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Un año sin primavera. Apuntes sobre el tiempo que hace, la poesía y una educación por las coincidencias

DURACIÓNLITERATURA
Amanece el 10 de junio de 2015. Más allá de los vidrios empañados, nubes irresueltas se estiran en un cielo del color del pomelo rosado. Ayer llegó un mensaje de Chris Andrews. Como siempre en nuestra correspondencia, mitad inglés australiano, mitad español porteño, no falta un comentario sobre el tiempo.

 

— Amanece el 10 de junio de 2015. Más allá de los vidrios empañados, nubes irresueltas se estiran en un cielo del color del pomelo rosado. Ayer llegó un mensaje de Chris Andrews. Como siempre en nuestra correspondencia, mitad inglés australiano, mitad español porteño, no falta un comentario sobre el tiempo. Es que entre el clima de Sidney y el de Buenos Aires hay una consonancia. Esta vez él dice: “Hace unas semanas hice un viaje a Inglaterra y la diferencia de weather entre Londres y Sidney me dejó aturdido dos veces: la primavera ahí llegaba muy tímidamente (con unas pocas flores, hellebore, daphne), mientras que aquí este otoño es luminoso y tibio, de timidez nada, con las grandes flores púrpuras de la Tibouchina lepidota”. Al final agrega:“El weather es mucho más que el tema obligado de los anglosajones reticentes”. Me consta que en la poesía de Chris el tema es constitutivo. En Buenos Aires este otoño es algo pusilánime: el frío se atranca en una larga tibieza, las hojas caen por turnos heridas de un pardo sucio y el ginkgo de la vereda de enfrente tarda en amarillear.

— Esto empezó el año pasado con un fastidio atrabiliario con la palabra inefable, que, justamente porque sugiere algo que supera todo lenguaje, nunca se sabe bien qué significa –y sin embargo es tan abusada por retóricas de altura media. En estos casos no hay como consultar a los que saben. Curtius, por ejemplo. En el imponente Literatura europea y Edad Media latina, dentro del análisis de los núcleos temáticos que permitirían organizar la literatura occidental, está el capítulo “Poesía y retórica”. Uno de los apartados empieza así: “Este tipo de tópicos, que yo llamo ‘lo indecible’ (Unsagbarkeit), tiene su origen en el hábito de ‘insistir en la incapacidad de hablar dignamente del tema’, que desde Homero ha existido en todas las épocas”. Indecible es la palabra que eligen los traductores de la edición de FCE (1955), pero en mis diccionarios la primera acepción de Unsagbarkeit es inefabilidad. En estas precisiones andaba cuando vi que se había traducido La música y lo inefable. El libro de Vladimir Jankélévitch es un ensayo sobre las fuentes o causas del poder de encantamiento de la música y en un pasaje se detiene en un deslinde. “Lo indecible es la noche negra de la muerte, porque es tiniebla impenetrable y el desesperante no ser, y también porque, como un muro infranqueable, nos impide acceder a su misterio: indecible, pues, porque sobre ello no hay absolutamente nada que decir, y hace que el hombre enmudezca. Lo inefable, por el contrario, es inexpresable por ser infinito e interminable cuanto sobre ello hay que decir. Lo inefable, gracias a sus propiedades fecundadoras e inspiradoras, actúa más bien como un hechizo y difiere de lo indecible tanto como el encantamiento difiere del embrujo”.

— Era agosto de 2014. Graciela, mi mujer, tenía una beca de la Universidad de Columbia y nos íbamos a Nueva York por cuatro meses. En Buenos Aires se había desatado una ola de calor impertinente. Veintitrés grados, alta presión, asfixia bajo las frazadas, una encubierta amenaza arbórea de brotes prematuros que iban a malversar la desolación invernal. En las conversaciones sobre el tiempo arreciaban las alarmas sobre el cambio climático. Buenos Aires se tropicaliza. Era un parloteo entusiasta, como si por unas veces fuera imposible regodearse en el reuma, el sistema linfático o el yo anímico sin explayarse en el aire, las plantas y las apuestas sobre el embarazo de las torcazas. El 25 de agosto cambió el viento y de golpe refrescó antes de lo que anunciaban los pronósticos. En el mercadito del barrio noté no tanto burlas a los meteorólogos como un festejo por la irrupción de lo inesperado. No es que hubiera irrumpido, claro. La atmósfera tiene su estilo, sus arrebatos dionisíacos. Los cambios de tiempo son arritmias escandalosas en la pauta del tiempo crónico. Uno es sucedido. Asombro, confianza, contrariedad o desconcierto. Se activan conexiones en todos los sentidos.

— La víspera de la partida llegó el segundo libro de poemas de Chris Andrews, Lime Green Chair (Silla verde lima). Aunque me pareció mejor leerlo bien a la vuelta, vi que el primer poema se llama “The Mist Lifts”, Se alza la niebla. Yo no estaba en condiciones de explicarme qué es lo que no puede decirse, pero tenía mucho que pensar sobre lo que no se deja decir y provoca interminables intentos de decirlo de todas las formas. Tal vez conviniera interrogar al tiempo atmosférico, aunque más no fuese para detectar alguna verdad en la esencia de las preguntas.

— Por lo pronto el alemán diferencia entre Zeit y Wetter, el holandés entre tijd y weer y hace poco me enteré de que el árabe entre zamn y alyauw o taqs. El inglés tiene time y weather. Pero, lo mismo que en otras lenguas romances, en español hay una sola palabra para designar el tiempo como sucesión de momentos y como estado del aire; por eso a veces tenemos que decir que el clima está pesado. Técnicamente, sin embargo, hay una diferencia de escala: tiempo designa el estado de las variables atmosféricas (temperatura, presión, humedad) en un lugar y un momento determinados; clima habla del promedio de esas variables en el mismo lugar durante un período extenso, por lo usual treinta años. Es una confusión de grandes proporciones, pero no tan graves como el recorte radical de la experiencia que impone de facto el gobierno del tiempo. Al que se suman los deslizamientos gramaticales. Hace un lindo día. ¿Lo hace alguien? ¿Se hace el día a sí mismo? Todavía está por resolverse si el modo neutro indica una falta total de sujeto, un acatamiento de la inmanencia, un feliz vestigio de animismo o la ronda espectral de un hacedor trascendente. Llueve. Hiela. Truena. No es lo mismo que está lloviendo. Para distanciarme del tictac, opté por usar el tiempo que hace (como los franceses) y programé unos ejercicios de observación atenta.

— Llegamos a Nueva York el 26 de agosto. Temperatura: 90° Fahrenheit, unos 32° Celsius. La calima mordisqueaba las articulaciones ya irritadas por el viaje y la carga; en los bares, una refrigeración ostentosa petrificaba las contracturas. En un período largo, no hay modo de ignorar que Nueva York es muy húmeda; los tejidos habituados a Buenos Aires se quejan de no encontrar otro aire. Pero vivíamos a una cuadra del borde norte del Central Park y la vegetación, en ese momento en apogeo, iba a acallar las quejas con una minuciosa ópera del pasaje polícromo de las estaciones. A mediados de septiembre el calor no había cedido. Ventanas abiertas, zumbido de aire acondicionado, regatón, bachata, rockabilly, un estudiante de piano, bebés, urticarias; cubanos jugando a las cartas en la acera: sólo las lluvias iban a desalojarlos. El cuerpo tomaba nota.

— En la segunda mitad de septiembre adelantaron la hora. Se instaló la tumefacta combinación de anochecer temprano y temperatura dudosa, aumento de la presión laboral y ajetreo de colegios. El diario aconsejaba no subestimar el Trastorno Afectivo Estacional. Gente en short y gente con pulóver. El tiempo que hace ponía de lado los dilemas verbales porque más allá de las descripciones, informes y pronósticos, más allá de “las modulaciones del corazón”, se acusaba en las ropas, la sangre y el cuero.

— En las charlas sobre el tiempo que hace se combinan ecos de divulgación científica, indicios de lo imprevisible y señales de la vaguedad del sí mismo. Cuando son de circunstancias se atienen a clisés, pero si pueden alargarse crecen en placer y sintonía con el aire, a la vez que transportan información más honda: formas de ser, ángulos de mirada, detalles de la fisiología, la propiocepción. Intentos de trascender las qualia, las cualidades subjetivas de las percepciones individuales, que según Daniel Dennett son intrínsecas, privadas e inefables. Como cuando Celso, el dominicano del lavadero La Clara, no logra definir el naranja de las hojas, o comparar sus sabañones con los de la madre. De esas excursiones sin fin al afuera uno vuelve con necesidad de otras palabras. El tiempo que hace, dice Barthes, tiene una carga existencial: “pone en juego el sentir-ser del sujeto, la pura y misteriosa sensación de la vida”.

— 18 de septiembre. La nueva muestra de David Hockney se llama The Arrival of Spring. Trata del fin del invierno y los primeros atisbos de primavera en Woldgate, East Yorkshire, donde en 1952, a los quince años, Hockney trabajó en una granja. Hay cinco carbonillas de escenas del pueblo y una serie de impresiones de dibujos en iPad, cada uno sobre un día específico entre el 1 de enero y el 31 de mayo, detalla sostenidamente el paso de las estaciones. “Tuve que esperar a que sucedieran los cambios. Algunos dibujos estaban demasiado cerca de los previos y comprendí que debía ser menos impaciente. Tenía que esperar a cambios mayores. Eso me hizo mirar con más rigor lo que estaba dibujando”. El almanaque se reescribe signo a signo en el tiempo que hace, y para el espectador la duración se trueca en saltos de temperatura física; cuando en la obra despunta el sol, en la sala él se saca el pulóver.

— Domingo 21 de septiembre: Marcha de los Pueblos contra el Cambio Climático. Apretados a lo largo de Central Park West y los alrededores de Columbus Circle, se encolumnan organizaciones estudiantiles y movimientos ácratas, indios peruanos e indios sioux bailando en traje ceremonial, científicos enarbolando pizarrones, víctimas del huracán Sandy agitando salvavidas, una banda de bronces de Nueva Orleáns, ceñudos trabajadores metalúrgicos, un movimiento de madres por el futuro y otro de abuelos por sus nietos. Son 310.000 manifestantes, el gentío más denso reunido hasta hoy bajo consignas como No hay planeta B, Trabajo, Justicia, Energías limpias o Frenemos a los consorcios petroleros. La marcha es una fiesta de algarabía rabiosa. Cuando las columnas entran en la Avenida de las Américas bajo un cielo plúmbeo, sin embargo, las moles de los consorcios las reciben con una sequedad inmutable, y hasta con fluorescentes encendidos en oficinas de trabajo sin tregua. Ese mundo –no sólo ese– vive en un tiempo inconmovible. Pero las columnas de la calle vocean el derecho a la existencia. Lo que está en juego no es sólo la supervivencia de la Tierra, sino la de una parte incalculable de la vida en su versión terrestre y una escisión más brutal entre los que tienen y los que no. La contracara de la marcha del 21 es el éxito mundial de los programas de información meteorológica. Los más vistos son del género Weatherporn, Pornotiempo, en sus tres versiones. Está el mero sensacionalismo de Fox tv o el sitio Resistencia Límite: diabólicas rachas polares, tormentas locales con nombres mitológicos, escombros en Haití, mujeres que profetizan tsunamis, niños ateridos, mapas con sinusoides y vacas moribundas en montaje de horror movie. Híbridos de meteorólogo y comediante de a pie presentan el taimado blablá negacionista en falaz empate con la teoría del cambio climático, y en vez de cambio climático insisten en hablar de calentamiento global. Nadie que profundice en las causas de la sequía mortal en California o ese calor indecente en las últimas Olimpíadas de Invierno en Rusia. En el programa de Charlie Rose, la eminencia de la física Michio Kaku se suma descaradamente al show: un vórtice polar, enseña, es como “un baldazo de aire frío arremolinado”. Rose ríe. Sí, ¿pero se puede hacer algo con la situación en general? “Bueno, en cierto modo parece irreversible, así que habrá que acostumbrarse a una nueva normalidad”. En la versión porno blando, TV México destaca con la jocunda Angie González, que en minicuero negro, meneando la melena entre sonrisa y pucherito, anuncia sol para el sábado pero previene severamente de los fríos matinales. Más arriba están las estrellas del hardcore como la colombiana Marilyn Otero Fernández, que se desnuda escandalizada, hasta la raya del culín, ya se avecine mucho calor o algo de frío.

— Michel Serres hace hincapié en la historia de la pugna entre la razón mecánica –con su ciencia de las probabilidades y la medición precisa del tiempo y las trayectorias– y la imprevisibilidad del tiempo atmosférico y las vagas previsiones del barómetro; entre la ciencia de los astros y la de los meteoros. Lo que se dirime es un conocimiento del futuro integral o fragmentado, ninguna bagatela en términos de sociedades. Serres insiste en que hay que pasar del método deductivo y la ciencia global a la confección de atlas transitorios. Invita a leer un mapa meteorológico cualquiera antes de que lo borronee la cháchara: “La rotación de la Tierra, ligada a los caprichos de su relieve, fosas y prominencias repartidos de forma aleatoria, engendra en el aire turbulencias, algunas de las cuales giran en un sentido y otras en el contrario. Por otra parte el Sol calienta mares y continentes, y los enfría cuando desaparece, con cadencias diferentes, los sólidos más despacio y los líquidos más deprisa. Esta desigualdad de temperatura desencadena otras turbulencias, que aparecen y desaparecen periódicamente. Las masas de aire frío y caliente responsables de los intercambios entre los polos y el Ecuador se desplazan erráticamente; cuando se encuentran, del enfrentamiento surgen nuevas turbulencias que el viento, raudo, empuja hasta deslizarlas entre las anteriores, más amplias”.

— Octubre. Pese a todo, la inercia de las estaciones trae irreprochables mañanas de otoño. En el nácar lijado de días más cortos los árboles se preparan para vivir de lo que fabricaron durante las fotosíntesis del verano. A medida que desaparece la clorofila, las hojas pierden verdor. El follaje va del amarillo margarina al ámbar anaranjado, del bronce al borgoña. El arce japonés, que ya en verano era escarlata, se vuelve púrpura porque retuvo glucosa. Racimos de frutos pálidos cuelgan de los fresnos. Pertinaces hojas perennes conservan el tono aun cuando las arranca una tormenta. Hojas en las aceras, remolinos de hojas a la zaga de los coches, hojas húmedas pegadas a los muros marrones de arenisca, fragmentos de pergamino de hojas en los rellanos, hojas pegadas a las suelas. Estornudos, vuelo de gorras de lana. Consideremos a Wallace Stevens: lo imperfecto es nuestro paraíso.

— Palabras imperfectas para la imprevisibilidad de la atmósfera: una forma poliédrica, una ilusión de volumen lo bastante lábil para captar todo lo que sucede en un momento; afinación, sincronicidad. Ahí late el siempre herido deseo de tomar contacto –y en el contacto perderse. Antes que nada está la atención (“la plegaria del alma”, dice Benjamin que dice Malebranche). El paradigma de la atención sería el haiku. “Aprende sobre los pinos / del pino. / Sobre bambúes del bambú” (Basho). Como tantas cosas, Barthes lo vio antes: “El haiku es una notación fugaz, suele intentar situarse en el límite discretamente sorprendente entre el código (la estación) y el tiempo que hace (recibido, hablado por el sujeto): despertares precoces de las estaciones, languidez de estaciones que mueren: que producen falsas impresiones: el discurso, ¿no es acaso la falsa impresión de una lengua? Y al mismo tiempo, la lengua, ¿no es la que falsea al sujeto? (Toda ley falsea al sujeto). Contradicción dramática en la cual estamos condenados a debatirnos”.

— No es sólo que los movimientos del aire no cesen nunca ni dejen de envolver la Tierra, las cosas, los cuerpos y la conciencia; es que el tiempo que hace arrebata la vida breve para los ciclos de muerte y renacimiento; y sume el cronos homogéneo en el accidente. Considerando que ya estamos en el Antropoceno, primer período geológico en que los mayores cambios en la condición de la Tierra los causa la actividad humana, el TQH es la cifra del ser ahí con los demás; en el cogollo de temporalidades que es cada conciencia, una pulsación de ritmos volubles (que llega al escándalo). No somos ajenos a la amoralidad de los meteoros frente a las expectativas que depositamos en la hoja de ruta de las estaciones. Hace treinta y seis años James Lovelock advirtió que es afectando el entorno como la vida fomenta y mantiene condiciones adecuadas para sí misma. La atmósfera y la parte superficial de la Tierra se comportan como un todo cuyo constituyente característico, la vida, se encarga de regular condiciones esenciales como la temperatura, la composición química y la salinidad de los océanos. Ese todo es un sistema homeostático, es decir tendiente al equilibrio, y Lovelock lo llamó Gaia, por la diosa griega Gea, Gaia o Gaya. Bruno Latour anota que, como ya comprobamos, de la reacción de Gaia contra lo que le infligen los humanos no se puede esperar indulgencia.

— Pespuntes del tiempo que hace se notan en la tela del tiempo que pasa. A fines de octubre la temperatura baja a 49° Fahrenheit, algo menos de 10° C. El muchacho sirio del deli de Columbus y 106 no da abasto para despachar cajas de Advil a hindúes moqueantes, aunque los americanos también estornudan. Los más aclimatados son los negros. Aparecen sacos de paño y hasta guantes livianos; una sociedad de la abundancia se revela en un porcentaje alto de ropa de media estación. Cierto que acá la amplitud térmica entre verano e invierno es enorme. Sin variar un sólo ingrediente, el menú flamígero del Curry King paquistaní gana conveniencia. Las células queman más; piden otro combustible. La piel, susceptible, amaga erizarse. Se hinchan menos los pies. En el súper sólo amplían la oferta de sopas precocidas: chowder, minestrone, trigo burgol con zapallo; porque damascos, sandía, alcauciles y carne o pescados de cualquier latitud los neoyorquinos tienen en cualquier época del año. La transformación de los alimentos en commodities mundiales anula en el consumidor toda noción de la agricultura.

— Hoy al atardecer, vista desde Battery Park, la Estatua de la Libertad no lograba zanjar una discordia entre vientos. Era como si una tormenta faltara a la cita. Nubes cónicas oscilaban en el aire, teñidas de lila por una luna apenas menguante. Las nubes son un problema. Blanquecinas, parturientas, algodonadas, filamentosas, amoratadas, fulígenas, oblongas, raudas, pachorrientas, funestas (y el cielo: azulejado, ¡marmóreo!). Sin olvidar que hay cuatro grandes categorías: cirros (penachos en forma de escobilla, compuestos por cristales de hielo); estratos (extensas capas nubosas que a menudo traen lluvia continua); nimbos, nubes capaces de descargarse en precipitaciones); cúmulos (nubes hinchadas de base plana que cruzan el cielo de verano). Como también esta terminología fue asimilada por la lengua franca del pornoclima, una experiencia que merezca el nombre sólo puede obtenerse de un lenguaje que no resigne ni la tipología estructural, ni la tradición de la filosofía natural ni procedimientos de estéticas muy diferentes (entre sí).

— En una librería de Bleecker St. me hago con The Weather, poemas de la canadiense Lisa Robertson. Antes de leerlo ataco “The Weather, a Report on Sincerity”, un ensayo suyo publicado en DC Poetry que empieza así: “Me interesa el tiempo que hace. ¿A quién no? Nos arreglamos para la atmósfera. Diariamente solicitamos de nuestras madres el pronóstico para el cielo. En concordancia elegimos el atuendo; como banderas o veletas, significamos. Pero también me interesa el tiempo que hace porque el desplazamiento cultural me ha mostrado que el tiempo que hace es una retórica. Más aún, es una retórica de la sinceridad que cae en un demótico calmante, familiar. Se expresa entre extranjeros amigables. Te hablo. Preciosa mañana. Tú me hablas. Se despejó la niebla…”. Pero la sinceridad, y esto Robertson lo rastrea en la historia de la poesía romántica, ha generado una retórica sucedánea que la solidificó en exuberancia y confesión. De modo que los poemas de The Weather prefieren los verbos impersonales o la primera del plural, como un intento de constituir una persona todavía indefinida, lirofóbica y sin duda cambiante, profanadora, capaz de disfrutar del clima como un continuo de condiciones y modificaciones. El objetivo es “infiltrar sinceridad”; no disolverla en escepticismo crítico, sino devolverla al juego de lo idiomático, de la escala, al goce de las intensidades. Sacar al clima del lenguaje de los departamentos gubernamentales de agricultura y guerra. “En parte, lo que yo quiero preguntar es qué otras ideologías puede absorber la retórica del tiempo. ¿Puedo hacer que absorba ideologías incorrectas?… Un sueño loco de paridad debe tener su propio clima y ese clima siempre tendrá por estructura una inconmensurabilidad inagotable”.

— The Weather consiste en siete prosas sobre los respectivos días de la semana, cada una seguida de un poema breve como una perdigonada de sentidos. Es una poesía de una sonoridad fantasiosa, frontal, percutida de iteraciones. Traducir un poco de “Lunes” ya es un quebradero de cabeza: “El primer credo de todos es el paraíso. Un medio tan maleable. Un tiempo no muy largo. Una transparencia causada. Un transportador de ruptura. Un transporte sutil. Poco y raro. Hondo en la mañana opulenta, regiones de dicha, duro y delgado. Escaso y poco. Cotidiano y templado. Nuevo comienzo en el reino de la atmósfera, que circunda la sólida tierra, el globo terráqueo que sube y canta, elevado y endeble. Radiante y candente. Carne y matiz. Nuestros cielos son invenciones, duraciones, descubrimientos, citas, remedos, buenos y grandiosos. Bueno y grandioso. Radiante y fresco. Nuevo y chispeante. El día derrama espacio, una ligera holgura roja, radiante y nueva. Radiante y sin fin…”.

— Desde el muelle del Seaport, al fondo del cielo, sobre el mar más allá de Long Island, una columna de aire cálido y húmedo forma nubes ahusadas de pólvora o grafito. La masa de aire frío que las infiltra por debajo las adensa, las eleva, las hace girar en sentido antihorario y las desarrolla hasta que parecen efectivamente el yunque que describen los manuales. Se acercan. La brisa del mar las provee de energía. Se cargan de estática. Estalla la tormenta. Un chico negro guarda su pianito en bolsa y dirige la sinfónica de meteoros. Relámpagos radiografían los techos de Brooklyn; truenos tremebundos asuelan el puente. El otro día, en un noticiero, una mujer de Arkansas mostraba el parche de pasto chamuscado donde un rayo había llegado a tierra después de atravesarla toda desde la coronilla hasta los pies. Hay cantidad de anécdotas sobre pararrayos humanos. Parecen alegorías de la permanente condición del cuerpo: un mediador entre el cielo y el suelo. En la poesía es recurrente el debate entre el ansia de elevación y el cuidado agradecido de los bienes del domicilio terrestre. Un especialista de este subibaja es Charles Wright; cuando no se solaza en el sublime norteamericano y lo modera con un escepticismo agrio (“parte de la lluvia ha caído / el resto aún está por caer”), es capaz de ligar concisamente la piedad y la risa. “Como podría haber dicho Agustín / vivimos en dos paisajes / uno eterno y divino / y otro solamente el patio trasero”. 

— Veinte kilómetros al norte de Manhattan, en una barranca sobre el Hudson, los jardines de Wave Hill “albergan” –dice el folleto– cientos de especies de todo el planeta, las más cultivadas con un concepto estético-caritativo de diversidad, otras establecidas por sí solas y que botánicos obedientes a “una feliz serendipia” cuidan, nutren y modelan. Hoy es un domingo de noviembre y ya hace un frío septentrional. En las once hectáreas de la finca hay una mansión de 1843, un jardín de flores, una pérgola con vista panorámica al Hudson, un bosque de arces, tilos, castaños, abedules y olmos, un solar de pastos, un conjunto de estanques con lotos y nenúfares, un jardín alpino y otro de secano, un huerto de hierbas aromáticas y un invernadero con un apéndice exterior para cactus. Todo a lo ancho de la pendiente el verdor del césped tiende a declararse eterno, pero la desnudez de unos árboles, la persistencia de las perennes y el pardo rojizo de las hojas de arce extienden la policromía hasta que el alma se bambolea entre el viento gélido y un paraíso omniincluyente. Es inevitable un rapto de adoración. No menos inevitable es para mí un derrame mental de tiempos en conflicto; un esfuerzo por conjugar viejos recuerdos espontáneos con el aire de este día. Los frutos de ese plátano que tantas alergias desataban en el colegio; los nenúfares de Monet y los del botánico de Palermo. De las desavenencias entre meteorología, historia local y temporalidad íntima surgen borbotones de preguntas. Si es verdad que el clima modela el carácter. Si el esplendor de este edén no se sufraga con desmanes industriales de los que Gaia se desquita borrando humanidad con aludes, maremotos o sequías. No, no: boba manera de plantearlo. El TQH es amoral; inintencionado. El TQH es un indicio de todo lo que hay y todo lo que hay acá es ahora. Esto es una pérgola. Al borde la naturaleza ilustrada. Allá el cabrilleo del río y al otro lado el cielo pardo, los árboles como cerdas negras en el filo de los riscos, La Naturaleza. Pero de la colisión de temporalidades, un verso de Arturo Carrera cae indemne a disolver las jerarquías decorativas de Wave Hill. Vías intactas bajo la deslumbrante maleza. Esta celebración del todo junto está en “Quihuiñal”, una de las partes del libro Las cuatro estaciones –que son las estaciones de ferrocarril que enlazaban momentos de una infancia en la Pampa, y a la vez las del año y las de una vida en el curso de las generaciones. Carrera sabe que el ser preciso de la infancia es irredimible; que sólo puede volver como mito. Pero de la distensión de sus poemas, del murmullo de instantes y pasajes, de la alternancia entre largos silencios y unidades sintéticas, nace un mundo. Todo lector tiende a hacerlo su mundo, sin por eso adulterarlo. No menospreciemos los poderes de trance de la poesía, su fuerza de persuasión. Siguen goteándome versos de Carrera. El moscardón que zumba en la letrina. Sobre las Palisades de New Jersey, nubes heladas viran al granate. Realidades asociadas proceden a celebrarse. El moscardón que zumba en la letrina.

— Miércoles 26 de noviembre en el Upper West. Cielo duro, de peltre; en Amsterdam Avenue, cuerpos oblicuos contra el viento, unos, y otros como tironeados por un perro con correa, agrandados por el volumen de abrigo. Es víspera del día de Acción de Gracias y el que no recibe a la familia viaja adonde sea para comer con la familia mañana. A las dos de la tarde cierran los negocios. Mientras dura la luz macilenta, la ciudad parece embalsamada. A la noche, en Amsterdam Avenue caen unos copos amerengados que se funden al instante y mojan la ropa. Cerca de casa hay un tailandés abierto. Después de la gloriosa sopa abrimos The Seven Ages, el libro de Louise Glück que compramos en MacNally. Son poemas sobre el envejecimiento y el repaso aleatorio de una vida, de lo que ciertos instantes pueden haber dejado para templar la espera de la muerte o acordar con lo que se hizo, sombríos de lágrimas de eros ya secas.Tienen ese aire de identidad móvil que Glück se creó en base a una métrica versátil, literatura clásica, oralidad llana, repeticiones y encabalgamientos; cesuras que abren una tiniebla, afectan el significado de la frase en las líneas siguientes y, a la vez que hechizan, despejan el pensamiento para cosas concretas: un banco frente a un manzano en otoño, el olor de un pastel. Todo muy efímero, como el amor. “Teníamos, al final, solamente el clima como tema. / Por suerte vivíamos en un mundo con estaciones; / sentíamos, aún, una variedad de accesos: / a la oscuridad, a la euforia, a diversas clases de espera. // Al final no hacía falta preguntar. Porque/ sentíamos el pasado; estaba, en cierto modo, / en esas cosas, el césped del frente y el del fondo, / impregnándolas, dándole al membrillito / un peso y un sentido casi insoportables” (“Membrillo”).

— En diciembre llovió bastante, las borrascas desarbolaron muchos paraguas, los días se plegaron sobre sí mismos, algo de nieve cuajó por unas horas sobre los capots de los coches, corredores y ciclistas sacaron sus espándex y los jubilados sus pólares, en las calles mermaron los viejos con andadores, poco a poco fue bajando más la temperatura y la gente preparando el ánimo para el invierno. Estalló la sinfonía de villancicos, baladas y regatones navideños. Proliferaron las ferias callejeras de comidas tradicionales y étnicas.

— Unas semanas antes, mediado noviembre, me habían informado por mail de que el libro (largo) que pensaba traducir a la vuelta no iba a publicarse. Tres meses de hueco laboral eran asunto grave y me apuré a buscar reemplazos. Maxi Papandrea, que acababa de abrir la editorial Páprika, me había dicho meses antes que pensaba publicar The Peregrine, del inglés J.A. Baker, un clásico moderno de la literatura de la naturaleza; el diario del seguimiento del halcón peregrino –el ave más rápida del mundo– durante el otoño y el invierno de un año en una comarca de Essex. Le escribí a Maxi; todavía no lo había dado y acordamos tarifa y fecha. Días después ya estaba espiando el original: entre muchas otras de decenas de aves, árboles, amaneceres, cielos, lluvias y mareas, había descripciones de los hábitos y el vuelo portentoso de ese cazador sin escrúpulos, a veces rústicas, a veces sublimes. El 14 de diciembre volvíamos a Buenos Aires. A último momento decidí despedirme del parque. Era domingo al mediodía. Hacía 2° bajo cero, el cielo parecía un pellejo de lobo marino, en las ramas desnudas se veían los pájaros que antes habían ocultado el follaje y en la Great Hill, favorita de familias y paseadores de perros, no había nadie. Estaba rodeando la cima cuando mi vejiga de diabético se puso cargosa. Bajé unos metros la cuesta y escondido detrás de un roble me alivié. Al salir por el otro lado, un poco más arriba, sólo en un centenar de metros a la redonda, había un halcón castaño, de lomo pardo y plumas de vuelo blancas. Posado en el suelo, algo agachado, agitando las alas flexionadas para afirmarse, alternaba inexpresivas miradas al cielo con picotazos a una presa que la hierba no dejaba ver. Yo había visto milanos, gavilanes, incluso un azor, pero un halcón no. Nunca. Frío, olor a tierra, olor a sangre caliente, olor a plumas, atisbos de garúa, vaho de mi aliento; de repente un chillido ronco, de glotón atragantado, que no inmutó a los arces pelados.

— 15 de diciembre. Buenos Aires. El cerebro recibe el cambio de clima como un fundido en negro, que dura hasta que la memoria vuelve a insertarse en el presente. Hace 26° y con la ayuda de la inercia térmica el cuerpo se ilusiona, aunque la baja presión le haga zumbar los oídos. En el barrio, las flores de Santa Rita, los malvones y azaleas, las hortensias y los tilos desbordan de hiperrealidad en la luz exuberante. Con los días y el aluvión de tareas y el reencuentro la turbación se aplana. El jueves 18 la máxima llega a 32°; el viernes a 34°. Aunque llueve y refresca, la semana siguiente el aire no se mueve y sin embargo la presión aumenta. Hordas de hormigas sobre cucarachas muertas; bullicio de abejas en la lavanda; tábanos, mariposas. En la calle el cansancio del año y la ansiedad compradora de las fiestas se sienten como polvo de limaduras en un gas saturado. Hay un subrepticio, omnipresente olor a fruta podrida. La radio: Vientos húmedos provenientes del anticiclón del Atlántico A partir de hoy se recibirán donaciones de Navidad para los damnificados en las inundaciones del Litoral. Los trámites en reparticiones dispépticas a causa de comilonas meta-nórdicas instruyen como un tratado sobre Meteorología Incongruente.

— Enero de 2015. John Alec Baker nació en 1926. Vivió siempre en Chelmsford, un pueblo rural de un valle del condado inglés de Essex, fue bibliotecario, amante de la ópera y murió en 1987 de un cáncer causado por una droga contra el reuma. Nunca manejó un coche. No hizo vida literaria. En 1967 publicó El peregrino y en 1969 La colina del verano, dos libros que poetas, documentalistas, naturalistas y estudiosos consideran geniales. El primero cuenta el seguimiento, del otoño de 1962 a comienzos de la primavera de 1963, de los halcones que hibernan en una franja de unos quinientos kilómetros cuadrados del valle del río Chelmer. Tiene forma de diario pero resume diez años de observaciones. Las descripciones son tan exactas y tan vehementes que al principio los editores sospecharon que se las había inventado, porque el peregrino es el ave más rápida del mundo y Baker recorría el campo a pie o en bicicleta. Sin embargo los largos tramos de costa helados son los de un invierno particular y extremo, el de 1963, y años después los etólogos confirmaron toda la información que el libro vuelca sobre el halcón y otras treinta aves. El peregrino es un volador superdotado, artífice de una belleza vertiginosa. En vuelo de crucero promedia los 100 km/h, pero cuando ataca en picado llega a los 300. No hace mucho más en la vida que estar en el aire al acecho, cazar, comer, bañarse y pernoctar en una percha a resguardo, no lejos de otras aves incautas o pendencieras. La disciplina de Baker nacía de una pasión de naturalista, una admiración de poeta y una obsesión de alienado; de hecho, si algo hila las entradas del libro es el ansia de una fusión hombre-pájaro en la morada común de un medio ambiente. Empecé a traducirlo la primera semana de enero, con un esfuerzo denodado y tolerables 28°. En cuanto sale de su casa, el buscador del halcón sabe hacia dónde sopla el viento, siente el peso del aire. Es como si muy adentro de sí viera el día del halcón creciendo sin cesar hacia la luz del primer encuentro. En el libro es otoño. Aunque hay largos pasajes dedicados a la chatura de la vigilancia, la prosa concentrada nunca decae; cada frase es un reto y un surtidor de visiones y sensaciones. Un verano canalla me pringa el pellejo y me hierve los huesos mientras Baker tirita, agazapado detrás de un seto, prismáticos en la mano enguantada, y cuando se cansa de esperar reanuda camino haciendo crujir la escarcha. Un viento puntiagudo me agujerea los flancos; el torso se me hiela y las nalgas me sudan. La poesía suspende la lógica del tercero excluido. Al norte del río, relumbrando al sol, los arados volvían humo la tierra espesa. Con una sacudida el peregrino se desprendió de una distante bobina de pájaros y subió al cielo matutino. Vino hacia el sur, batiendo las alas o planeando en la primera corriente cálida del día, dibujando ochos, en curvas alternadas a derecha e izquierda. Acosado por una turba de estorninos, remontándose para adelantarse, pasó por arriba de mi cabeza, a gran altura y muy pequeño, mirando hacia abajo y a los lados. Los ojos despedían fogonazos blancos entre las barras oscuras de la cara. Al compás de las descripciones de Baker ahora alargo mi lista de nombres de aves, plantas y peces: gerifalte, avefría, gallineta, pinzón, zostera, archibebe, lechuzón, ranúnculo, lucio, perca. La sugestión empieza por respuestas corporales inusitadas; después, me encuentro observando los pájaros del barrio, gorriones, jilgueros, tijeretas, y las gamas del verdor de los árboles, y cómo se ahonda el color de las rosas chinas mientras el sol sube hacia su cenit de verdugo. Esto voy aprendiendo: un poema confía en propiedades que las cosas siguen teniendo aun cuando dejamos de aprehenderlas. Atención. Afinación. Asentimiento.

Mis notas mentales se intercalan con lo que oigo por ahí. … iniciativas solidarias para socorrer a los cientos de damnificados por los deslizamientos de lodo y grandes piedras a raíz de las lluvias intensas… — Días de viento desorientado, a los tumbos; alboroto de gorriones; unas cotorras esmeraldas dejan en bandada la copa de un paraíso pero en seguida se dispersan, retroceden, se cruzan chillando, aturdidas de electricidad; dos se pierden a lo lejos, más allá del campanario de la iglesia de los Palotinos. En el patio del colegio los niños se desgañitan — … embistió de frente a una camioneta familiar debido a la densa bruma que esta mañana acortaba notablemente la visibilidad.

— Este año el otoño empieza tan tarde que mi vecino dice que a lo mejor llegamos a la próxima Navidad con invierno. Remilgadamente la temperatura baja un par de grados por semana. A la salida del subte, la gente sube las escaleras con una irritación soñolienta, rumbo al smog, lastrada de disneas y carrasperas y urticarias. En esta situación me siento por fin a leer como corresponde el libro de Chris Andrews. En buena hora. El sexto poema se llama “Weather Break” (Cambio de tiempo):

— Evolución de tormentas aisladas. / ¿Con este calor te basta? Lecciones de geografía/ recapituladas en el cielo: ningún bloque tectónico / sin su falla, y valles que un gran glaciar/ que se escurrió dejó colgando / bajo una costra gris de morenas plestozoicas. / Cuando no está pasando nada, pasa el tiempo que hace. / Meteorólogo: nada mal tu trabajo, ¿no? / No te ponen en la calle ni aunque pifies por diez grados. / A mí un error de nada y el jefe… / Parece que se nos viene una lluvia rasposa. / Tal vez un último chubasco de amarillo limón. / Evanescentes maravillas se desenredan. // ¿Aburrido en la ciudad del tiempo que hace? / Para postales escabrosas de la historia, alza la vista: / domos de placer bajo fuego de bárbaros boquiabiertos / como modesto aporte a la preparación de ruinas emparradas / donde pintores Ilustrados puedan tambalearse, plenos / de un asombro nuevo, mientras arriba / alpes nevados se transforman en mesetas rojas. / Cualquier cosa que pase, un tiempo hace igual.

— Esto sí que es serendipia. Antes de ser personas dramáticas, tanto el “mí” que en este poema menciona su trabajo como los destinatarios de las preguntas se diluyen en la neutralidad de sucesos carentes de la grandiosidad que el lenguaje suele regodearse en atribuirles. Aquí no se sabe si alguien le habla a cualquier otro o divaga solo, más histriónico que conversacional, encogiéndose de hombros ante la seductora idea de la poesía como diálogo. Lo que deja la lectura es un rastro de esos momentos en que un estado anímico se dispara en descubrimiento, en indistinción. Cuánto de lo que nos atañe sucede imperceptiblemente, ¿no? Qué cantidad de acontecimientos influyentes son un apenas, un casi nada. Cómo a lo inconmensurable sólo se entra por lo fugitivo, lo inaparente; sólo desde la circunstancia.

— Julio de 2015. El satélite Deep Space Climate Observatory, en equilibrio gravitacional a un millón y medio de kilómetros, envía las primeras vistas completas del lado soleado de la Tierra. La luz dispersada por moléculas de aire le da el característico tono azulado. Los datos van a usarse para medir niveles de ozono en la atmósfera, propiedades de la vegetación y la reflectividad ultravioleta.

— Julio de 2015. Ya no puedo hacer los ejercicios matutinos sin una remera, aunque abrigarse no salva a nadie de alguno de los virus que tienen a medio mundo apestado. A las 7.30 las plantas del patio afloran a un resplandor de rosa y celeste reacios a fundirse en lila. Dicen por la radio que hace dos grados. Hay listas de tareas bajo los imanes de la heladera. Bastantes. El diario apremia. Difícil tomar distancia del calendario, y más mantener la atención despejada. Con todo, me asomo al patio e, ilusión cumplida, me convierto en lo que Ungaretti hizo de una parte de mí. Me ilumino de inmensidad. Adentro la radio vuelve a cantar la hora. Del éxtasis queda un rastro en el estornudo. 

 

Lecturas. Chris Andrews es el traductor al inglés de muchas de las novelas de César Aira y algunas de las de Roberto Bolaño. Su segundo libro de poemas, Lime Green Chair (The Waywiser Press, 2013), obtuvo el premio Anthony Hecht. De Charles Wright: Appalachia (Farrar Straus Giroux, 2003). De Lisa Robertson: The Weather (New Star Books, 2001). De Louise Glück: The Seven Ages (Harper Collins, 2001). De Arturo Carrera: Poesía reunida, tres volúmenes (Adriana Hidalgo, 2015). Entre otras fuentes, se han consultado: Michel Serres, Atlas (traducción de Alicia Martorell, Cátedra, 1995); Bruno Latour, “L’Anthropocène et la destruction de l’image du Globe”, en Emilie Hache, comp., De l’univers clos au monde infini (Dehors, 2014); Maureen McLane, My Poets (Farrar Straus Giroux, 2012).

Marcelo Cohen es traductor y escritor. En 2014 se publicaron sus Relatos reunidos y el libro de ensayos Música prosaica. Cuatro piezas sobre la traducción.

1 Oct, 2015
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