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János, la primera novela publicada del traductor y músico Santiago Farrell, parte de una idea tan ingeniosa como alucinada: en esa ciudad semitropical donde ocurren los hechos, en la que casi siempre hace calor y en la que casi siempre llueve, detrás de una cortina que divide el ambiente en el que una modista toma arreglos de ropa, un hombre viejo y tristón opera una máquina que transforma en humo emocional las grandes obras de la literatura del mundo. Una manopla, tubos y un embudo son algunas de las partes del artefacto, cuyo producto es embalado en unas cajas mínimas que entran en la palma de la mano y se abren sólo una vez para aspirar su contenido. El mecanismo, “hipnótico”, se describe con detalle en la página catorce. Sin embargo, como se conocerá más adelante, no cualquiera puede manipular el artefacto. Las emociones encapsuladas, “átomos del pensamiento del autor”, tienen nombre y pegan duro. Ahí están los asistentes a los clubes de lectura, los aspirantes a escritor y los estudiantes de filosofía para confirmar lo que puede ocurrirles a quienes se papean con estos vaporcitos.
Dividida en tres partes y un epílogo en el que sólo se transcribe lo ocurrido en el “día 147, al alba”, después de la fuga, en el registro de János predomina la descripción, y una causalidad minuciosa, casi tan apretada como la letra en la página, les gana a los hiatos y a la omisión. Antón, el narrador, un joven tipo ni-ni que se emplea como repartidor de las cajas con humo estupefaciente, emparenta la trama con la novela de iniciación. Mirta, la modista, hija estridente de Iánosh el taumaturgo, y Rosa, una adicta púber y rica, la desviarán por momentos hacia el romance y los celos; mientras que Taprantzis, un librero griego y ambicioso —entre otros personajes de reparto—, le imprimirá al último tercio del libro un tono policial.
Aunque acompañada por un patrón de lectura algo solemne y empeñado en subrayar lo que la novela hace con la literatura —una suerte de tributo o adoración—, también parece cierto que János trae consigo una gran cuota de ironía y desparpajo. En el libro hay libros, sí, y hay juicios sobre obras y autores. Que los clásicos transmutados produzcan un levísimo gas y los contemporáneos una espesa gelatina puede ser uno, muy ingenioso; que la obra de Borges le presente a János problemas de reducción, otro más. Pero incluso en los rebuscadísimos fragmentos en itálica que convierten una cama limpia en “implacablemente falta de mácula”, o un ojo en un “globo ocular”, como si una forma cargada de ornamentos fuese garantía de lo literario, el homenaje tiende a codearse con la burla y no deja de provocar extrañeza. Al final, uno siente que hacen más por el desarrollo de la novela la máquina y el negocio que con su producto puede montarse que todo lo virtuoso que se diga en torno a los libros y a la lectura. ¿Y acaso Los detectives salvajes no pega más como gelatina que como relato? ¿Acaso Iánosh no dice “mucha plata” y no hay otros interesados en hacerse ricos con lo que la máquina da, vapores o pastas? ¿Acaso no es más memorable el bidón de destilado proustiano con el que Mirta se prepara unos mates narcóticos que la curiosidad prototípica de Antón frente un libro de Salinger o Bukowski?
Santiago Farrell, János, Añosluz editora, 2020, 232 págs.
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