Fragmentos de un discurso amoroso. A propósito de La flamenca, de Ana Montes

Desde hace más de dos décadas, la de Sonia Scarabelli es una poética consolidada. Especialmente en lo que hace a sus formas, y quizás, desde Flores que prefieren abrirse en aguas oscuras, también en sus temas. Aun así, cada libro encuentra un aire propio, y por eso Las cosas comunes debe ser leído como una continuación y, a la vez, como un detenimiento y, por qué no, una retoma. La gracia encantadora de La felicidad de los animales encuentra en este, su sucesor, un tono que la extiende, pero de él emergen brotes de otro peso, que quedan incorporados en una densidad musical fortalecida a lo largo y a lo ancho del poema (en emoción y en metro).
Si bien en las primeras páginas el silencio recubre la pequeña voz de carne y hueso cuando esta habla sola frente al mundo (blandiendo únicamente su quebradiza experiencia), a partir de “Naledi” el canto se abre en campana y resuena con potencia de arte mayor, como en Últimos veraneantes de febrero. “Cómo creer que aquellos no soy yo / acurrucada al fondo de la gran madre quieta / que aún no acaba de desperezarse / después de haber soñado bajo inmensos glaciares”, dice la poeta y termina de definirse el corrimiento que le permite cobrar identidad a este libro. El asombro permanente que la poeta siente frente a las criaturas adquiere aquí otro matiz, en tanto ahora la unión entre el ser humano y el resto de las especies se aborda desde la historia misma de su surgimiento.
Es un amor mediado por el remontarse al origen común, y al mismo tiempo trazado en modo directo por la apelación a la creación (“quitar el yo del centro / y en la devoción sellar el pacto”), donde la canción no duda en aferrarse al adorado mundo: “late mi corazón aquí, / ¡y yo me alegro!”. La promesa abarca la vida y la entrega a la existencia la consagra al afuera sin dejar de lado la particularidad del alma humana. Y en esa condición individual, urge el respeto por la singularidad, por la palabra propia, por el poema, teniendo siempre presente la duración y la fugacidad: “Mejor así el poema, / hecho para perderse y la mañana / hecha para dejarle paso a otro / tiempo distinto”. Por más que el canto sea “banderita del día que se retira / en un santiamén”, ocurre en el ahora, y por ende, roza con su terciopelo el mundo, suspirando su huella.
La música se envalentona y se infla como el pecho de la multitud de pájaros que pululan a través del libro. Benteveos, calandrias, tacuaritas, torcazas, golondrinas, recibidos una y otra vez por la poeta como visitantes inesperados de Emaús, como quijotes del horizonte urbano, como ángeles custodios del cristal de la luz del día. “Chimango chimango” grita cuando los rapaces sobrevuelan el rectángulo de cielo de la casa, “esa seda, / ese sonido cautivador, / ese frufrú en el aire, / aquello que casi no era cacería, / más bien un baile y un abrazo”. No hay, en la naturaleza, la agresión deformante que acosa a las personas: suena en ella el pliegue de la vida sobre sí, el retroalimento, el ciclo infinito que espirala.
Y para honrar esta constatación hay que cantar alto, con entonación hímnica. En “Serena está la noche”, el estruendo de campanas se dobla para darle lugar a la afrenta de las injusticias humanas. Una línea de autodeterminación y revuelta sensible se traza a partir de entonces, preguntándose qué será “cuando ya no estemos, / la vida de los fuertes / entre los fuertes” o declarándose “no quiero saber nada con la crueldad humana, / con la ambición humana, con la avaricia humana […] y es eso / lo que hasta último momento intentaré”. Allí, en espejo, tras manifestarse, la poeta ve correr hacia ella, como a una homínida remota, a la niña que fue, la niña que hoy perdura como fantasma de la guarda, bautizada en la lectura y la escritura, y dice: “pero voy para atrás donde vos / ibas para adelante y crecías”.
De la mano de este pasado-presente, se asientan los afectos, y con ellos y por ellos, toda decisión, toda experiencia, toda enunciación se realizan. Lo que las palabras poseen para darnos sólo se solventa si hay alguien a quien acudir con ellas. “¡Pintalos!, me dan ganas de decirte, / ¡Pintalos!, llevemos esta luz a casa, los álamos, la fila del camino, / las cosas que nos salvan”, desea pedirle la poeta a su amiga mientras viajan por la ruta. El camino hacia la muerte es sabido y, más corto o más largo, también inevitable. De este modo, el calor común (la sinergia del cuerpo a cuerpo) le insufla a la vida su motivo, como una fogata a los habitantes de las cuevas, e ilumina la esperanza: “¿Te apagás, llamita? / Nunca, nunca. / ¿Te vas en el viento? / Nunca, nunca. / Brillo en tu corazón, / ardo en tu corazón, / bailo en tu corazón. / Soy el fuego del mundo, / el fueguito encendido / por tu voz y la mía. / Ardo, bailo, / canto en tu corazón”.
Sonia Scarabelli, Las cosas comunes, Bajo la Luna, 2025, 72 pág.
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