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Uno de los derroteros que el arte, en cualquiera de sus expresiones, ha elegido en las últimas décadas como vía de superación de sí mismo, y como un modo de hacer frente al peligro de esclerosis provocado por la hipercirculación y el constante manejo utilitario de sus obras y producciones, ha sido proponer —en términos más o menos programáticos, según los casos— la supremacía del objeto por sobre el sujeto que contempla y opera sobre la obra. En ese “ir hacia las cosas” residió, y reside quizás, la tarea intempestiva de una estética que se pretende materialista; tarea en la que dicha estética podría hallar el núcleo más fecundo de su índole política: en ese proyectarse hacia el objeto, el sujeto descubriría una posibilidad, no sólo de liberar al objeto mismo de los resabios de un idealismo tardío, o del imperativo de transparencia total exigido por las necesidades del flujo mercadotécnico, sino también —y esto es tan relevante como lo anterior— de emanciparse de sí mismo.
Arnaldo Antunes —músico, poeta y artista plástico brasileño— ha hecho del trabajo con el lenguaje, en su irreductible materialidad y negatividad, uno de los pivotes fundamentales para la producción de algunas de sus obras más notables. Así lo demuestra una lectura atenta de la antología Palabra desorden, primero publicada en España por el sello Kriller 71, y que ahora ve la luz en la Argentina, con algunas modificaciones, en una edición de Caja Negra. Se trata de un ir hacia las cosas que es también el intento de trazar una bisectriz hacia el lenguaje que las nombra; un intento de establecer una zona de contigüidad que no deje de dar cuenta del espacio mínimo y sutil que separa las cosas del nombre que se les asigna arbitrariamente, y a las cosas entre sí, sin por esto perder de vista la posibilidad latente de des-ordenamiento inventivo que esa contigüidad brinda. Un fragmento de un poema del libro As coisas (1992) nos ofrece el tenor de esa distancia entre palabra y cosa o imagen nombrada: “Pero no hay palabra / para decir dos cuerpos acostados, o una mano tomando / un puñado de tierra, o dos manos dadas con algo de tierra / entre ellas; como está, por ejemplo, la palabra / jardín para designar el conjunto de tierra y plantas”. Exhibir el sustrato afectivo presente en lo que se nombra —sustrato siempre opaco a cualquier tipo de referencialidad— es el camino elegido por Antunes para desmontar las sedimentaciones del lenguaje cotidiano. Una cartografía prodigiosa de asociaciones y disrupciones sonoras, léxicas y semánticas, que contribuye a suspender, del mismo modo, cualquier lógica verbal que no sea aquella que envía al juego y a la invención. Veamos, si no, un poema del libro Nome (1993): “Algo es el nombre del hombre / cosa es el nombre del hombre / hombre es el nombre del tipo / eso es el nombre de la cosa / cara es el nombre del rostro / hambre es el nombre del mozo / hombre es el nombre del trozo / hueso es el nombre del fósil / cuerpo es el nombre del muerto / hombre es el nombre del otro”. Las palabras se vuelven allí portadoras de encanto, recuperan cierto halo iniciático, casi infantil —si entendemos la infancia no como un mero estadio cronológico, sino como una fuerza siempre extraña que acecha al hablante—, y el sujeto se descubre hablando un lenguaje lejano a toda razón instrumental, ajeno a cualquier esquematismo comunicacional. En ese plano, la lengua recupera cierta función poetizante y el sujeto puede vislumbrar una promesa de felicidad.
Arnaldo Antunes, Palabra desorden. Antología bilingüe, selección y traducción de Reynaldo Jiménez e Ivana Vollaro, Caja Negra, 2014, 208 págs.
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