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No podía ser de otra manera: puesta a comentar este libro sobre cómo traducir es internarse en la desorientación y lo curioso, me obsesiono con un dato inútil, sólo muy tangencialmente relacionado con lo que tengo que comentar. Me encuentro pensando en ese refrán común sobre todo en la escuela primaria: “el burro por delante”… pero ¿por qué “para que no se espante”? El dicho me intriga, en parte, porque hoy la página en blanco me espanta un poco. Y es que no sé muy bien cómo hablar de este libro, por empezar porque no sé —y confirmo que su autor tampoco— si es una novela o un ensayo, un ensayo narrativo o una novela de no ficción. Pero, sea lo que fuere, este libro pone al burro por delante: en el título, en la primera línea. Así que quizás también yo puedo empezar con mi burro —mi perplejidad, mi fascinación— por delante. Para no espantarme.
Aunque no sé muy bien cómo hablar de este libro, también tengo mucho para decir. La madre de Beckett tenía un burro es un libro inteligente y entretenido, honesto y modesto, ligero y profundo, erudito y desternillante a la vez; es un catálogo de las frustraciones y felicidades del traducir, donde los límites entre las dos categorías se borronean productivamente. Si lo pensamos como una novela, la trama es simple: empieza con un traductor afiebrado, el narrador, ante el dilema que le plantea un burro curioso, el burro de la madre de Samuel Beckett, el imponente autor que se ha comprometido a traducir. Y es que este traductor, por un lado, se muere de ganas de contarle al mundo que la madre de Beckett tenía un burro (que se llamaba Kish, comía frutillas y murió atracado de tulipanes), pero, por otro lado, es “un profesional” y sabe que no debe “encajarle un burro innecesario al lector”. Ahora bien, si lo pensamos como un ensayo, La madre de Beckett tenía un burro es la solución —o la huida— al dilema. Poner el burro por delante es su estrategia más básica, el burro siendo aquí la nota del traductor. La nota al pie se convierte en libro, y no es que así el burro se vuelva estrictamente necesario, pero su carácter injustificable al menos cambia de signo: en vez de pesar, se vuelve motivo de celebración y disfrute. Porque, como observa Battistón, no sabemos muy bien cómo hablar de traducciones: rebotamos entre el insulto injusto y el elogio genérico, nos vamos por las ramas de lo metafórico (“desde luego, ese es uno de los principales problemas de la traducción: es una metáfora demasiado buena para demasiadas cosas”), y nos cuesta verla en y por sí misma, en toda su peculiaridad, con todos sus desvíos y su derroche. Será un ejercicio injustificable —sobre todo en tiempos de IA, contra la que este libro, que no la menciona nunca, es un alegato poderoso y sutil—, pero todo lo que importa de verdad en el fondo lo es.
La madre de Beckett tenía un burro es un libro hecho de todo “lo que queda fuera al traducir”: todas las curiosidades inútiles, las meditaciones y las quebraduras de cabeza, todos los arranques de entusiasmo y fastidio hiperbólicos con que llega a tejerse una traducción. Por mucho que luego la planchemos, prolijamente, toda esa vida deja sus huellas. Matías Battistón hace visibles para cualquier mortal las marcas “afantasmadas” del traducir.
Matías Battistón, La madre de Beckett tenía un burro, Emecé, 2025, 200 págs.
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