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Cuando le preguntaron a Michel Houellebecq si se había cuestionado su responsabilidad como escritor, respondió que él como novelista reivindica la irresponsabilidad total. Son los ensayos, añadió el francés, los que cambian el mundo. Si uno quiere que un tema se discuta, hay que escribir corto e ir al punto; es ineficaz perderse en consideraciones novelísticas. A una conclusión similar parece haber llegado la escritora mexicana Valeria Luiselli. Radicada en Harlem, abandonó una novela donde incluía el tema de la inmigración a Estados Unidos para escribir el pequeño y contundente ensayo Los niños perdidos.
Subtitulado como “un ensayo en cuarenta preguntas”, este libro surge en su mayor parte de su trabajo como intérprete en la Corte Federal de Inmigración de Nueva York. Las preguntas corresponden a un cuestionario preparado por las organizaciones de apoyo legal a menores migrantes. Al ingresar al país sin permiso legal, los niños deben afrontar un juicio de deportación sin derecho a una representación legal pagada por el Estado. Tienen que contratar a un abogado o conseguir que los defienda pro bono. El cuestionario, aunque frío y esquemático, es importante porque construye un relato que luego será un caso defendible en la corte.
Entre la crónica y el ensayo, Luiselli contrapone su experiencia laboral con su propio estatus migratorio. Ella y su familia están esperando la Green Card, la residencia permanente. Mientras tanto, viajan por tierra desde Nueva York hasta la frontera con México. Quieren conocer su nuevo país. En el trayecto, se enteran de la llamada “crisis migratoria” —Luiselli argumenta a favor de llamarla “crisis de refugiados”—: la llegada de cientos de miles de niños provenientes de México y Centroamérica.
De las cuarenta preguntas, quizás la más significativa sea la primera: “¿Por qué viniste a Estados Unidos?”. Luiselli trata de llegar a una respuesta general. El sueño americano ha perdido peso ante la pesadilla latinoamericana: las opciones son buscar refugio o quedarse a morir con la complicidad de los gobiernos. Algunas páginas dedica Luiselli a México, un Estado fallido y criminal que ha implementado medidas desproporcionadas como los “Grupos Beta”. Disfrazados de ayuda humanitaria, localizan a los migrantes centroamericanos para que luego las autoridades los deporten indiscriminadamente. Las bravuconadas de Donald Trump se quedan cortas ante las acciones de Enrique Peña Nieto, “el niño mejor portado, mejor peinado y más siniestro del salón”.
¿Qué hacer? Luiselli advierte contra la normalización del horror y propone registrar la mayor cantidad de historias. Porque aunque “contar historias no sirve de nada, no arregla vidas rotas […] es una forma de entender lo impensable”. Y hay que reestablecer o formar comunidades. Luiselli da clases en una universidad de Hempstead —una ciudad marginal del estado de Nueva York a la que uno de los niños refugiados llama “un hoyo de mierda igual que Tegucigalpa”—, y junto con sus estudiantes, cansados del “volunturismo” y de proclamas vacías como la de “empoderar a los migrantes”, fundaron la organización TIIA (Teenage Immigrant Integration Association) para ayudar a integrar a los migrantes en la sociedad. Porque, aunque llegar a Estados Unidos ya no sea tan prometedor, quedarse es un fin en sí mismo, es el mito fundacional de un país siempre dispuesto a acoger a quien decide asimilarse.
Pocas veces un libro merece el adjetivo “urgente”. Los niños perdidos es un libro urgente no porque su lectura sea imprescindible, sino porque al leerlo uno siente el apremio de hacer algo. La historia que cuenta Luiselli no ha terminado ni está cerca de hacerlo, pero quizás leyéndola, compartiéndola y discutiéndola uno pueda aportar a que se cierre ese capítulo.
Valeria Luiselli, Los niños perdidos. Un ensayo en cuarenta preguntas, Sexto Piso, 2016, 112 págs.
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