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Diarios completos

Sylvia Plath

OTRAS LITERATURAS

Abatida por una nueva depresión, Sylvia Plath abrió la puerta del horno y metió la cabeza. Segundos antes, había tomado precauciones para que el gas no se filtrara por debajo de la puerta de la habitación donde dormían los dos hijos que había tenido con su ex marido, el poeta británico Ted Hughes. A los treinta y un años dejaba poemas, cuentos, una novela y libros para niños. Pero también casi novecientas páginas de su diario, escrito entre 1950 y 1962, que en esta edición se publica y traduce íntegramente.

A los dieciocho años ya redactaba páginas y páginas de una inteligencia y metafísica descomunales. A veces es tanta la alegría que siente que es como si tocara la luz que se les revela sólo a los místicos, pero luego esa luz se le escapa, y llega la noche oscura, la arcilla de su obra (“Todos mis poemas son de fantasmas y de inmundicias sobrenaturales”).

Conmueven sus descripciones de las terapias de electrochoque (“el inevitable viaje a la sala subterránea, el despertar en un mundo nuevo, sin nombre, volver a nacer, pero ya no de una mujer”) y puede vislumbrarse cierta excitación ominosa cuando conoce a Ted Hughes en una fiesta universitaria: ella le mordió la mejilla hasta hacerlo sangrar y él le robó el pañuelo rojo del pelo y sus aros de plata.

Hablando de la intensidad de la pareja, llama la atención que Hughes no haya utilizado para sus poemas de Cartas de cumpleaños la adopción del polluelo que cayó del nido. Intentaron criarlo en una caja de cartón, pero la crianza se complicó y tuvieron que sacrificarlo: “Ted conectó el tubo de goma de la bañera en la toma de gas de la cocina y el otro extremo lo metió en la caja de cartón […]cinco minutos después me lo trajo, intacto, perfecto, hermoso en la muerte […] enterramos el cuerpecito del polluelo, pusimos helechos y una luciérnaga en la tumba, y sentí que nos librábamos del peso que nos oprimía el pecho”.

Sylvia usó la literatura como un salvoconducto: “Escribo para crear mundos paralelos donde vivir”. En este sentido, el diario es un gran testimonio. Se disfrutan los consejos de escritura y los ensayos breves sobre otros autores, en especial las notas sobre las lecturas de Santa Teresa de Jesús. Pero también muestra sin anestesia el lado B de su vocación: rechazos editoriales, miedo al fracaso, celos por el éxito de contemporáneos y uno más camuflado por el de su marido. Porque la literatura también era sometida a los dos polos que manejaban su existencia: “Es como si mi vida la dirigieran mágicamente dos corrientes eléctricas: la positiva y alegre y la negativa, desesperada; y la que se activa en determinado momento domina toda mi vida, la invade”.

Quienes pretendan abrir el libro en el final para buscar ahí las razones del suicidio, sepan de antemano que Ted Hughes quemó el último de los cuadernos porque no quería que sus hijos lo leyeran de adultos. Plath murió sin sospechar que el feminismo la convertiría en una de sus diosas literarias ni que sus Poemas completos (reunidos por su ex marido) le darían la fama y el reconocimiento masivo que ella tanto había esperado (su obra poética ganaría el Premio Pulitzer, a título póstumo, en 1982).

“Escribir es un acto religioso: es una forma de ordenar, de modificar, de volver a aprender y volver a amar a las personas y el mundo tal como son y deberían ser”, dejó en una de las últimas entradas de este diario, que funciona como una balanza donde se puede pesar el cuerpo que Plath entregó a la literatura.

 

Sylvia Plath, Diarios completos, edición de Karen V. Kukil, traducción de Elisenda Julibert, Ediciones UDP, 2018, 928 págs.

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