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Se dice que el vocabulario de los adolescentes no supera los tres dígitos, que la pobreza de la sintaxis puede incluso prescindir de las subordinadas, que han encogido el lenguaje para ganar velocidad en las pantallas, que dicen “tipo” cada cinco palabras como anticipándose a la obligada imprecisión, y repiten “obvio” o “sorry” para ahorrar argumentos y matices, totalmente innecesarios en la chatura de la conversación. No es el caso de los diez alumnos de secundario que monologan por turnos en Frenesí del conejo universal, la sorprendente primera novela de Diego Materyn. Ellos mismos, en primera persona, componen el fresco variado de la clase, pero Materyn desconfía de esos juicios apresurados y más todavía del naturalismo como vía de acceso al rumor mental del mundo juvenil. La galería de quinceañeros no se aparta demasiado de la esperable en cualquier escuela secundaria, pero la imaginación verbal con que se presentan los distingue, ausculta sus devaneos y los convierte en personajes. Ahí están, por ejemplo, Ignacio Latour, que tiene “pasta de estrella de rock” pero quiere ser peluquero para crear una obra que “lejos de quedar muerta en una pared o comprimida en el rincón de una biblioteca, saldrá a la calle, a la rica intemperie, sobre la cara de una persona”; y Violeta Leiva Paz, que quiere tatuarse una frase de poeta —“¡Qué cielo sin salida, amor, qué cielo!”— y abjura de la espera que le aconseja la madre, porque el tatuaje es “un acto temerario, inspirado, inconsciente e insensato, un mordisco de fe al pastel del futuro”; y Martín Zarif, que conoce sus limitaciones y sabe que es incapaz de seguir “los intrincados pasillos del razonamiento” de sus compañeros; y Marco Coseitún, que colecciona bombachas de sus compañeras porque “no hay nada más grandioso, necesario y movilizador que un hombre absorbido por su proyecto”. Se dirá que así no hablan los jóvenes, pero la precisión y la riqueza metafórica de Materyn consiguen calar más hondo en el torbellino de sentimientos que los inflama que cualquier verosímil realista. El profesor de literatura, que también habla, da una clave del desajuste: si se hizo profesor fue para meterse en las conciencias de los alumnos, “rociarlas de sales literarias y mirarlas torcerse y deformarse cada día”. Y en efecto, como si descollaran en las lecciones de la literatura y el profesor, los alumnos compiten en brillo imaginativo y verbal, pero el artificio no le quita a la galería ni un gramo de verdad. La expresión colorida se ajusta más al desparpajo y el espíritu libertario de los jóvenes que cualquier imitación burda de sus muletillas y sus clisés. No hay demasiada anécdota en la sucesión de los monólogos más allá de la nota trágica que sacude al grupo hacia el final, pero el fresco es tan afinado que el lector se deja llevar por el coro destemplado de las voces. Con buen ojo para esos logros, Mario Bellatin, Luis Chitarroni y Reinaldo Laddaga le dieron a la novela el Premio Indio Rico 2014.
Se dice en la solapa que Materyn es profesor de literatura en colegios secundarios. También, que nació en 1983, cuando ya resonaba el grito, queda claro, No dark sarcasm in the classroom / Hey! Teachers! Leave them kids alone!
Diego Materyn, Frenesí del conejo universal, Mansalva, 2015, 80 págs.
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