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Sobredosis de arte

ARTES

 

Algunas muestras del verano porteño según sus espectadores más fieles: los guardias y cuidadores de sala.

 

A mediados de 2000, la National Gallery de Londres celebró la llegada del nuevo milenio con una serie fenomenal de encuentros anacrónicos, dignos de los caprichos de Pierre Menard o las versiones de Borges. Invitados a recrear una obra de la colección del museo en una obra propia, veinticuatro grandes artistas del siglo XX dieron forma visual al diálogo con clásicos de todos los tiempos en un espectro variado de lenguajes y de medios. Un paisaje campestre de Constable revivió así en la composición de una estampa londinense casi abstracta de Frank Auerbach, rostros oscuros de Hieronymus Bosch se animaron transfigurados en un video de Bill Viola, Lucien Freud revisitó a Chardin, Francesco Clemente a Ticiano, Louis Bourgeois y Cy Twombly a Turner. El inglés David Hockney propuso un diálogo más sinuoso. En una de las obras más curiosas de la muestra, alteró diametralmente el foco de los retratos de aristócratas ingleses de Ingres y retrató a doce guardias del museo, a partir de los apuntes de una única sesión y una foto tomada con cámara oscura. Los retratos los sorprenden sentados con sus uniformes azules y celestes, de frente o en tres cuartos de perfil, casi siempre alertas, mirando esta vez al artista que invierte la dirección de las miradas con un juego literal de espejos: en Twelve Portraits After Ingres in a Uniform Style los guardias ya no nos miran ni miran las obras, sino que somos nosotros esta vez los obligados a mirarlos en los retratos de Hockney. La serie invitaba a los espectadores a buscar los rostros reales en la National Gallery, a confrontarlos con sus dobles dibujados y a descubrir incluso parecidos sorprendentes con los aristócratas de Ingres. Con sutil ironía política, Hockney desplazaba el foco en la escala social británica y traducía visualmente el juego especular de miradas que los guardias traman en las salas. Invitaba también a extender el ejercicio, a imaginar qué miran durante sus largas horas de vigilancia, qué piensan de lo que ven y escuchan, ellos, dobles voyeurs obligados de la gente que se pasea mirando. ¿Quién no se preguntó alguna vez qué efecto produce esa intimidad obligada con el arte?

Silenciosos, discretos, solícitos o sumidos en el letargo del tiempo que no pasa, los guardias y cuidadores de museos, se diría, son los últimos ejemplares accidentales de una especie en extinción: el observador sosegado. Ajenos durante horas al vértigo de las imágenes que fluyen fuera de la sala, tienen tiempo abundante para mirar una y otra vez la misma imagen. Tiempo es lo que les sobra, en realidad, y hay quienes matizan la monotonía del encierro leyendo o paseándose entre los visitantes. De pie, sentados o caminando, registran el desfile completo del público en un ejercicio improvisado de sociología aplicada, coloreado con frases oídas al pasar, preguntas inopinadas, quejas y comentarios. Pero sobre todo baten récords de permanencia frente a las obras, en una convivencia de meses con el artista que les caiga en suerte, sólo comparable a la de los propios artistas. En la era de la reproducción, son los cultores privilegiados de la experiencia del aura y los testigos más inmediatos del desconcierto que despierta el arte contemporáneo. ¿Qué resulta de esa sobredosis de arte? ¿Qué ven ellos que miran las obras más que nadie?

 

Sentado junto al templo profano de las latas de sopa Campbell que abre la muestra Andy Warhol, Mr. America, Juan Valenzuela, cuidador de Malba desde que se inauguró el museo en la primavera de 2001, dice que estar en las salas es como estar en un espacio atemporal “en el fondo de un océano”. Hace treinta y seis grados afuera en uno de los eneros más sofocantes que recuerden los porteños, pero en el océano de Malba siempre es primavera y la fauna submarina va variando, según Valenzuela, por un curioso efecto mimético que reúne a los visitantes con los artistas, con algunos personajes que parecen salidos de los cuadros. Ocho horas diarias durante ocho años de muestras no sólo lo han hecho asomarse al mundo sin moverse del museo, conversando con visitantes de por lo menos –lleva la cuenta– sesenta países de las latitudes más remotas, sino que le han acrecentado la capacidad de observación. “No hay gente feliz en el mundo de Warhol”, asegura tajante, como si después de meses de atención sostenida hubiera podido atravesar las superficies brillantes de los Warhol y el estallido colorido del pop decantara en pura melancolía y hastío. A su compañera Patricia Burzoni, en cambio, el arte de Warhol la desconcierta tanto como la respuesta del público que bate récords de audiencia en Malba. De pie junto a la instalación Silver Clouds, una veintena de almohadas plateadas infladas con helio que un ventilador mece en el aire, colecciona reacciones del público: “Hay quienes se acuestan en el piso para mirarlas, pero también los que vienen a liberar su agresión pegándoles a las almohadas, los que dejan a los chicos mientras ven la muestra como si fuera un pelotero, y los que quieren sacarse fotos con sus celulares como crucificados en la cruz roja que está sobre el empapelado de vacas, para colgarlas en Facebook”. Warhol, que registró como pocos las altas dosis de voyeurismo y espectáculo que animan la cultura contemporánea, no se hubiese sorprendido demasiado con el exhibicionismo en nuevos formatos que flota en el aire entre las almohadas plateadas y las Marilyn.

También la Fundación Proa es una especie de oasis en el bochorno de enero, más sofocante y más húmedo frente al Riachuelo. El colombiano Sebastián Camacho, guía en las salas desde que se inauguró la nueva sede, se pasea a gusto frente a un video del argentino Charly Nijensohn que abre la muestra Art in the Auditorium II, en estreno simultáneo con la galería Whitechapel de Londres: “En cuanto uno entra a la sala, el sonido de la lluvia lo inunda todo, como si te mojara el cuerpo”. Artista él también, tiene tiempo para reconstruir los procesos de cada obra en un “encuentro dilatado con semejantes” y para hacer relucir lo mejor de cada obra, intentando acallar los prejuicios que trae el público. Sentada en la sala vecina, su compañera Maite Escudero dice que es dura la convivencia con algunas obras, por más geniales que sean (la música de una instalación de Gilbert & George crispaba los nervios en una muestra reciente), pero también hay obras que cambian con los días y se vuelven otras con distintas luces y a distintas horas. A veces, cuando llega el fin de una muestra y piensa que una obra ya no estará ahí al día siguiente, cae en la cuenta de que quizás no la miró tanto como debería haberla mirado.

El tiempo holgado que reúne a cuidadores, guías y guardias en un mismo espacio es a menudo un téster de contrastes. Munidos de sus handys en la entrada de la colección de arte argentino contemporáneo del Museo Nacional de Bellas Artes, dos jóvenes guardias de seguridad no acuerdan sobre el sentido de las cinco “camitas” de Guillermo Kuitca que desde hace un tiempo abren la muestra estable. Uno de ellos cree, por el tamaño y el número, que son camitas de quintillizos; el otro, que ha pasado mucho tiempo mirándolas desde la puerta intrigado, insiste en que son colchones de un campo de concentración en los que los confinados dibujaron planos de escape (“son chicos porque hay mucha gente y poco espacio”), aunque oyó decir a alguien del público que son los sueños del artista dibujados. Hay relativo acuerdo, en cambio, entre los guardias de seguridad de la muestra retrospectiva de Juan Pablo Renzi en la Fundación OSDE. Si tuviera que elegir una de las obras, Gustavo Pereyra elegiría Ventana norte, una ventana hiperrealista que mira a un parque arbolado (“es como si la ventana estuviera ahí y uno pudiera asomarse”), mientras que su compañera, Delia Ríos, elegiría La luz de afuera, otro óleo hiperrealista en el que dos nenas de espaldas duplican al espectador mirando unas luces difusas detrás de una ventana recortada en la pared como un cuadro, puntos de fuga ilusorios, si se quiere, al encierro de un espacio sin ventanas. El realismo sigue siendo el gran favorito del espectador no entrenado (“Parece una fotografía”, repiten los guardias como un elogio, a más de un siglo de que los pintores desistieran de rivalizar con los fotógrafos), pero el tiempo los ha dejado entrever a su manera la vuelta irónica de Renzi a los engaños de la representación mimética, con sus duplicaciones inquietantes y sus juegos especulares equívocos. “Sólo después de un tiempo –dice Delia Ríos– me di cuenta de que los reflejos y las sombras del cuadro eran imposibles.” Cuando un espectador se alinea por azar entre el guardia y las nenas de espaldas de Renzi, el juego se continúa y se abisma fuera del cuadro.

 

“Suceden cosas muy sorprendentes si uno se entrega al proceso de ver una obra una y otra vez”, escribe T.J. Clark en The Sight of Death. An Experiment in Art Writing. “Nuevos aspectos de la obra salen a la superficie, los rasgos más prominentes y los más incidentales se trastocan de pronto con el correr de los días, el orden más amplio de la descripción se altera, se reconfigura, se fragmenta otra vez y persiste como un resto.” Lo comprueba sobradamente a lo largo de todo el libro, un extraordinario experimento de crítica de arte en el que Clark lleva un diario de sus cuatro meses de visitas periódicas a sólo dos obras de Nicolas Poussin disponibles por azar en un museo vecino, registro del recorrido cambiante de la mirada a través del tiempo. Desafiando el vértigo visual de la sociedad del espectáculo, el ex situacionista Clark demuestra que las imágenes nunca hablan de una vez y para siempre, sino que sólo empiezan a abrirse después de la primera apropiación idiota de la vista, y que hay que ir más allá de ese despliegue mudo ante la retina para que consigan decir algo medianamente interesante. Más aún: sostiene que frente al flujo imparable de los medios masivos, volver a una sola imagen, enfocarla, quedarse inmóvil frente a ella, alentar una respuesta a la quietud de la imagen (todo lo que se esconde y se traviste en el término “mirada”), es un ejercicio político que dialoga con otras formas de la política. El argumento es irrebatible en Paisaje con un hombre muerto por una serpiente y Paisaje en calma de Poussin, obras de una composición narrativa y formal que se despliega en la profundidad del campo y se enriquece en sucesivas miradas. Pero ¿sucede lo mismo en el arte contemporáneo, surgido a veces del vértigo de las imágenes? El arte conceptual, centrado en la intelección de una idea por sobre la pura visualidad, ¿no se consume más rápido? ¿Es posible todavía definir el arte por la posibilidad de ofrecer resistencia a la mirada?

De las célebres latas de sopa que lleva días mirando, Valenzuela dice que lo que más le sorprende es el tamaño: “Acostumbrado a verlas en reproducciones en libros de veinte por treinta centímetros, como estampitas que caben en la palma de la mano, me encontré de pronto con obras de casi un metro de alto, dispuestas como en un altar, desplegando los gustos de sopas más inimaginables. ¿Qué ve la gente cuando las mira? No sé muy bien pero la mayoría dedica más tiempo a leer el cartelito que a mirar las obras”. Los meses de convivencia con los ciento sesenta y nueve Warhol de la muestra decantan en sutiles observaciones prácticas que esconden algunas claves del efecto Warhol: el aura recuperada de los “originales” compuestos con infinitas reproducciones está quizás en la escala; las obras, iluminadas fugazmente por ideas que el genio conceptual de Warhol condensó alguna vez en aforismos brillantes, se consumen rápido. Es cierto que el mismo Warhol promovió la lectura de superficie y desalentó otras lecturas, pero el arte, todo el arte, necesita tiempo para hacer lugar al “montaje anacrónico” que enriquece la experiencia con conexiones y recuerdos inesperados. Dice Valenzuela que los espectadores de más de sesenta años evocan sus propios recuerdos de la muerte de Kennedy o de Marilyn, y los más jóvenes quieren sacarse fotos: “Hay reproducciones de la mayoría de las obras en Internet pero la gente quiere sacarse fotos, con ellos incluidos si es posible, para la creación de la memoria de su vida”. La variedad de las respuestas del público y los posibles equívocos no le disgustarían a Warhol. Hay quienes lo leen en su documentalismo más craso (“Frente a Blow Job, un breve film que sugiere una felatio sin mostrarla, una señora se preguntaba si los quince minutos que dura la escena no serían demasiados para la actividad del caso”) y hay quienes buscan otras claves, insatisfechos con la falta de profundidad de las superficies planas (“Una numeróloga descubrió que la patente del auto chocado de la serie Desastres daba el número de la muerte que siempre encontraba en autos con choques fatales”). “Por los comentarios de dos señoras –dice Patricia Burzoni–, me di cuenta de que llevadas por las fotos de Warhol travestido que están en la calle, estaban convencidas de que era una artista mujer.” Queda claro que no hay truco de la galera prodigiosa de Andy Warhol que fracase.

Los comentarios de Sebastián Camacho en Proa también son instructivos. “Aunque el video de Charly Nijensohn dura poco más de cuatro minutos y no tiene más texto que el título, Dead Forest (Storm), nadie, ni siquiera los que entran al museo buscando óleos de Quinquela, preguntan de qué se trata.” No siempre le resulta fácil disolver las sospechas del público frente al arte de hoy, pero hay obras que no necesitan demasiadas explicaciones. La observación práctica resume bien la economía casi abstracta con la que Nijensohn elude la pedagogía explícita de mucho arte político y condensa en cuatro minutos de non fiction sus ocho meses de investigación sobre el lago artificial más grande del mundo surgido tras la construcción de una represa hidroeléctrica en Manaos, su estadía en la zona con un equipo de filmación reducido costeado con un ingenioso sistema de autofinanciamiento con futuros coleccionistas, y su concepción poético-política del arte. “No le hace falta mucho más que una banda sonora de lluvia y unas siluetas de hombres tratando de mantenerse a flote sobre unos troncos en una selva inundada –resume Camacho– para hablar de los desastres ecológicos de la Amazonia.” Unas semanas más tarde, la obra viraría al realismo en la Buenos Aires inundada.

 

A principios de los noventa, dos asaltantes disfrazados de guardias robaron trece obras del Museo Isabella Stewart Gardner de Boston, entre las que se contaban cinco dibujos de Degas, un Manet, un Vermeer y cinco Rembrandt. El episodio inspiró una obra extraña de la francesa Sophie Calle, Last Seen, en la que fotografió los espacios vacíos que dejaron las obras en las salas, les pidió a guardias, cuidadores, coleccionistas y curadores que las describieran tal como las recordaban, y montó las respuestas en un texto que exhibió junto a las fotos. Consiguió así que hablara el recuerdo de las obras en una versión más democrática y facetada de las piezas originales que las de los Encuentros de la National Gallery.

“Una de las Marilyn es color rosa vibrante, otra es turquesa, otra naranja, y hay una en la gama del negro y los grises que es la que más me gusta.” “Hay una Marilyn más amarilla, otra roja, otra fucsia, otra turquesa. No sé por qué, pero la negra es la que más me atrae.” “La Marilyn lila tiene fondo verde, la turquesa tiene fondo lila, hay una como en negativo con rojos y verdes, y hay una con pinceladas que cubren el rostro. La negra y gris que está en el centro es mi preferida.” “La gama de colores de las Marilyn es muy amplia y tienen un efecto como de fuera de foco producto de los alucinógenos que circulaban en la Factory. La negra es la más impactante.” Sin mirar la serie de las Marilyn que está en el centro de la muestra, los cuidadores de Malba recuerdan la profusión típicamente pop de colores brillantes de los retratos, pero la Marilyn negra, condensación clara de la dialéctica trágica de la celebridad que Warhol dejó traslucir en un arte siempre doble, parece haber dejado en todos una huella más perdurable. “No sé de qué colores las ve el público”, agrega Clara Monti con una nota irónica que quizás ayude a entender el superestrellato estival de Warhol en Malba. “Hay mucha gente que mira la muestra con anteojos de sol.”

 

Imágenes [en la edición impresa]. Entre medio, Malba, Buenos Aires.

Lecturas. Andy Warhol, Mr. America, curada por Philip Larratt-Smith, se exhibió en Malba entre octubre de 2009 y febrero de 2010 y fue la muestra más visitada en la historia del museo. Art in the Auditorium II, la muestra de video curada por Rodrigo Alonso en Proa, se puede ver en Proa desde el 23 de enero de 2010. Juan Pablo Renzi (1940-1992). La razón compleja, curada por María Teresa Constantin, se exhibió en la Fundación OSDE entre noviembre de 2009 y febrero de 2010. Encounters se vio en la National Gallery de Londres entre junio y setiembre de 2000. T.J. Clark publicó The Sight of Death, An Experiment in Art Writing en 2006 (New Haven y Londres, Yale University Press). La idea de la historia del arte como montaje anacrónico se desarrolla en Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes de Georges Didi-Huberman (2da edición aumentada, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008).

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