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Desordenado como los recuerdos de los asesinatos que lo componen, Chicas muertas es un libro de método y curso indefinidos. Grave por la gravedad del tema que trata y algo leve de acuerdo con su ejecución, logra, sin embargo, rescatar del olvido el nombre de las víctimas —tres jóvenes muchachas asesinadas allá en los ochenta—, los hechos que precedieron y que siguen a sus crímenes impunes y las vicisitudes de unas investigaciones policiales pre-CSI, tanto como retratar ciertos comportamientos masculinos cuyo rasgo más marcado es la violencia ejercida contra la mujer y cuyo límite próximo —y con alarmante tendencia franqueable— es el femicidio.
Volcado en la página a partir de un trabajo de campo que parece accidental, valiéndose de la reproducción de algunos pasajes del archivo judicial, de la utilización de la vivencia personal mientras se investiga como marca típica de aquello que se denomina —de nuevo— “nuevo periodismo”, y del recurso sobrenatural a la “Señora” y sus barajas de tarot para explicar aquello que resulta inexplicable —entre otras cosas—, lo que el relato repone aparece algo revuelto y un poco inconsistente, aun cuando, en términos narrativos, se considere adecuada la dosis de enigma con la que se cierra cada capítulo; aun cuando la continuidad indiferenciada de datos, testimonios, hipótesis y acusaciones garantice la cuota de ritmo que todo thriller precisa; y aun cuando, en términos reales, nunca se pierda de vista el perfil de denuncia que lo compone.
No habría que concluir, sin embargo, que el registro duro y directo de esa realidad, suficientemente elocuente por trágica y por realidad, es en sí mismo un valor y una especie de aval de la eficacia narrativa, como tampoco lo son los cortes novelescos de ciertas circunstancias que le cuentan a la narradora y que esta transcribe, aunque, precisemos, este no es un libro de ficción.
De igual modo, no vale acreditar que el uso indiscriminado de las fórmulas “de pueblo”, “de provincia” o “del interior” funcionen como cuco ex machina o pozo ciego de costumbres donde el salvajismo anida, late y de continuo estalla, pero aquí tampoco se inquiere sobre la sociología del fenómeno.
¿Cabe preguntarse entonces, e incluso más allá de Chicas muertas, si la enunciación es suficiente como mecanismo de denuncia? Este sería, tal vez, el punto más áspero de la discusión, y quizás Chicas muertas sea, entre todo, un libro ligado a lo testimonial.
Por lo pronto, así como Ladrilleros (2013) se diferenciaba de El viento que arrasa (2012) por una magnitud episódica de proporción indirecta a la intensidad que la primera novela de Almada lograba, este libro parece —y de ese modo se lo consigna— dispuesto a solucionar con cierta premura una obsesión personal que se agigantó con los años, tanto como las figuras de Sarita, Andrea o María Luisa, y dio curso a una investigación de resultado tan atípico como poco provechoso.
Selva Almada, Chicas muertas, Random House, 2014, 192 págs.
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