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La idea de movimiento está presente en los poemas de Jorge Aulicino, un tránsito continuo, por momentos a la deriva, identificable con una poética del desplazamiento. Hay una búsqueda de algo extraordinario que termina por encontrarse en lugares reconocibles y cercanos. Algunos versos se construyen sobre la acumulación de imágenes y abren zonas que aparecen como territorios lejanos en la imaginación: “Sobre una muestra de fotos de George Friedman no se / piensa / demasiado creer en su imagen de una ciudad que / parcialmente duerme y despierta con nosotros. Recuerdo y quiero imaginar, / mientras de noche estoy despierto, / que estoy en medio de todo”. Aulicino transgrede el correlato objetivo entre escritura y realidad y en esa transgresión acontece la experiencia, casi que a modo de epifanía, y desde allí propone una cartografía de lo real en una poética que integra el barrio con lecturas y textos de otras épocas y de otros idiomas.
En una suerte de diálogo el poeta habla con personajes de la cultura de masas como Superman o Daredevil: “Superman, huérfano del cosmos, / tu tierra es tu enemiga, tu poción mortal, / el talón de Aquiles que el demonio del caos / que ha puesto como baldón sobre el débil reportero / y el muchacho que vuela como poesía futurista / sobre los rascacielos, los bosques y el polo. / Rocas de una identidad que te persigue / y que estoicamente soportás, tu origen: / el universo hecho de subdivisiones y brutales alejamientos”. La atención focalizada en el universo ficcional tal vez sea una razón para regresar sobre sí mismo, para preguntarse sobre lo vivido, sobre la trama personal que no puede comunicarse ni traducirse y encuentra su voz en personajes ficticios y populares. Es el caso también del poema que sigue: “Pongamos que oyeras todos los sonidos como un ciego / prodigioso, / como Daredevil, el superhéroe inválido: no serían las voces / sino del dolor, de la ambición, de la villanía, del crimen, de / los despachos y de los galpones, / de las construcciones y los entierros: no serían las voces / ni los sonidos ―taladros , sirenas, disparos― de una / civilización que se extingue”. El poeta toma una máscara y desde allí escucha y observa todos los aspectos del universo. En ese sentido no describe el recorrido del héroe dentro de un modelo tradicional, sino que se detiene en su interior, en su conciencia, aturdido por un sentimiento de orfandad y de carencia.
¿Qué es un corredor sino alguien que decide abrirse de lleno a lo que le toca vivenciar? Alguien que dibuja un mapa de ruta en el mundo con una sensorialidad plena. Trasladarse de un punto a otro transforma el estado de las cosas y ordena la experiencia. Las emociones y la vida afectiva brotan en nosotros cuando observamos desde un plano aparentemente estático los recorridos de los demás. De esta manera hay un aprendizaje que nace del impulso natural de entrar en movimiento y que consiste en mantener el mismo ritmo durante el tiempo que haga falta con el fin de ir hacia alguna parte sin perder de vista las sombras y los contrastes de las siluetas y de los objetos que van apareciendo una vez que empezamos a movernos.
En el caso de Aulicino no es el triunfo del cuerpo lo que cuenta. Es el paso de las horas y de los años el que diagrama el trayecto y el recorrido realizado, y es la memoria la que traza el sendero que atravesamos cuando nos preguntamos por lo que fue en el pasado, y por lo que no fue, como esos corredores que se lanzan sin ninguna clase de guía en la mano a la soledad de los caminos.
Jorge Aulicino, Corredores en el bosque, Barnacle, 54 págs.
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