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Sobre el artista cyborg Neil Harbisson, su artefacto para percibir auditivamente los colores y otras prótesis.
Pienso en bisontes. Me pregunto cómo huelen, cuánto pesan, cómo se siente su pelaje al tacto. El sentido común me trae un animal engañoso: huele a orina y pasto, pesa como un piano, es áspero y tiene el aspecto de un toro con barba y peluca postiza. No puedo pensarlo vivo sin descalibrar su imagen, que se me impone en blanco y negro o sepia, y plana, según la reproducción que venga a mi memoria. Es la herencia visual que se transmite en directo desde Lascaux, Altamira, Chauvet: animales dibujados sobre piedra.
Yo los vi por primera vez en una enciclopedia con fotografías en blanco y negro. Como era muy niño, tres o cuatro años, veía las fotos como ventanas a un mundo de tamaño mezquino, donde las cosas estaban quietas pero tenían tiempo y producían una escena. Para mí el blanco y negro no era la marca de una mediación, sino el modo en el cual ese mundo era posible. No había añoranza de otra cosa ni preguntas sobre un color original. Además, como muchos otros niños y adultos de los últimos ciento cincuenta años, sentía que el blanco y negro se convenía bien con el pasado.
La segunda vez los vi, también en blanco y negro, en un documental que pasaban por Argentina Televisora Color. Esta vez aparecían en el contexto de la caverna, con el volumen irregular de la pared de piedra, y sobre ese, otro, el de la pantalla convexa del televisor. Habían pasado dos años desde el primer encuentro con la imagen y yo ya sabía lo que era una reproducción, con lo que estaba un paso más cerca de la experiencia desaurada de los adultos; sin embargo, la pregunta sobre las cualidades del original seguía sin aparecer. Se trataba, en todo caso, de comparar la calidad de las reproducciones entre sí. Las cavernas dibujadas de España y Francia están muy lejos.
Me llega la noticia de un hombre que no puede ver los colores, por eso pienso en los bisontes. Se llama Neil Harbisson y nació con acromatopsia en 1982. “Para mí eres igual si quito el color de la tele que si lo pongo”, le dice al conductor de un programa de la tv española. “Lo que para vosotros es ver una película antigua, o la televisión sin color, o una fotografía en blanco y negro, pues, esta es mi realidad diaria”, dice en una conferencia en México. La escala de grises no es ajena a la experiencia de quienes sí vemos los colores (mucha gente dice soñar en blanco y negro), sin embargo Harbisson la explica con ejemplos de fotos y proyecciones, como si buscara probar (lo dudo) que el noema de una escala de grises es el de ser percibida únicamente como representación. También cuenta que en el colegio secundario de Barcelona donde estudió bachillerato artístico y se inició en la teoría del color le exigieron que hiciera todas sus prácticas de dibujo y pintura en escala de grises. ¿Por qué esa doble afirmación de su diferencia? No sé si la anécdota es real, pero sirve como anuncio de un movimiento que Harbisson repite después en escalas mayores: conseguir que una institución modifique o invente una norma por y para su caso personal. Hoy es célebre por usar continuamente un aparato adosado a su cabeza, el eyeborg, que traduce los colores en sonidos, y por ser el primer cyborg reconocido por el gobierno británico.
El eyeborg no le hace ver los colores, ni está unido a sus neuronas, como uno quisiera de un cyborg, pero lo abre, ociosamente, a una experiencia auditiva del color. Harbisson no buscó una tecnología que solucionara su condición (los que sufren su carencia son los demás, no él) sino una que le permitiera construir un sentido nuevo, una ampliación de su registro del mundo. (Stelarc, el artista digital, performer y experimentador del cuerpo que es su referente contiguo, tampoco ve el uso de prótesis como signo de una falta, sino como un “síntoma de exceso”). Con modestia, en principio, el eyeborg es menos un ojo artificial que un dispositivo para entrenar y refinar el oído, ya que le exige reconocer frecuencias sonoras para asociarlas a un color; cuantos más colores quiera percibir, más sonidos debe identificar. El primer prototipo, unido a su oreja, llevaba a Harbisson a confundir la información estrictamente auditiva con la de su oído visual, algo que los modelos posteriores corrigieron transmitiendo los sonidos a través de los huesos de su cráneo.
“Lo que en un principio era información, la información del color, pasó a ser percepción del color”, dice Harbisson. Que también fuera músico fue vital en el proceso, pero no quita los años de práctica, las cefaleas, la construcción de un hábito; es esto quizás, y no el apéndice cibernético que le asoma por sobre la cabeza, lo que lo convierte en un raro y le da dimensión heroica como voluntarista de la percepción. Harbisson habla con sencillez, es ameno, hace pausas; contar su historia cien veces no lo fatiga ni le resta entusiasmo. Su veta mesiánica se disipa en estas formas.
La foto del pasaporte le ganó el estatus de cyborg. La Identity and Passport Agency no le permitía retratarse con el aparato puesto; Harbisson, sus amigos y su médico enviaron cartas a la agencia señalando que el eyeborg debía ser reconocido como parte de su cuerpo, ya que le daba una información vital que de otro modo se le escaparía. Sí, se lo quitaba para dormir, pero quitarlo de su imagen pública era sin duda una mutilación. “No es la unión entre el eyeborg y mi cabeza lo que me convierte en un cyborg, sino la unión entre el software y mi cerebro”. La agencia aceptó la foto de Harbisson con el aparato (el debate de los burócratas sobre esta filtración léxica de la ciencia ficción debió haber sido apasionante) y le renovó el pasaporte en el año 2004. Esto lo hizo popular como atracción en festivales de ciencia y programas de radio y televisión, y lo situó en el campo del arte.
El eyeborg le sirve para hacer “retratos sonocromáticos” de famosos del espectáculo o la política (el rostro de Nicole Kidman suena de una manera, que es la que surge de los colores de su piel, sus labios, sus ojos y su pelo; el rostro del príncipe Carlos de otra, y el de Woody Allen de otra; el eyeborg los reproduce como frecuencias más graves o agudas, y en mayor o menor volumen según la saturación); cuadros en color de diversas piezas musicales, en su mayoría hits de la música clásica (en Für Elisa de Beethoven predomina el fucsia, en “Primavera” de Vivaldi, el verde, y 4’ 33’’ de John Cage es blanco y negro, lo que en la escala sonocromática del eyeborg corresponde al silencio); y obras como el Concierto para piano Nº 1, en el que traduce a sonidos los colores de un piano (no un piano anónimo: un Steinway), o el Concierto para Panoborg, donde un piano especialmente preparado interpreta los colores del pianista. Desde el arte se le puede imputar a Harbisson no ser del todo novedoso, pero en los medios las novedades del arte son irrelevantes y Harbisson es eficaz en la difusión de lo que hace. Sus materiales provienen de lo que la cultura popular entiende por arte, y ese es el público que privilegia y al cual se destina.
Una porción importante de su obra es entonces Harbisson mismo, y también sus amigos y su médico, y la Identity and Passport Agency como cohesión del conjunto. El resto, sus cuadros, sus piezas sonoras, son los signos marginales de una subjetividad aislada, la suya, que para traducirse requiere de la mediación de la palabra: “estos son los colores de Vivaldi”. Creer en Harbisson, aceptar su relato, convierte esos signos en la prueba de una experiencia que de otro modo sería indemostrable. La demanda mayor es de confianza.
Harbisson se ufana de percibir el infrarrojo, el ultravioleta, los colores a sus espaldas y “el color de los rincones”, y de hacerlo, si quiere, con los ojos cerrados. La seducción de su prédica está en ser alguien que logró, a voluntad, producirse un sentido nuevo. También en el sentirse indiferenciado del aparato, en la idea de ser más que humano, y en la voluntad viral de propagarse. En 2010 fundó la Cyborg Foundation para ayudar a otras personas a convertirse en cyborgs. El objetivo general de la fundación es defender los derechos de la especie, poner a los cyborgs en la ley. Uno de sus gestos propios, con los que hace obra. “Lo que hacemos es ir repartiendo ojos a personas que quieran percibir el color”, dice Harbisson.
Los ojos llegaron a una institución de niños ciegos del Tibet. Harbisson mismo les enseñó cómo usarlos y qué hacer con esa nueva información para la supervivencia y el ocio. Produjo otros aparatos. Hizo que un sordo pudiera ver los sonidos traducidos en colores. “Nuestro objetivo es llenar un auditorio de personas sordas para escuchar o percibir un concierto, en directo, con orejas electrónicas llamadas earborgs”, dice Harbisson, mostrando un ejemplo del “I Have a Dream” de Martin Luther King en variaciones de azul y turquesa. Le hizo colocar a un joven estudiante de arte un dedo prostético con cámara, el fingerborg, que registra en foto y video aquello que señale. Después, un salto cualitativo: el speedborg, que permite hacer el cálculo preciso de la velocidad de los objetos en movimiento mediante vibraciones en la oreja, con el que Harbisson diseñó un nuevo sentido alejado de la historia de los otros cinco. “Yo no sabía qué esperar de todo esto”, dice.
La cadena de nombres crece con el impulso de una etimología caprichosa. Si “cyborg” resulta de “cybernetic organism”, ¿cuál es el par que se une en “eyeborg” o “earborg”? “Eye” + “organism”, “ear” + “organism’’, con una “b” en el medio como único resto de “cybernetic”. Es como decir “pollo orgánico”. El error (déjenme la arrogancia de pensar que es un error de Harbisson) lo provoca otra filtración léxica macerada en la ciencia ficción: la palabra “borg”, síntesis de “cyborg” extraída de la saga de Star Trek, donde es el nombre de un colectivo de humanoides parcialmente sintéticos (del lado de los villanos) que buscan mejorar la especie usando tecnología. Sin esto, “cybereye” o “cyberear” se adecuarían mejor al acrónimo inicial, aunque se perdería el efecto de radicar cuerpo y tecnología como una continuidad de vivo a vivo. Quizás a Harbisson no le importan las palabras tanto como a mí, o está acostumbrado a no creer en ellas, o lo subestimo.
Me comparo con él porque él exige mi confianza, y suele ser mejor o menos riesgoso confiar en los pares. Harbisson dice que el eyeborg registra todas las variedades de piel humana en progresión de naranja, desde el naranja muy claro, que correspondería a una piel nórdica, al naranja casi marrón de una piel africana. “Sois todos anaranjados”, dice Harbisson. Pienso en la cantidad enorme pero no infinita de bisontes posibles para mí (en fotos, en films, los otros están lejos) y en la cantidad a su alcance. Se me ocurre un chiste fácil en el que sus bisontes musicales, vibratorios y de colores me pasan por encima. Exagero, por supuesto. No sé si aumentar a voluntad el número de bisontes disponibles, como dice Harbisson que hizo, se vuelve o no con el tiempo una experiencia banal. Tampoco si sus bisontes continúan la herencia visual de las viejas cavernas o se corren de ella, dejándome afuera o atrás de algo. A mí los bisontes todavía me hacen pensar en el pasado, y por esta misma atribución involuntaria en grises o sepia mucha gente los cree animales extintos.
Imágenes [en la edición impresa]. Tomás Saraceno, Galaxy Forming along Filaments, Like Droplets along the Strand of a Spider´s Web (2009), 53a Bienal de Arte de Venecia, “Making Worlds” (imágenes tomadas del catálogo que acompañó la exhibición, publicado por el artista), p. 46. Neil Harbisson, p. 48.
Lecturas. Fundación Cyborg: www.harbisson.com/Cyborg_Foundation/Cyborg_Foundation.html. Página oficial: www.harbisson.com. Conferencia de Harbisson en México: www.youtube.com/watch?v=vkMHB7jJIOg.
Roque Larraquy es escritor y docente de diseño audiovisual en la Universidad de Buenos Aires y de guión de cine y de TV en la Universidad del Centro, en Tandil. En 2010 publicó la novela La comemadre (Buenos Aires, Entropía).
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