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Frente a ciertas erratas, la fotografía de solapa del autor se desfigura, multiplica su irrealidad. Ante otras, un lector puede preguntarse si el libro no habrá sido dictado, las faltas producto de un malentendido, una articulación o un oído deficientes. En ocasiones, se encuentra tal cantidad de erratas que tienta especular si el autor habrá jugado a proponerse una cifra récord y después se sentó a tipear. O si se trató de la picardía de un editor que las sembró adrede, como un acto creativo, para mantener despierta la atención del lector.
Hacia el siglo XV, “la corrección era sólo una de las formas de ejercicio textual al servicio de Dios”. Quizá esa fue la excusa fundacional de la larga tradición que establece que a un corrector —cuyo arco puede ir de lo ortográfico a lo estilístico si así lo acordaran las partes— se le debe pagar mal. Para peor, ya entonces quedaba instituido otro hábito oscuro —el corto plazo adjudicado para la revisión de un texto— y, por ende, un silogismo barato: si trabaja poco, no merece cobrar mucho. En busca de consuelo, Anthony Grafton sabe que nada mejor que citarse con el Dr. Johnson: “la perspectiva de ser ahorcado concentra la mente”.
Estas canalladas no implican que a la hora de promover sus libros los editores callaran la tarea de los correctores. En esa misma época, en los colofones se prestigiaba la edición aclarando quién la había revisado, para superar a las imprentas rivales. Grafton rememora que a los correctores se los conoció desde siempre por su rigor pero también por sus errores bestiales, no pocos de ellos deliberados. Entre las reglas que sancionaba un editor para sus correctores estaba la de privarlos de bebidas alcohólicas, “para evitar que no vieran nada, o que vieran más de lo que había”.
Sin querer, esta admirable obra de Grafton —fiel a su comicidad a la Keaton— nos recuerda que es infinitamente más fácil escribir que corregir. Hacia finales del siglo XVI, Andreas Schottus anotó que “cuando leemos la obra de otros, tenemos ojos de lince. Cuando leemos la propia, somos ciegos como lamias”. En cierta manera, esa imposibilidad fundó una profesión. Pero no desterró el punto: la incapacidad de corregirse como quizá uno pueda hacerlo con otro equivale al salto, irrealizable, entre la propia voz tal como la oye el portador y tal como la oyen los demás, excepto que se la grabe. (¿Habrá que leer y grabar, entonces, oraciones propias para poder perfeccionarlas? No es suficiente; parece un abismo más profundo el de la literatura).
Ciertos maestros de escritura supieron revelar entre líneas que fueron capaces de hacer de la corrección una poética. Mientras tanto, Grafton menciona célebres casos de intervención ajena: Ezra Pound con La tierra baldía de T.S. Eliot, Maxwell Perkins con las novelas-río de Thomas Wolfe, Gordon Lish con los cuentos de Carver. Y arroja sobre la mesa una carta de Hermann Hesse contra sus correctores, que deseaban homogeneizar su alemán: acaso un gesto vanguardista en un autor tachado de retrógrado.
En el fondo y en la superficie, lo que Grafton viene estudiando —en libros irremplazables— es una historia secreta de la lectura. Las maneras en que un texto puede ser modificado, para bien o para mal, en su travesía del autor al lector. En este sentido, la transmisión de las piezas de Shakespeare es un caso de corrupción y castigo —castigatio fue uno de los nombres dados a la corrección de textos— como no hubo otro. Instigando irregularidades de orden bibliográfico, el autor de los días de Pierre Menard fundó una literatura.
Anthony Grafton, La cultura de la corrección de textos en el Renacimiento europeo, traducción de Emilia Ghelfi, Ampersand, 2014, 360 págs.
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