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El tiempo pone a cada uno en su lugar. El lugar de Rodolfo Wilcock sigue siendo ambiguo en nuestras letras. Es el de una aventura particular mal entendida, tal vez por lo incisivo (y siniestro) de una mirada que atraviesa la hermosura exterior y se atreve a detenerse en lo monstruoso, deforme o agusanado, como en “La engañosa”, relato que integra el libro reseñado. Lugar encuentra Wilcock, pese a todo, por la fascinación que despierta en nosotros su escritura, capaz de capturar el brillo sombrío de las cosas. Cuatro décadas después de publicar estos cuentos en Sudamericana (en 1974; casi todos escritos en español) y de traducirlos en Italia (Bompiani; más tarde Adelphi), la presente edición de La Bestia Equilátera quiere compensar la suspicacia solícita dedicada a un autor difícil de tragar para muchos lectores.
Aparte de su característico malditismo, nuestras reticencias ante la obra de J. Rodolfo Wilcock también podríamos ligarlas al hecho de haber llevado sus textos al italiano para, en muchos casos, devolverlos al español, convirtiendo su lengua matriz (¿cuál de las dos?) en paradójica lengua extranjera, proclive a continuos y asombrosos deslizamientos. Corrector incansable, solía intervenir sus textos: alusiones, re-versiones de lo escrito, citas intermediadas. Se dedicó a reformular lo escrito, soñando con lograr el texto único (acaso como Chandler): un retorno continuo a secuencias, preguntas y personajes.
En los cuentos aquí reseñados (escritos entre 1948 y 1960), ya asoma el talante metamórfico de la escritura de Wilcock: escenas que se amalgaman, personajes que se funden/confunden, una pluma pervierte-lenguajes. Es lógico que esos catorce cuentos (la edición de Ernesto Montequin agrega otros dos, más apéndices) repliquen el tema del largo primer texto, a su vez evocado en varios otros: “Hundimiento”, “La noche de Aix”, “La fiesta de los enanos”…
En el cuento “El caos”, Johnny (así lo llamaba Bioy) adopta el aserto de Schrödinger: “la tendencia natural de las cosas es al desorden”. Dicho desorden exhibe un lado desolador y destructivo: el desprendimiento que sufren el príncipe ascético (en “El caos”) y Ulf Martin (en “Hundimiento”) los lleva a entregarse al desorden y a una acción alocada. Pero si leemos más a fondo, vemos que caos es, para Wilcock, condición intrínseca de la realidad, la cual encuentra cauce en un constante fluir de emociones, pensamientos o palabras. Surge el aspecto productivo de un caos que se vuelve necesario: designa lo real vivido y observado; se torna dispositivo para elucidar las historias que cuenta el ítalo-argentino.
Como rastros del estado de ebullición de su persona en la lengua (lo propio de Wilcock no era usar un estilo, sino forjar un lenguaje), los cuentos de El caos parecen capullos a punto de reventar, transformando murmullos (o tediosas frases hechas) en soluciones textuales. Antes que otorgarle un sentido a su materia, Wilcock la difumina, como fuego de artificio. Cada destello de ese hanabi queda librado a su endeble dibujo irisado, envuelto en aquello que, al decir de Edmond Jabès, crea lenguaje: oscuridad, silencio.
En estos cuentos, Wilcock hace presente la condición insubstancial de las palabras. De allí, continuas correcciones, puntuando su concepción dinámica de la composición. En Wilcock, caos es el ámbito propicio para que irrumpa la creación artística, para que la vida ocurra.
J. Rodolfo Wilcock, El caos, La Bestia Equilátera, 2015, 256 págs.
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