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Cuando uno lee la poesía de Fabio Morábito (esta edición comprende seis libros de poesía), la respuesta es una sonrisa. Una sonrisa que se corresponde con ese levísimo humor cargado de ternura que Morábito ejerce cada vez. Hay, al alcance de la mano, un mundo que es el de todos nosotros y el de todos los días, pero que a la vez no lo es. Puede escribir un poema a la media perdida, a la puerta que rechina, a una ventana, a cualquier objeto banal. Pero su mirada transforma lo que toca. Por un lado, porque eso cotidiano, que pasa sin ser visto, se enfoca en el poema y se convierte en imagen (o correlato) de otra cosa, y en segundo lugar porque esa otra cosa es inesperada.
Morábito dice que hay poesía en las cosas, a lo Francis Ponge, y que esa es la tarea del poeta: ver lo que estaba ahí. El mundo es a la vez el de siempre y uno extraño. Y la mirada que ve esa otra cosa no es la de un vidente, que trae una verdad o una profundidad, ni la de quien denuncia una opresión o un olvido. Es la de alguien que se toma el trabajo de mirar cada cosa y verla, considerarla, ensayar el punto de vista de ese objeto o situación. Un sujeto que no se presenta como sujeto fuerte, o cartesiano, o de dominio: una humildad, a la altura de lo cotidiano, para dejar que ahí salte la chispa.
No es muy habitual encontrar ese sujeto menor, y ese hallazgo es fundamental: Morábito se ubica como extranjero, en parte porque lo es, dado que escribe en una lengua que no es ni la de su lugar de nacimiento (Alejandría), ni la de su escolarización (Milán), sino la de su país de adopción (México), y en parte porque esa es la ubicación propicia al escritor que es. La posición no es la del rencor, la del sufrimiento, la de la reivindicación de nada, sino la que lo hace exquisitamente sensible al lenguaje, a la cultura, a una ligera sensación de pérdida, se diría estructurante y no biográfica. Los versos, medidos la mayor parte de las veces, le permiten ejercer y pensar esa extranjería como poesía, y en ese gesto, recorre un itinerario que lo deja en un lugar especial, ni lírico ni objetivista. Hay distancia respecto del yo, y hay transformación del objeto, hay reflexión acerca de la poesía, hay autoironía, hay pequeños datos biográficos, en una combinación única y feliz que, además, traslada esa felicidad del hallazgo sobre quien lo lee.
Difícil de describir ese tono ligero aunque no banal, un poco humorístico pero también consciente de su coeficiente de pena, distante por momentos y otras veces próximo, un poco crítico pero también tierno, muy contemporáneo. Como en el inicio de este poema: “Yo, que he olvidado las palabras / de los rezos, / enciendo el purificador de aire / por la noche / y su zumbido / da un toque lírico a los muros de mi cuarto” y termina “Enciendo el purificador de aire / con el mismo desamparo de esas noches, / de esas cuevas, / enciendo mi plegaria absurda, atea, / porque los labios ya no me responden”. Porque no hay una lengua como casa, no hay un dios que consuele, no hay patria sino la que se construye, cada vez, laboriosamente, pero sí hay poesía justamente en esas zonas limítrofes para decirlas, poblarlas, para encontrar “algo que dicho y repetido no se arrugue / y vuelva exactamente a su contorno”.
Fabio Morábito, Un náufrago jamás se seca. Edición aumentada 1984-2024, Gog & Magog, 2025, 218 págs.
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