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La primera edición de Madagascar ─publicada en 1989 por Ediciones Último Reino─ asomó a la luz en medio de los coletazos de una disputa, acaso la última, entre facciones de poetas: la “poesía sin heroísmo del lenguaje” de los objetivistas, por un lado, y la cofradía del significante representada por los neobarrocos, por otro. Aquietadas hoy en día las aguas, quizá pueda leerse en el descalabro de la lengua que efectúa el poemario de Luis Bacigalupo algo más que la remisión a una estética a la que sin duda rinde pleitesía.
Porque, claro, allí están las aliteraciones, asonancias y anáforas, los parónimos, calambures y repeticiones; el arsenal con que los neobarrocos (en una línea que parte de Góngora, pasa por Lezama Lima y sigue en Sarduy, pero antes contempla un desvío en Girondo) lustraban, con tropos y robusto caudal léxico, la superficie de la lengua para desnudar la arbitrariedad de todo signo y extirpar, así, la falacia de profundidad, que no sería, de este modo, más que un pliegue de la superficie. La cornucopia, en fin, del neobarroco ─cuya simiente, por otro lado, es más variada de lo que supone el epíteto─ está copiosamente engastada en los versos de Madagascar, y en el final se vuelve declaración programática: “Pertenecemos al culto del carmín / referencia a un color que no complace / las sensibles argucias / del buen gusto”.
También encuentra uno la parodia del tópico marítimo, y de un modelo que puede rastrearse en Milonga de los caminos (1969), de Pedro Godoy, vástago rezagado del creacionismo, que en su desmesura aural anticipaba la poética neobarroca de la década del ochenta. Aunque se parapeta en la “Impura / viva mácula / de la máscara”, no se trata, en este caso, de desmontar el modelo cuanto de propagar sus sentidos.
Bacigalupo habla, en el prólogo a esta nueva edición revisada, de un “uso malversado de la lengua, atento, sin embargo, al rigor al que aspira la mejor cordura”. Tanto es así que no puede obviarse la íntima comunión entre la pirotecnia verbal y la producción de una imagen o, mejor, de un territorio imaginario cuya sensibilidad insular apunta a construir un mito de la infancia. Así, Madagascar deja de referir a un paraje preciso para trasmutar en espacio poético, donde hay “arenas volcánicas de orgías perpetuas”, “enmohecidas cavernas subterráneas”, y donde sus pescadores “Saben que nunca habrían de hallar / en sus redes / sino vacío”.
Para llegar hasta allí es menester atravesar, en un barco acaso no tan ebrio, instantes turbulentos (“Las crines huracanadas / de la mar embisten contra/ las fluorescencias de una noche asaz / flamígera”) y de remanso fugaz (“Un dolor de mar finge la flor / un hilito de agua / mientras la gota del pétalo cae / y es / almíbar de la mar”). El verso irregular alterna una respiración en staccato con encabalgamientos abruptos, y otra cadenciosa, rítmica a fuerza de iteraciones; como si buscara acompasarse al flujo y reflujo de aquello que, de Válery a Darío, tantos poetas intentaron apresar.
Esta nueva edición revisada del poemario a cargo de El Jardín de las Delicias, exquisito sello comandado por el propio Bacigalupo, cuenta, además, con unas tintas firmadas por Laura Dubrovsky, que refractan ─más que ilustrar─ la opacidad del poema.
Luis Bacigalupo, Madagascar, ilustraciones de Laura Dubrovsky, El Jardín de las Delicias, 2020, 104 págs.
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