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Hay en Archipiélago de Roberto Echavarren (Montevideo, 1944) una especie de fervor por los lugares o, bien mirado, el registro de esos lugares (Creta, Bali, Manhattan, entre otros que aparecen fugazmente) y una obediencia fija a la ley del deseo. Como en el segundo capítulo de Caro diario (Nanni Moretti), pero a su modo, las figuras del libro recorren las islas para llenarse del sentido de una experiencia mediada por la pintura, el surf y la fotografía. Y aquí los tópicos no son para nada arbitrarios, ya que respetan la lógica del retrato en su afán de encapsular el impulso (momentum) que da inicio al desplazarse, al cambiar de estado: se aclara que el surfista “persiguiendo una ola llegó a Bali”; Stavros (el pintor) dice “dibujé las caras de mis condiscípulos” y obtiene el permiso para tomar clases de pintura; la voz de la última novela (cuya atmósfera neoyorquina se halla enrarecida por las snuff movies) apunta que “reclutaba candidatos para McKenna, que se dedicaba a los retratos. Aprontaba las luces, las sombrillas, y se dedicaba a violar a esos chicos con el lente de la cámara”.
Pareciera como si en la consecución de historias el personaje fuese madurando desde el tono asombrado y típico del Bildungsroman, pasando por la tenue sensación de ebriedad y sensualidad en partes iguales que pervive en la segunda aventura, hasta la sobriedad y la subjetividad asentada de quien ha visto ya demasiado y termina por cerrar el círculo.
Hay algo que hermana a las historias y es su condición de diletancia, del puro placer de hacer algo que se parece a la nada, pero donde esa nada es la que cifra el sentido general del libro: las situaciones en las que se hallan envueltos sus personajes, con sus respectivos desplazamientos, los tornan más livianos que el aire. Esto encuentra su contrapeso en la densidad (material) de lo contado: “Era necesario reparar caños y desagües, restaurar los pisos de madera, construir un baño funcional, emparchar la azotea para que no filtrara agua. De pintar no se hablaba todavía. McKenna recogió de la calle una cama doble destartalada. Al bajar de Cornell, James traía un saco de dormir”.
Entre las ruinas y el esplendor, la mirada alucinada de Echavarren nos devuelve el goce que propicia el trazo descentrado (o excéntrico, el que más guste al lector) para contar sus aventuras homoeróticas, plásticas (sensu lato) y plagadas de observaciones que hacen de Archipiélago una topología personal: deseada, deseante y, en la medida propia de las buenas historias, inacabada.
Roberto Echavarren, Archipiélago, Modesto Rimba, 2019, 122 págs.
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