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Memorias de un hombre nuevo se sostiene en dos premisas, una universal y la otra generacional: la infancia es un país que ya no existe, y el comunismo, a medio camino entre el cuento de hadas y las historias de brujas, signó la infancia de muchos de los nacidos en los setenta. Daniel Espartaco Sánchez explicita esas premisas al hacer declarar a su narrador, en las primeras líneas de la nouvelle, que nació en la República Socialista de Ruritania, país que se desintegró por los mismos años en que aquel abandonó la niñez. Este simpático país es el único componente fantástico del texto; si bien al principio nos hace creer que estamos ante una sátira comunista a la Borat, pronto queda claro que su función es marcar el tono de lo que sigue.
Y lo que sigue es una historia que salta hábilmente entre dos tiempos: la niñez y juventud del narrador, contada en presente, y su vida adulta, ya en el México contemporáneo, contada en pasado, dejando en claro que los hechos remotos tienen más vida que una actualidad que, en su nimiedad, resulta desechable. El narrador, por supuesto, no encuentra su lugar en un mundo radicalmente distinto del que le prometieron; esos sábados pasados en reuniones clandestinas del Partido, tener un padre guerrillero y una madre activista, escuchar canciones de protesta como permanente música de fondo y jugar con pequeños cosmonautas rusos no parece haberle servido de mucho para sobrevivir en el México neoliberal. Así, el protagonista brinca de trabajo en trabajo, imposibilitado de poder acceder a una vivienda para él solo a sus treinta años, y mira, perplejo, cómo la violencia se apodera de un país hasta entonces pacífico en apariencia, en el que no resulta difícil adivinar que los niños criados con la economía de Disney tuvieron un mejor porvenir que aquellos a quienes les leían cuentos de Marx. De esta forma, si en su infancia el protagonista estuvo predestinado a convertirse en el hombre nuevo soñado por el Che, en su adultez simboliza los despojos del neoliberalismo: comunismo o neoliberalismo, de lo que no puede librarse es de encarnar la ideología que le tocó vivir.
El mayor riesgo de la nouvelle era quedar sepultada por su semejanza con demasiadas tradiciones, por no decir tics, del pasado reciente y del presente. Podría ejemplificar aquel dicho de Carlos Fuentes de que los autores del boom se preocuparon por narrar la historia con hache mayúscula, y los que siguieron, con minúscula; el minimalismo y la autoficción (basta leer el segundo nombre del autor para adivinarle padres comunistas) que saturan la narrativa contemporánea; las muchedumbres de vagabundos solitarios que legó Bolaño, o la política entendida como educación sentimental al estilo de Bruzzone, Zambra, Bisama, Nettel o Hasbún —no por casualidad contemporáneos de Daniel Espartaco Sánchez (que ya había escrito sobre esta premisa en los magníficos cuentos de Cosmonauta)—. Sin embargo, a diferencia de su protagonista, la nouvelle sí logra trascender su tiempo histórico y estético, gracias al delicado tono que se mantiene de principio a fin, tan parecido al de un cuento infantil, o a las nevadas constantes de Ruritania, que, se sabe, son dulces, melancólicas y crueles.
Daniel Espartaco Sánchez, Memorias de un hombre nuevo, Literatura Random House, 2015, 112 págs.
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