de lo visual. Proyecto de experiencia 360/24: escuchar los bailes como remixes silenciosos. 360 remixes…

 

Bailada de nuevo, la canción vuelve a refrescarse. Montando las 360 “lecturas corporales” del hit, 24 Hours of Happy refracta el género “coreoke”, un consumo musical de intimidad pública, que YouTube puso de moda. Cuando decimos que lo “refracta”, aludimos al modo artero en que el baile al final se nos contagia, como ante un espejo (aquel del estadío que instituyó el psicoanálisis). Mostrarse bailando, verse bailar, ver bailar, bailar por ver: una famosa publicidad de los creadores de 24 Hours of Happy para agua Evian, donde las vidrieras reflejan la versión bebé del transeúnte, expone esta secuencia que juega con la identificación más refleja que depende del imaginario. Uno podría hacer su propio “coreoke” ante la pantalla, mientras sigue los de los filmados. O al menos mover un poco la cabeza, un pie, los dedos.

 

El clásico video 24 Hour Psycho (Douglas Gordon, 1993) suspendía el suspenso del original de Hitchcock hasta la desanimación. Por su parte, la 360/24 de Pharrell, poniendo en escena la “reiterrupción” (sí, 360 veces) y la “inthimnidad” (actuada por 400 personas, inclúyanse Minions y un disfrazado), las pone en peligro. Eso se supone, pero no sucede. Lo que vemos una y otra vez es la confirmación del éxito del hit en las vidas de diferentes personas (en eso, el casting es bien Benetton, claro). La canción es la misma, pero resuena distinta en cada uno, fijate si no. El desafío del 360/24 consiste en poner a prueba la resistencia de “Happy”. Estamos ante la celebración de una canción que se celebra a sí misma hablando justamente de ese tema. “Why?” se pregunta la letra; “Because I’m Happy” , se autorresponde, y así. ¿Acaso la felicidad perfecta no sería la autista? Por eso, el uróboros de las 24 horas le calza perfecto.

 

Decidí que nunca veré al que baile a las 3:45 a.m. Archivismo noumenal: se me dio por inventar esta categoría para nombrar nuestros discos rígidos. “…el hombre debe consagrar su tiempo a producir los medios de comprarse el registro del tiempo de los otros, no sólo perdiendo el uso de su tiempo, sino también el tiempo necesario para el uso del de los otros”. Haciendo Ruidos, Jacques Attali escribió esto en 1977. Casi cuarenta años después, vivimos acumulando no-tiempo cuando bajamos discos y libros y películas que luego no consumimos. ¿Es una forma de inversión, una trampa al destino, una cuestión de fe? Con su 360/24 impracticable, una obra como 24 Hours of Happy se adecua a esta pulsión actual del almacenamiento permanente, del archivo virtual que terminará por ignorarse.

 

5:28 p.m: Jamie Foxx y su hija, por las vías del tren. Dos años atrás, en el MoMA neoyorquino, el artista islandés Ragnar Kjartansson puso en escena a la banda The National interpretando su canción “Sorrow” por un período de seis horas. Esa extensa y extenuante performance quedó registrada en el video A Lot of Sorrow. La oposición “Sorrow”/ “Happy” resulta tentadora para jugar a las diferencias entre los valores promulgados por el rock y los del pop. Asimismo, el hecho de vibrar en masa, gracias a la fuerza y la electricidad del aquí y ahora que transmite un grupo de rock tocando en vivo, podría oponerse al lipsSync, la mímica corporal, la coreografía y las pistas pregrabadas que son tecnologías corrientes en el mundo del pop. Aunque bien mirado, en el contraste pierde The National, porque a la sexta versión seguida de su tema, empieza a notarse que se trata de una actuación, con tanto o más histrionismo que el playback de un hit pop.

 

11:20 a.m.: todos coinciden en que el pelucón vaporoso de este anteojudo rankea alto. Los clips de gente caminando, cantando y bailando por la vereda de los que consta 24 Hours of Happy, así como la situación del film animado Despicable Me 2 musicalizado por “Happy”, todos salvo los que suceden en interiores y sobre medios de transporte, remiten a una escena legendaria de la historia del cine que también tiene lugar en Los Ángeles: la de Gene Kelly bajo una falsa lluvia de agua y leche en Singin’ in the Rain (1952). Este musical, que ata el reflexivo nudo godardiano del metacine envuelto para Hollywood, extrema las condiciones del exterior (un tormentón) para que la alienación del enamorado en su mundo interior produzca mayor contraste. Como Pharrell, Kelly canta “I’m happy”, mientras la lluvia le resbala aunque lo moje. Un policía chaplinesco llega para devolver el orden urbano, pero Don Lockwood (Kelly haciendo de actor de ficción) sigue en la suya.

En esta película que no para de tematizar las teatralizaciones, las puestas, los artificios, los efectos, las mediaciones y los montajes que constituyen el cine, se expone una de las funciones que cumplirá la canción en su uso público: servirá para mantener un “mundo interior” mientras se controla la mala influencia de los estímulos negativos que lleguen desde afuera.

La “poptopía” de vivir adentro de una canción, como en una burbuja protectora, es lo que hoy persigue el consumidor de pop mediante el uso del iPod. Para cumplir con el cuidado de sí, manteniendo el mood y sosteniendo la “self-identity”, en contextos de anonimato y superpoblación, la socióloga Tia DeNora (sic) señala que nos hemos convertido en “disc jockeys de nosotros mismos” cuando salimos a la calle. Como el Kelly enamorado, fluctuamos en la dialéctica entre atención y desatención, entre vida interior y afuera, siempre gracias a una canción que suena en nuestros auriculares y sólo nos habla a nosotros.

En los cincuenta, mientras los situacionistas iban demostrando cómo el entorno urbano afectaba íntimamente a las personas y buscaban técnicas para subsanarlo, el canto-danza callejero de Kelly promovía otra forma de psicogeografía, un soundscape (traduzcamos mal: un “escape sonoro”) que nos permita vivir en la ciudad. Con el walkman, la fuga encontraría la tecnología a su medida.

 

24 Hours of Happy suena a Hedonist Imperative, un manifiesto que escribió el inglés David Pearce hace veinte años, donde augura un futuro sin dolor para la Humanidad, siempre y cuando se entregue a los beneficios de la ingeniería genética. Consultando en la página www.hedweb.com, se puede entender mejor el infierno que en realidad significaría vivir en estado 360/24. ¿La sonrisa de Buda o la de Alex al final de La naranja mecánica?

 

Una mañana de abril de 2014, mientras Courtney Ann Sanford iba conduciendo por la ruta Business 85 de High Point, en la radio anunciaron “Happy” de Pharrell Williams. Eran las 8:31. Con una mano al volante, tanteó el celular en la cartera. Varios clicks después, habiendo llegado a Facebook, virtuosamente empezó a tipear con los dedos de la mano derecha. Al mismo tiempo, manejaba y tarareaba. “The happy song makes me HAPPY!”, logró subir al ciberespacio, lo que redundó en 10 likes y 1 comment. El posteo quedó fechado a las 8:33; el llamado a la policía denunciando el choque, a las 8:34. Entonces la canción aún sucedía, pero ahora en la cabina del camión contra el cual Courtney había perdido la vida. Murió manteniendo una sonrisa. Tenía 32 años.

 

 

Lecturas. Jonathan Crary, 24/7 (Paidós, 2015); Peter Szendy, Grandes éxitos (Villaboa, 2009); Theodor W. Adorno, Disonancias (Akal, 2009); Jacques Attali, Ruidos (Siglo XXI, 1995); Brian Massumi, Parables for the Virtual: Movement, Affect, Sensation (Duke University Press, 2002); Tia DeNora, After Adorno: Rethinking Music Sociology (Cambridge University Press, 2003); Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano 1. Artes de hacer (Universidad Iberoamericana, 2000); Jean Baudrillard, América (Anagrama, 1987); Sadie Plant, El gesto más radical (Errata Naturae, 2008); Greil Marcus, La historia del rock and roll en 10 canciones (Contra, 2014); Adam Harper, Infinite Music (Zero Books, 2011); Marek Korczynski, Songs of the Factory (Cornell University Press, 2014).

 

Pablo Schanton es crítico de música y periodista cultural. Trabaja como editor en el diario Clarín y en el site Otra Parte Semanal.

1 Oct, 2015
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