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Las cápsulas de tiempo

ARTES

Treinta años después de alborotar la escena pública con un concepto nuevo de política, lo personal vuelve a irrumpir pero en voz baja, en puntas de pie, con el sigilo, la modestia y la discreta voluntad de persistencia del campo en el que pretende internarnos: el campo de lo Insignificante. Ya no tiene la obligación de ser dramático para ser visible; el viejo pathos, tan estratégico a la hora de la reivindicación de identidad o de género, parece ahora un accesorio irrelevante, incluso un poco artificioso, para el carácter de rumor o de espuma con el que las voces de la intimidad circulan socialmente. El yo dice yo sin énfasis; no tiene secretos drásticos que revelar. Esa enunciación, alguna vez performativa (el famoso coming out: se decía “yo” para ser otro, para hacer público un yo clandestino), ahora es estética. El yo ha dejado de ser un estandarte para ser un matiz. Pensé todas estas cosas después de ver Algún jueves, un domingo, la instalación que el grupo Suscripción (Cecilia Szalkowicz, Gastón Pérsico, Andi Nachon, Eubel, Juan Sebastián Bruno) montó entre mayo y julio de este año en el corazón de una “muestra de activistas visuales en acción”, Usted está aquí, en el subsuelo de la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires. La instalación consistía en una antología de ochenta registros íntimos de personas allegadas al grupo (básicamente diarios personales, pero también agendas, autotestimonios gráficos o fotográficos, confesiones, álbumes de iconografías privadas, partes corporales o médicos, crónicas mundanas, weblogs sentimentales, programas de fiestas, collages de materiales cotidianos), todos enfundados en folios de plástico transparente A4 y clasificados con letras y números en una quincena de carpetas con anillos que se podían consultar de pie, en atriles, o sentados, en mesas bajas.

Lo primero que sorprendía era la posición que ocupaba este vasto archivo de autobiografías en sordina en relación con el resto de la muestra: un lugar central, de privilegio, y a la vez sitiado o tal vez custodiado por un cordón de obras vecinas, una selección de piezas gráficas de agit-prop que desviaban la retórica oficial de la comunicación periodística y publicitaria para ponerla al servicio de la denuncia y el testimonio políticos. El contraste era brutal: allá, a pasos nomás, la globalización, las megacorporaciones, la malversación de la información, la violación de los derechos humanos, la manipulación de las imágenes; acá los pequeños mundos privados, las nimiedades de la cotidianidad, las sesiones de gimnasio, los intentos vanos de dejar de fumar, los boletos de subte usados, las páginas estampadas de flúo de una agenda adolescente… Tres hipótesis inmediatas: o lo personal era el oasis de la agitación política, o era su tesoro, o era su frívolo rehén. Luego vino una cuarta, más lenta y discutible y, por supuesto, más interesante: lo personal como promesa alojada en el corazón de lo político.

Porque, reencarnado como apoteosis de lo insignificante, lo personal pierde en glamour egotista lo que gana –que es mucho, incalculable– en porosidad, en capacidad de absorción, en perspicacia documental. Algún jueves, un domingo es precisamente la puesta en escena de ese debe y haber singular y de la extraña clase de decepción que presupone. Nos abalanzamos sobre esos materiales como por el agujero de una cerradura; los leemos con avidez, con nuestros detectores de morbo en estado de alerta, atentos al menor signo que delate lo inconfesable. Después, poco a poco, la pulsión amarillista cede y se aletarga (primera decepción), y lo que buscamos y leemos ya no es el secreto sórdido sino la pequeña diferencia, el lunar que destella en la insignificancia, la huella digital en la que descansan todos esos estilos que hacemos desfilar mientras hojeamos las carpetas. Todo se pone tan particular, tan idiosincrásico… que las obras mismas nos aristocratizan. Y luego, a fuerza de multiplicarse (segunda decepción), esa colección de singularidades corta los lazos que las ligaban a sus portadores y se vuelve difusa, grupal, tribal… Y es justamente ahí, en ese punto, donde todo eso que se daba a leer, todos esos textos empecinados en registrar el paso de los días, las aventuras del viaje, la ansiedad del diálogo electrónico, la evolución de la rutina gimnástica, los pormenores del ocio, los chispazos del amor, se vuelven definitivamente ilegibles. No es un problema lingüístico –son textos sin pretensiones, simples, casi infantiles– sino estético: esos textos no están ahí para ser leídos sino contemplados. Son textos fuera de sí –y cuando no son textos, cuando son servilletas de bar, boletos de subte, garabatos hechos al compás de conversaciones telefónicas, no son “objetos” sino fetiches, restos, ruinas humeantes en las que siguen viviendo todos los aquí y ahora perdidos–. Así, lo que despunta entonces en los pliegues de esas formas íntimas ya no es una subjetividad; es un bloque de tiempo y espacio, es decir: una experiencia. Es el raro hallazgo de Algún jueves, un domingo: lo personal deja de ser un atributo del yo, su efusión, su proyección tautológica, y se convierte en una técnica de captura y conservación del aura. Tal vez lo que vuelva, ahora, con el retorno de lo personal, no sea otra cosa que ese espectro inquietante, siempre liquidado y siempre latente, que Walter Benjamin llamaba aura.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Fotos de la instalación de Suscripción en la muestra Usted está aquí. Activistas visuales en acción, Espacio Casa de la Cultura, 13 de mayo al 18 de julio, 2004.

 

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