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Laura Wittner concibe una voz alrededor del universo de lo cotidiano; habla desde un yo que sin ser estrictamente testimonial, y sin perder lirismo, articula una entera constelación de imágenes del orden de lo común y de lo inmediato. La pregunta aquí es qué sentidos y qué conocimientos sobre el mundo nos brindan sus imágenes. Barrios que parecen salidos de un film de Ridley Scott o de una novela de Philip K. Dick, cuando no de Stanislaw Lem, vecinas que repiten al infinito las mismas acciones todos los días, postales de verano en la playa, monólogos entre parejas que no llegarán nunca a un entendimiento, diarios y cuadernos de relatos familiares, pensamientos que regresan como mantras durante los tiempos muertos del día.
Nada garantiza que los lugares comunes que conocemos puedan desaparecer. Por ejemplo, en los versos siguientes hay una interrupción de la rutina que nace de una imaginación caótica: “Demolieron el hotel de enfrente / en no más de tres días / así como el avión del que bajé / volvió a hundirse en el cielo /mientras yo empujaba mi carrito / y empujaba hacia el fondo el castellano / componiendo mi mejor versión: / agente secreta en migraciones / o capataza de obra / parada con las piernas semiabiertas / sobre las últimas ruinas / de lo que alguna vez fue un tercer piso / con el casco bien puesto / y la mirada en señal de rompan todo”. Quizá las ruinas del edificio no son sino el signo de una tragedia personal que se hunde y se pierde en la niebla de todos los días, y romper, alterar lo dado, aunque sea desde el plano imaginario, se alza como la mejor alternativa para revestir de significación la experiencia.
El poema “Viento” desata ese sentimiento tal vez monocromático de habitar los mismos espacios del mismo modo durante tiempo indefinido: “El viento abrió las puertas del balcón / y en un segundo hizo volar por el living / un río de escombros, todo lo que está suelto / todo lo apoyado en superficies: / cartas de Cars, peladuras de lápiz / expensas, papel crepé en bollitos / dibujos con y sin dedicatoria / un estíquer, un clip desenrollado. / Rugía, ese viento, traía lluvia frenética: / salimos a gritar al balcón / mis dos hijos y yo, porque fue un año duro / y pensé que nos lo merecíamos”. Lo vincular en la familia es el desgaste, la dureza de los últimos trescientos sesenta y cinco días, y en esa comunión se encuentran todas las voces como en una peregrinación, o un tránsito, hacia la posibilidad de compartir afectos. La ruptura, el grito, la grieta, aquí son el tejido y el puente con los otros y con los seres queridos.
Hay en La altura un trabajo sobre la perspectiva desde la cual se perciben las cosas, un trabajo de la imagen que desmantela “lo real” y lo sitúa en el límite de la invención; cada modificación mental resulta en una transformación completa de lo que visualizamos. En el poema “Un cantero” se recupera este dilema y también el imperativo de ver el resplandor original de lo que nos rodea o encontrar la extrañeza en lo cotidiano: “Un cantero de rosas / de distintos colores: / las veo sin anteojos. / “Parece que son rosas, y que hay amarillas y blancas, / rosas, rojas”, me digo. / Para verlas en serio / me pongo los anteojos: / que dejen de ser bruma. / Pero el gesto de ponérmelos / trae nuevas inquietudes / y ahora que veo las rosas / concretamente / ya me olvidé de ellas. / Estoy en otra parte / y no las veo”. Los poemas de La altura se sostienen por acumulación de escenas diarias y le agregan hondura a la realidad, como si hiciéramos un zoom sobre determinados aspectos de nuestra vida para detenernos en un punto y volver una y otra vez sobre él. No sé si el mundo será más bello después de leer este libro, pero intenso seguro que sí.
Laura Wittner, La altura, Bajo la Luna, 2016, 40 págs.
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