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Rodolfo Enrique Fogwill insiste en ser una intriga para el sistema literario argentino. Un interrogante arisco. Tal vez un escollo para las conciencias progresistas que acumulan pereza a la hora de lidiar con sus propias creencias. Reproductor de múltiples saberes, proclive a los gestos belicosos, a la euforia teatralizada expuesta en el chicotazo lingüístico y la argumentación mordaz, inició su frenesí literario cerca de los cuarenta años con un premio servido por una empresa de gaseosas. Huyó del ostracismo, de sus grilletes de publicitario y se hundió en la búsqueda de su narrativa. Nunca pudo abandonar el éxtasis del marketing. La fundación de una mítica editorial que iba a llamarse Wasteland y más tarde fue traducida por Tierra Firme lo tuvo como su principal responsable. En su sello publicaron a los Lamborghini, a Steimberg, a Perlongher. Siempre tuvo la vigorosa capacidad de ser un arriesgado gestor cultural. A contrapelo, claro. Su espíritu se maceraba en la ardua trama del debate ético-político-literario. La generosidad para hacer circular la obra de narradores y poetas jóvenes fue un signo de nobleza que todavía sigue presente como aura. También podía ser escandaloso e iracundo. Un showman. Durante los últimos treinta años estuvo azotando con su “inteligencia alienígena” las torpezas del sentido común. Su ausencia discursiva nos hace extrañar su “punto de vista” en los debates actuales. Tenía una inquieta fascinación por profanar los cementerios ajenos. Fue nuestro último enfant terrible. También están los que se atreven a considerarlo un profesional de la bravuconada. Como casi todos los escritores, anhelaba construirse como un personaje de sí mismo. Estuvo preso por estafa, fue un diletante de la cocaína, tuvo muchos hijos, escribió cuentos geniales y ahora está muerto. Tal vez canonizado. Nunca manifestó ni un atisbo de demencia.
Patricio Zunini acaba de editar en Mansalva una “memoria coral” sobre el espectro Fogwill. Un texto que reúne las reflexiones y los comentarios de quienes han conocido a “Quique” en todas las facetas que pudo ir inventándose. Los familiares fueron desalojados del relato. Hay escritores, amigos, editores. Toda la fauna cultural vernácula. En cada uno de estos fragmentos, Fogwill va apareciendo en la voz de los otros. Cada anécdota, cada semblanza nos presenta un perfil siempre atrapante. El texto resulta útil para acercarse a una figura insoslayable en el campo cultural argentino. Un hilo secreto lo atraviesa todo: es el de la pérdida y la deuda ante un autor que sabía cómo socavar nuestras falacias y dejarnos desnudos frente al pensamiento hecho relato. De las muchas impresiones que se pueden rescatar del texto, vale reproducir dos. Una de Daniel Molina: “era muy contradictorio, muy complejo. Cultivaba una imagen de maldito a través de lo inaceptable. Fogwill se autoconstruyó muy consciente como un dandy malvado. Era un comunista de derecha, una especie de nazi comunista. A él le gustaba ser un ser oximorónico”. La otra es de María Pía Lopez: “Fogwill no ponía resguardos éticos al despliegue de su lucidez. Políticamente eso es un problema”. Ojalá alguien pueda recuperar esa lucidez.
Patricio Zunini (comp.), Fogwill, una memoria coral, Mansalva, 2014, 160 págs.
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