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Sin piel en el paraíso

ARTES

 

Sobre una posible historia natural de las imágenes como alternativa al artecontemporaneísmo.

 

El arte y la información solo pueden dar órdenes. Esas órdenes sólo pueden ser controladas y neutralizadas por contraórdenes.

Asger Jorn, 1964

 

En el mundo existente, cuyo centro, aun cuando no está en ningún sitio, se hunde inexorablemente, y en el que toda praxis social está atravesada por una fuerza predominante, la de la comodificación total y completa, el arte no podría ser la excepción a este estado de cosas. Su principal avatar, el artecontemporaneísmo, es un verdadero cadáver exquisito: a la vez antiguo juego de salón y actual forma rancia preservada en almíbar para consumo suntuario, vive una existencia fantasmal a pesar de su vitalidad aparente.

Sus pretensiones omniabarcadoras, por otra parte, deberían resultarnos sospechosas desde el principio, como mero reflejo de la voluntad totalizante de lo espectacular. No menos que sus crecientes veleidades metafísicas, que se cuida de presentar como poéticas y que hay que enfrentar recordando su pertenencia a un orden a la vez práxico y lingüístico o, en términos de Ludwig Wittgenstein, a su doble condición de forma de vida y juego de lenguaje, uno más entre otros, cuyo sentido social no está dado de antemano.

El agotamiento de su práctica y la inutilidad manifiesta de buena parte de sus configuraciones para provocar, estimular y producir iluminaciones sobre las condiciones de la época o para engendrar metáforas de mano para las luchas actuales ya ni siquiera precisan ser explicados: cualquier historiador del arte o curador se ve obligado desde el principio de su tarea a imaginar las hipótesis ad hoc que le permitan disfrazar sus descripciones y argumentos de novedad, hacer “lecturas” de antecedentes que no explican nada, rastrear genealogías ilustres para unos procedimientos banales e instruir sobre la irrelevante complejidad concebida para ocultar el vacío constitutivo de una actividad cuyo objetivo principal es poder, finalmente, reificarse de manera conveniente, volver sus productos lo suficientemente materiales como para que se los compre y se los venda. De algo hay que vivir, sin duda, y por qué no de esto.

El artecontemporaneísmo es aristocrático: quisiera comportar, nuevamente, los antiguos valores de la distinción, independientemente de los temas, los discursos y las intenciones de los artistas, de que hagan “arte político” o tengan, como se dice, “preocupaciones sociales”. Ya no depende de ellos: es el sistema del arte imperante, que exige pensamiento sumiso con ropajes rebeldes, el que los pone automáticamente allí, antes de empezar. Los artistas pueden, sin duda, salir a la calle e “intervenir” en los conflictos sociales y en los combates por el sentido que se libran en el espacio público. Pero para la mayoría se trata sólo de un recreo, de un breve lapsus, luego del cual, obedientes, volverán al museo, a la galería, a la bienal, al “circuito alternativo” y a la “gestión de artista”. Las salidas son, más bien, un permiso necesario: descomprimen la tensión, alivian la mala conciencia, justifican las prácticas, les proporcionan motivos en apariencia legítimos y, lo que es más importante, les permiten regresar con los fragmentos de vida que los patrones de la industria cultural necesitan como el aire para sostener la continuidad de los negocios.

La “transfiguración del lugar común”, la celebrada fórmula de Arthur Danto para explicar por qué todo es y puede ser arte, debería pasar, en todo caso, por el proceso que describe un viejo y muy citado proverbio zen según el cual, después de la iluminación, las montañas vuelven a ser montañas y los ríos vuelven a ser ríos.

El lugar común vuelve a serlo, mal que les pese a los artistas, y ya no requiere de “transfiguraciones”. El arte contemporáneo ha sido apenas ese vislumbre de la verdad, pero ya hemos sido “iluminados” y no lo necesitamos, porque podemos verlo en todas partes. Ahora esa verdad aparece sobre todo en las infinitas variaciones del marketing, pero también en las producciones de la industria del entretenimiento, y puede surgir en cualquier momento a través del uso de las tecnologías personales de la comunicación, la documentación, el registro y la manipulación de imágenes.

Estamos al fin en el después del arte –y no en la parusía del “después del fin del arte”–. Y aunque no sabemos todavía demasiado de esta situación que se muestra a gritos cuantos más museos, bienales y oportunidades para el artecontemporaneísmo se presentan en el horizonte aplastado del presente, es posible intuir que podría ser muy parecida a otro momento que tampoco conocemos más que por sus restos: el antes del arte.

El arte como constelación semiótica ha dejado de ser una forma de vida. Sería tal vez muy arriesgado y excesivo decir que ha “alcanzado su horizonte histórico”. Pero parece ya incapaz de expandirse más allá de sus actuales e ilusorias pretensiones proteicas. El arte-como-forma-de-vida es lo opuesto al arte-como-forma, que pese al conceptualismo, la “desmaterialización”, la revisitación del ready made y el resto del inventario sacro del artecontemporaneísmo, es casi lo único que persiste y prolifera en los gestos de los artistas actuales, aun cuando estos pretendan disimularlo detrás de las “ideas”, otro degradado mitologema.

El arte-como-forma-de-vida debe liberarse por completo de la dialéctica medios-fines, pero también de la antigua ficción del “arte por el arte”.

Hablamos entonces de un arte que sea sólo manifestación, que sobreviva como un resto y se sitúe en un umbral en relación con el mundo y la vida. Es decir (traspolando la reflexión de Giorgio Agamben sobre el lugar del derecho en un futuro en el que la justicia ya se ha consumado), que sea una praxis liberada también de su propio valor de uso y que se presenta más bien como un uso nuevo. Un uso que consistiría en ser un juego, un estado del mundo, pero apenas uno más, un “juego estudioso”.

De esta manera, desprendiéndose de sus determinaciones y de su “identidad histórica”, podría tal vez abrazar su singularidad y reencontrarse con su potencia perdida.

Como explica Agamben, la jugada de asumirse como singularidad, como cualsea, supone un confinar, tocar un límite. Confinarse entonces significa aquí ingresar en un umbral, “un punto de contacto con un espacio externo que debe permanecer vacío”. Singularidad + espacio vacío, que arroja una exterioridad pura, un afuera completo. O, según precisa el filósofo italiano, el umbral como “la experiencia del límite mismo, el ser-dentro de un afuera”. Se trata de una posición tan inestable como insostenible, un filo que no permite demasiados movimientos, pero que contiene todavía una posibilidad.

Lo que está más allá del umbral en el que vacila el arte es el “mar de las imágenes” del presente, en plural proliferante y ubicuo, que desborda los sistemas de prestigio: las imágenes simplemente abundan, se acumulan, anidan en todas las superficies, nos miran y fluyen “naturalmente” desde todos los puntos que recorra una mirada, y sin duda sobran. La saturación del paisaje es inherente a su modo de ser.

La crítica debordiana consideraba la imagen como la materialidad misma del espectáculo en tanto totalidad, un desprendimiento de lo real convertido en su mero sucedáneo. Al separar y mediatizar la vida en común, este desprendimiento adquiere autonomía y cobra una (falsa) vida propia que fluye hacia un “pseudomundo aparte”: las imágenes del mundo se transforman en el mundo de la imagen. Este mundo, como momento de falsa unidad, ya ha ocupado el lugar mismo de lo real. Como tal, acapara toda atención y se extiende a todo espacio disponible. Es teología y teleología al mismo tiempo. Y es asimilación del régimen de lo sensible, la fase de la guerra social que puede acometerse una vez que se controlan por completo los medios de producción y comunicación.

El artecontemporaneísmo y el marketing, cuyas diferencias son ya prácticamente inexistentes, colaboran con entusiasmo en esta tarea de cooptación.

Sin embargo, la esfera de las imágenes y su negación de la realidad vivida todavía conservan un ser común, una posibilidad para el arte, que puede rastrearse precisamente en esa voluntad de autonomía que las anima y nos interpela, y nos las muestra como organismos que evolucionan en un ambiente que les es propio, dotados de capacidades asociativas, autoorganizativas y autopoiéticas.

En Observaciones sobre los colores, Wittgenstein se pregunta si existe algo así como la historia natural de los colores. En caso de existir, nos dice, “tendría que dar cuenta de su aparición en la naturaleza, no de su esencia. Sus proposiciones tendrían que ser temporales”. Para Wittgenstein, vale aclarar, la “esencia” es siempre lógica y gramatical, no científica ni metafísica. En estos mismos términos, el programa de una historia natural podría aplicarse a las imágenes. Los “juegos icónicos” o juegos de visibilidad de los que forman parte las imágenes de la esfera autónoma se basan en su carácter ostensivo. Y la historia natural de las imágenes transcurre exactamente antes y después del arte.

La historia natural de las imágenes podría encontrar un modelo de trabajo productivo si se entiende la esfera de las imágenes autónomas como un sector especial de la semiosfera, el término acuñado por el semiólogo ruso Iuri Lotman para describir el universo semiótico. La semiosfera puede concebirse como un conjunto de carácter cerrado que contiene textos y lenguajes distintos (“texto” tiene aquí un sentido pansemiótico y abarca la imagen entendida ya como “signo icónico”, ya como “texto visual”). De manera análoga al de la materia viviente en la biosfera, ese universo es descripto como un continuo ocupado por formaciones semióticas de diversos tipos y niveles de organización, y rodeado de un espacio todavía no codificado.

Por otro lado, el programa de una historia natural de las imágenes también halla una orientación apropiada en Paolo Virno. Se trata de pensar la expresión “historia natural” como un oxímoron, una tensión que no debe resolverse en la metáfora ni en la alegoría; entendiendo historia como “la contingencia de los sistemas sociales y los modos de producción”, y natural como “la constitución fisiológica y biológica de nuestra especie, las disposiciones innatas que la caracterizan filogenéticamente”. Así, los fenómenos histórico-naturales tienen para Virno una estructura objetiva, y las invariantes biológicas o la metahistoria únicamente garantizan –y no determinan– la historicidad del animal humano, que se expresa en fenómenos sociopolíticos contingentes. En el centro de esa fricción entre los dos elementos del concepto de historia natural se encuentra la facultad humana del lenguaje, entendida como potencia: estado flexible e indeterminado y, por lo tanto, capaz de una adaptación continua a las fluctuaciones del ambiente.

La historia natural, en suma, es para Virno una semiótica que se ocupa de fenómenos temporales en tanto íconos “de ciertas prerrogativas metahistóricas del animal humano”.

Esto nos lleva al antes del arte. La película La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog, sobre las extraordinarias pinturas de la cueva de Chauvet, Francia, permite aproximarse a los restos de ese mundo de signos e imágenes enigmáticos, poderosos, que a la historia del arte le gustaría postular como el origen de su objeto aun cuando, por cumplir con la corrección política, haya tenido que desprenderse de la etiqueta de “arte primitivo”. Los especialistas en arte parietal, por su parte, se acercan a estas imágenes con extrema prudencia hermenéutica. No pueden, ciertamente, ser explicadas como “arte”, ya que tal idea no existía en el momento en que fueron producidas, hace más de treinta mil años. Sin embargo, el inventario tecnológico de sus creadores incluye la perspectiva, la animación y el 3d, recursos como iluminación, pigmentos en polvo, andamios para pintar en lugares elevados, pinceles, técnicas de esténcil, grabado, esgrafiado, aerografía (utilizando la boca para esparcir pigmentos líquidos) y puntillismo, lo que llevó a Judith Thurman –cuyo artículo en The New Yorker inspiró a Herzog– a decir que en Chauvet “inventaron el concepto mismo de imagen”. En este realismo paleolítico exacerbado casi no hay figuras humanas, salvo como sinécdoque: vulvas y manos. Invitado a escribir sobre Chauvet, el crítico Jean-Louis Schefer afirma que es fundamental pensar que las pinturas y los trazos tienen como función “marcar el espacio como un todo significante” y destaca los extraordinarios efectos escenográficos, dramáticos y de montaje de los paneles compuestos que se suceden en las diversas “salas” de la cueva, pensados para producir un nítido efecto de velocidad, imagen-movimiento y vida animada. Todo apunta a una finalidad mágica e iniciática, al despliegue de una jerarquía sagrada en la que el hombre y los animales son parte del mismo continuo de imágenes que incluso, como aventura la antropóloga Joëlle Robert-Lambin, podría haber sido concebido como la matriz generadora de la propia vida animal.

El punto en el que el antes y el después del arte confluyen es, pues, el de su pertenencia a un régimen escópico y ostensivo, independientemente de las aspiraciones religiosas y filosóficas en cada caso, y allí parecen residir también sus destinaciones posibles.

Lo que le queda al arte, por tanto, es disponer de la disponibilidad misma de las imágenes separadas y extraer de esta falsa esfera autónoma, como postula Agamben, la porción alienada y expropiada de la naturaleza lingüística del hombre.

En 1996, Chris Marker observó en una entrevista que “hoy tenemos los medios necesarios para hacer un cine intimista, personal. Hacer films en soledad, en un cara a cara con uno mismo, como trabaja un pintor o un escritor, lo que ya no tiene que ser sólo una práctica experimental”. Se refería, entre otras posibilidades al alcance de todo el mundo, a YouTube, donde ya muy cerca de los noventa años encontró un espacio para que su sabiduría en la producción, presentación y manipulación de imágenes se manifestara en una práctica casera, imbuida de la lógica del usuario, que está, a la vez, más acá y después del arte.

De los once videos que subió a YouTube con el seudónimo de Kosinki hasta pocos meses antes de morir (en julio de 2012), hay uno particularmente significativo: se llama Pictures at an Exhibition. Consiste en una galería virtual, donde se sucede una serie de détournements y collages de imágenes consagradas del arte, la fotografía y el cine, contaminadas por un “inconsciente tecnológico”, a la que unos epígrafes de humor surrealista y literal terminan de coserle el sentido. Marker las llama “xplugs”. Entre estas imágenes a la vez familiares, absurdas e inquietantes hay una que condensa lo que se pretende enunciar aquí: unas figuras humanas, la pareja original, sobre un fondo renacentista, pero desnudas hasta la capa muscular. Debajo dice: “Sin piel en el paraíso”.

El último consejo de Chris Marker bien podría ser el siguiente: para sobrevivir en el falso edén del mundo contemporáneo, que en carne viva no se diferencia del infierno, es preciso abandonar el arte, toda vez que el arte ya nos ha abandonado. Pero sin embargo, podemos seguir produciendo imágenes en nuestra particular caverna de los sueños, y extraer de ellas lo común que nos separa, para volver a reconquistar la unidad que nos fue arrebatada, mientras sonreímos con humor desesperanzado y traducimos el cansancio del inevitable dèja vu en una, en diez o en mil palabras. Conocer a fondo la historia natural de las imágenes, para mostrar y entender que, si la historia del arte es memoria, por lo tanto también es ficción, como se nos dice en Sans soleil: “Si las imágenes del presente ya no cambian, hay que cambiar las imágenes del pasado”. Antes, y después. Ahora.

 

Imagen [en la edición impresa]. Fernanda Laguna, Patas, 2000, acrílico sobre tela y collage, 50 x 100 cm.

Lecturas. Giorgio Agamben, La comunidad que viene (Valencia, Pre-textos, 1996) y Estado de excepción (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010); Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los colores (Barcelona, Paidós, 1994); Iuri M. Lotman, La semiosfera I. Semiótica de la cultura y del texto (Madrid, Cátedra, 1996); Paolo Virno, Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporáneas (Buenos Aires, Colihue, 2008); Jean Clottes et al., La grotte Chauvet. L’art des origines (Lego à Vicenza, Éditions du Seuil, 2010); Judith Thurman, “First Impressions”, The New Yorker, 23 de junio de 2008; Nora M. Alter, Chris Marker (Chicago, University of Illinois Press, 2006); La cueva de los sueños olvidados (Francia y Estados Unidos, 2010), guion y dirección de Werner Herzog; Sans soleil (Francia, 1983), guion y dirección de Chris Marker. Los videos subidos por Chris Marker a YouTube pueden verse en: http://www.youtube.com/user/Kosinki.

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