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Una cabeza picoteada por los pájaros

ARTES

 

Una crónica del filme didáctico en el que Pierre Cabanne recoge confesiones post mórtem de Marcel Duchamp.

 

Hace cerca de un año, en la ciudad de buenos aires, tuve la oportunidad de conocer a pierre cabanne. Como muchos deben saber, cabanne sostuvo, a través de los años, innumerables entrevistas con marcel duchamp. Se podría considerar que tocaron casi todos los temas posibles. El arte, el ajedrez, los viajes, el silencio, la nada, la vejez, la muerte, la soledad. En la ocasión a que me refiero, cabanne se encontraba en el departamento de unos amigos míos, situado en el barrio de montserrat, donde iba a ofrecer una suerte de conferencia improvisada. Entre los invitados estaban g.s., m.c., a.p. y el artista k. Creo que también habían sido convocados c.a. y el poeta a.c. pero contestaron que para ellos duchamp era un tema cerrado. Pierre cabanne me causó una impresión magnífica. Se presentó en la reunión con un singular aparato didáctico. Era un artefacto premunido de una pantalla, por la cual se mostraba una especie de película de la realidad. Al inicio se apreció en ella una imagen realmente desconcertante.

Duchamp daba la impresión de haber sido sacado de la tumba, y a causa de la intemperie los pájaros le habían comido la cabeza. Pero la sorpresa mayor ocurrió cuando en la pantalla aparecieron algunas carátulas de libros. La portada de Damas chinas, la de Salón de belleza y la de El jardín de la señora murakami.

En ese momento se comenzó a oír la voz de marcel duchamp. Señaló que desde los orígenes de su oficio había sentido una suerte de inquietud constante por crear sin crear. Es decir, por resaltar los vacíos, las omisiones, antes que las presencias. Quizá por eso el creador de esas primeras obras –las que era posible ver en ese momento– había buscado muchas veces usar las palabras, no en el sentido tradicional, sino como un simple recurso para ejercer, de manera un tanto vacua, el mecanismo de la escritura. Por ese motivo, en más de una ocasión había copiado sin cesar las letras de los frascos de alimentos o de medicinas. También textos de otros autores. Durante algún tiempo se había dedicado al trabajo de transcripción. Ejercicio que muchas veces separa a la palabra de su función original.

Luego marcel duchamp dijo que más de una vez había constatado, con terror, el carácter profético de las obras. Que, quince o veinte años después de haberlas concebido, se había visto envuelto en situaciones similares a las que aparecían en sus proyectos. Recordaba, por ejemplo, el montaje teatral del libro Salón de belleza. Desde un comienzo él había decidido no intervenir en el proceso de la puesta en escena. Confió el texto al director para que este creara algo propio. El día del estreno, en medio de la función, duchamp cayó en una especie de éxtasis. No había asistido a los ensayos. Todo era sorpresa. Por primera vez en su vida podía leerse a sí mismo. El texto había sido respetado totalmente, pero la estructura estaba modificada de manera radical. Por eso duchamp no contaba en ese momento con la retórica que había utilizado para construir el libro, la estructura capaz de salvarlo del embate de apreciar en su verdadera dimensión las palabras escritas. Desde el comienzo de la obra había caído en un estado casi hipnótico. Sentía, literalmente, las frases ingresando de manera directa por sus oídos. ¿Qué clase de espanto ha sido capaz de elaborar una escritura semejante?, se dijo.

Sin embargo, en el universo aparentemente abyecto que se representaba en escena, marcel duchamp creyó descubrir algo fundamental: la existencia de la realidad verdadera. Lo que iba sucediendo en aquel espacio aparecía con una luminosidad y una trascendencia de las que carecía la vida diaria. Advirtió que quizá una de las razones que lo habían llevado al arte era la construcción de ese mundo paralelo, al cual debía pertenecer enteramente para lograr la existencia plena.

Daba la impresión de que mientras más sórdido fuese lo representado sería mejor. Marcel duchamp se dio cuenta de que la táctica consistía en poner por delante un universo terrible, como una suerte de protección contra el horror que ese mismo mundo iba estableciendo. El recurso se hacía evidente en la idea central de la obra La escuela del dolor humano de Sechuán, donde había tratado de recrear una forma de teatro popular cuyo fin era sacar provecho del dolor en las sociedades. Al finalizar la función de Salón de belleza, y obedeciendo quizá al carácter profético que, estaba seguro, tenían el arte y las propuestas, corrió detrás de bambalinas y se apoderó de su propio personaje; del peluquero aparecido en escena. Se lo llevó después consigo a su casa. El proceso fue lento y algo penoso. El actor necesitó varias semanas para despojarse de la figura representada y volver a ser él mismo. Antes de partir, el personaje inoculó en el cuerpo de duchamp el mal físico, la enfermedad, que aparecía como tema central en la obra representada. Marcel duchamp fue contagiado, por su propia obra, de una dolencia incurable. De un mal que, además, parecía no extinguirse, pues allí, a través del aparato ideado por el impecable pierre cabanne, que ofrecía en esos momentos la conferencia, los asistentes podían seguir viéndolo y escuchándolo hablar de las cosas que continuó haciendo después de muerto.

El proceso de la obra Salón de belleza, desde el acto creativo inicial hasta su representación en la sangre de marcel duchamp, fue casi perfecto. Según el propio duchamp, la profecía presente en toda palabra debía cumplirse. Él veía con cada vez mayor frecuencia que la realidad era sólo un pálido reflejo de las obras. Lo que más parecía impresionarlo de cierto tipo de creación, el que se llevaba a cabo desde la intuición y haciendo uso de recursos propios, era que tras levantar fronteras estructurales, creando sistemas que permitieran entender el mundo como una maquinaria, de pronto permitía advertir que no existía límite ninguno. En aquel se abrían realmente las posibilidades, y no quedaba otro recurso que cobijarse bajo un orden trascendente. Esa instancia podía estar cercana a la experiencia mística, en la cual, mediante una serie de privaciones y luchas contra la libertad individual, se buscaba el infinito.

Marcel duchamp confesó no estar seguro de que la organización de un Congreso de dobles de artistas hubiese sido una forma de seguir construyendo su obra. Estas palabras sorprendieron a algunos de los presentes. Muchos no tenían conocimiento de que duchamp hubiera realizado un congreso tal. Pese a las dudas iniciales, algunos recordaron por fin saber, desde hacía algún tiempo, que marcel duchamp indagaba las relaciones posibles entre el autor y la obra. Y tal vez para corroborar la idea, duchamp, desde la pantalla, afirmó que la búsqueda por desentrañar las relaciones entre el autor y la obra se encontraba presente en la mayoría de los proyectos que él había ideado. Fue para conocer más a fondo estas relaciones que había aceptado la propuesta de abandonar por un tiempo su oficio y curar una muestra de arte. Lo habían invitado después de escuchar una conferencia ofrecida por él en el extranjero, donde mencionaba la importancia que habían tenido las demás artes, incluso más que la suya propia, en sus primeros años como creador. Sin embargo, una vez aceptada la invitación advirtió que él no podía ser otra cosa. Su único interés era hacer construcciones artísticas. Pretendió entonces cumplir con la promesa de hacer de curador, pero sin dejar de concebir proyectos ni por un momento. Comenzó a preparar el congreso tal como lo hacía con cualquiera de sus ideas. Apeló a la figura del curador como autor y a la muestra como obra. Se le ocurrió que podía organizarse un congreso de artistas donde los artistas no estuvieran presentes. Un evento que fuera al mismo tiempo una acción plástica. Trasladaría al lugar sólo las ideas, para ver qué sucedía con los textos una vez que estuvieran liberados de sus autores. Había empezado por un arduo trabajo fotográfico –y en la pantalla se lo veía valerse de una cámara digital, que accionaba sin mirar por el visor– para retratar los seis meses que cada creador había pasado con su doble: personas tomadas al azar que debían aprender de memoria textos que repetirían frente al público en una sala de arte. La idea causó algún desconcierto y titubeos en los organizadores, pese a que la proponía duchamp después de muerto. No querían arriesgar mucho. Con todo, al cabo de una serie de discusiones el proyecto fue aceptado.

El día de la inauguración se recibieron quejas de varios maestros de historia del arte, que habían viajado desde sus universidades con el solo fin de estar junto a sus objetos de estudio. A marcel duchamp el reclamo le pareció fundamental, porque la ausencia de los cuerpos era otro de sus temas de interés. Sobre todo después de su muerte. Para duchamp el lamento de los profesores era una prueba de lo que en realidad esperan los demás de las obras. Si se trataba de ideas o formas, como podía suponerse, estas se encontraban allí presentes. Marcel duchamp había logrado difundir en la sala aquello que interesaba en ese momento a los verdaderos autores. Pero las reacciones le mostraron que para muchos lo importante eran intercambios de otro tipo y no las obras mismas.

Después del Congreso de dobles de artistas, marcel duchamp había emprendido una serie de acciones. Afirmó, a través del aparato, que la más interesante había sido la relacionada con la escritura y puesta en escena de Perros héroes. La historia comenzó al contestar duchamp un aviso del diario en el que se anunciaba la venta de unos cachorros de cierto tipo de ovejero. En esa época había muerto de viejo un perro que le había sido fiel durante años de vida juntos. Buscaba un sustituto. Había ya ensayado, sin éxito, con varios ejemplares. Con un greyhound que se estrellaba contra las paredes de su casa por la falta de espacio apropiado para correr. Con unos lebreles que ensuciaban sin la menor culpa los muebles y las camas. Hasta que le recomendaron que probara con uno de esos ovejeros, los únicos capaces de sortear cierta prueba de habilidad canina. Según le informaron, esto se debía a que eran descendientes directos del lobo. Por eso contestó rápidamente el anuncio del diario. A través de la línea telefónica hizo una serie de preguntas sobre la relación de esos perros con sus ancestros. Sobre si sus habilidades podían explicarse por una inteligencia más desarrollada que la de las demás razas. Le pidieron que esperara unos momentos. Otra persona iba a responderle. Minutos después, marcel duchamp oyó por primera vez la voz del hombre inmóvil, quien desde las primeras palabras trató de demostrar que tanto él como los perros a su cargo poseían una inteligencia superior.

Una hora más tarde, marcel duchamp estaba en la habitación del hombre inmóvil –un paralítico que, únicamente a partir de sonidos que emitía con la garganta, entrenaba perros para matar–, atento al espectáculo que el hombre montaba para las visitas. Con la ayuda de un enfermero entrenador hacía pasar a los perros por turnos. Duchamp vio cómo los animales repetían las conductas que el hombre inmóvil había anticipado momentos antes. Previo a la partida de marcel duchamp, hubo un error de cálculo. El hombre inmóvil culpó al entrenador. Uno de los animales mordió a duchamp y le destrozó el pantalón. Marcel duchamp no regresó a aquella casa sino un año y medio después. En ese tiempo escribió un texto sobre la experiencia de aquel día. Cuando iba a entregárselo al editor, pensó en volver al lugar de los hechos para constatar cuánto había de cierto en lo escrito. Advirtió con asombro que en el texto aparecían detalles en los que creía no haber reparado durante la visita inicial. Por ese motivo volvió una vez más a la semana siguiente. En aquella ocasión llevó una cámara de fotos y, como era su costumbre, tomó algunas imágenes al azar. Decidió incluirlas después en el libro y hacerlas pasar por verdaderas instalaciones. Es decir, simular que los ambientes no eran reales sino construidos por él.

Una vez que el libro estuvo terminado, marcel duchamp quiso presentar una suerte de concepto sobre la idea del hombre inmóvil y sus perros entrenados. Para lograrlo se puso de acuerdo con algunos directores de teatro para que cada uno anunciara públicamente que iba a poner la obra en escena. Empezó a difundirse entonces la versión de que Perros héroes iba a ser presentada en simultáneo en diferentes teatros. Duchamp anunció que él mismo iba a dirigir una de las adaptaciones. Se puso de acuerdo con el encargado de un complejo teatral para que en la marquesina figurase lo siguiente: marcel duchamp, director de teatro. Se colocaron también avisos en los diarios. Hasta que, de pronto, sucedió lo que suele ocurrir con muchas obras de teatro: la fecha del estreno pasó sin que nadie lo advirtiera. Todos los estrenos, pactados para que tuvieran lugar en un mismo día, fueron ignorados. Un reconocido crítico –a quien duchamp había convencido de participar en el proyecto– publicó en una revista sus comentarios sobre las diferentes obras. Decía que los montajes habían buscado poner en relieve la característica principal del personaje: la inmovilidad. Para lo cual marcel duchamp y los distintos grupos teatrales se habían servido de perros adiestrados para permanecer inmóviles sobre unos pedestales, en actitud de amenaza frente al público. Esos animales, mientras el texto se iba desarrollando, eran reemplazados por ejemplares disecados, por perros de madera, o se dejaba el espacio vacío. Los cambios se hacían con variaciones de luz.

Cuando estuvo impreso el libro, la editorial anunció que durante la presentación efectuaría una suerte de acto de desagravio para quienes se habían perdido las obras. Marcel duchamp eligió para la presentación un templo del siglo xvi. Convocó luego a los participantes en la obra que supuestamente había dirigido él –escenógrafo, sonidista, diseñador de iluminación–, para que reconstruyeran el montaje por medio de palabras. Para cuando terminaran sus intervenciones, él tenía preparada una sorpresa. Durante la reconstrucción mantuvo oculto bajo el altar del templo a un ovejero entrenado para permanecer inmóvil. A una orden de marcel duchamp el perro saltó. Allí se quedó, estático, mientras empezaba a desarrollarse el texto de ficción. Se oyó surgir del coro una voz en off que fue repitiendo fragmentos del libro. Transcurrieron cerca de veinte minutos de absoluta tensión, con el perro colocado sobre el altar de la iglesia mirando fijamente al público. Los asistentes quedaron paralizados en sus asientos. Temían a esa bestia agresiva que los dominaba. La escena, de un grupo de personas observando un altar presidido por un perro, para marcel duchamp fue una acción más eficaz que haber puesto en funcionamiento la verdadera adaptación teatral. En cierto momento, mientras sentado en la primera fila veía con el resto de los asistentes el espectáculo, sintió el impulso de ponerse de pie y preguntarles qué estaban haciendo realmente allí, en las bancas de una iglesia, admirando a un perro inmóvil. El animal seguía en su sitio. Iluminado por una luz cenital. El ambiente había sido puesto en penumbras. El templo se mantuvo inalterable. Salvo la oreja del perro, que hacía leves movimientos cuando aumentaba el volumen en que era repetido el texto.

Marcel duchamp estaba convencido de las diferencias que había entre el montaje de Salón de belleza y el de Perros héroes. Vio incluso que eran ejercicios opuestos. Muchos creyeron que el trabajo sobre los perros había surgido de la imaginación, mientras que el de Salón de belleza había sido tomado de la realidad. Algunos pensaron incluso que duchamp, antes de escribir esta última obra, había visitado un salón, que aparentemente existía, convertido en lugar para morir. En los diversos sitios donde se publicó la obra el efecto fue similar. En todos, casi a la manera de un mito, se sabía de la existencia de un espacio semejante. El grupo que realizó el montaje teatral incluso había encontrado uno en las afueras de la ciudad y había ensayado allí la obra. A marcel duchamp le parecía que en el momento actual el texto cumplía más efectivamente que en el de ser publicado con la intención originaria. La de referirse a la peste. Ahora, Salón de belleza podía retomar la peste desde una perspectiva bíblica.

Algunos años después de su muerte, cuando aquel acto ya iba a pasar al olvido, marcel duchamp empezó a extrañar su cabeza. La que posiblemente había sido devorada por los pájaros. Para el mismo pierre cabanne era un misterio la aparición del cuerpo de duchamp en medio del sendero de un cementerio. Vestido con su traje de siempre, inmaculado a pesar de la voracidad de las aves. Más de un artista podría establecer una hipótesis al respecto. Algún escritor idear una historia que hiciera coherente el hallazgo de un cuerpo, irreproducible y sin posibilidad de anonimato, aparecido prácticamente de la nada. Marcel duchamp sin cabeza; pero, si el aparato de pierre cabanne no mentía, deseoso de recuperarla. En la pantalla, duchamp parecía no saber qué hacer sin ella. La sensación de pérdida le impedía realizar actividades a las que había estado acostumbrado. Mirar el mar, jugar ajedrez, imaginar el esqueleto de obras como La última cena o el Guernica. Aunque no era eso únicamente lo que le molestaba. Al cabo se dio cuenta de que le hacía falta una suerte de artificialidad capaz de suplir el vacío de su cuerpo. Algo que hiciera evidente la falta. No quería acudir al mundo de la ortopedia. Le era desagradable la idea de que le hicieran una cabeza que tratara de simular la perdida. En ese ámbito, por lo general, en lugar de resaltar lo artificial se buscaba esconderlo. Tampoco deseaba apelar a la religión. Se le hacía impensable caminar con una cabeza de elefante como la del dios ganesh. Algunos años atrás había realizado cierto experimento cuyos resultados le dieron ahora la clave para resolver su problema. En aquella época usaba una cabeza ortopédica, y al llegar a determinada ciudad había sentido el rechazo de la gente. Acudió entonces donde un hombre que se dedicaba a fabricar máscaras, quien le confeccionó una careta repleta de piedras de fantasía que hicieron que los demás asumieran ante su presencia una suerte de asombro alegre. A partir de aquella experiencia, marcel duchamp tuvo claro que su próxima cabeza tenía que provenir necesariamente del universo de la plástica. Recurrió ahora a uno de los artistas más importantes, que al cabo de algunos encuentros ideó una serie de cabezas posibles para duchamp. Piezas que a la vez que poseer una función práctica –existe un esbozo para un cráneo capaz de portar de manera oculta un teléfono celular, un ipod y una pluma minúscula– acordasen con una estética determinada.

La propuesta que marcel duchamp encargó al artista quizá se relacionaba con hacer del accidente, de la ausencia de cabeza, un hecho comunitario. Que la característica dejara de ser sólo suya para convertirse en una práctica que involucrase al resto. Duchamp imaginaba una acción para hacer del vacío de su cabeza faltante una suerte de jardín público. Un espacio anónimo que todos y cada uno tendríamos la responsabilidad de mantener en perfectas condiciones. En el cuerpo de marcel duchamp se presentaba el accidente como una suerte de casualidad. No había, a ojos de duchamp, ni una sola persona que llevara realmente la cabeza sobre los hombros mientras a él le faltara la suya.

Después de que marcel duchamp mencionara el asunto se hizo un silencio en el departamento porteño. Cesaron por completo las discusiones. Pierre cabanne se puso al lado de la pantalla y dijo a los presentes que iba a apagar el aparato unos minutos. Que mientras tanto hablaría de cierta obra que duchamp acababa de publicar. Se titulaba Yo soy el autor de ese libro y, por medio de una serie de complicados procedimientos, relataba una serie de sueños y premoniciones. Ponía en práctica una acción artística proveniente del interior del alma, como a marcel duchamp le gustaba denominar a cierto ejercicio inconsciente que solía ejecutar. Indagaba además en el carácter profético de las obras. Dos de sus obsesiones.

Sin mediar transición, el aparato didáctico comenzó a funcionar de nuevo. Se iluminó la pantalla y hubo un acercamiento al rostro que, según pierre cabanne, era el del marcel duchamp actual. Nadie entendió si se trataba de una máscara, de una cara ortopédica, o de la faz que le había otorgado el otro mundo. Duchamp volvió a hablar. Confesó que había copiado, de manera deliberada, obras de otros autores. No como ejercicio de transcripción, lo que había hecho sobre todo de joven, sino para hacerlas pasar como propias. Aclaró que había comenzado cuando, después de su muerte, había caído víctima de una depresión severa que trató de controlar sin ayuda de medicamentos. Padecía ataques de angustia y de pánico y cierto estado de desesperación. Buscó el auxilio de un terapeuta especializado en un análisis psicológico ortodoxo. Fueron varios meses de gran sufrimiento, que cesó cuando un psiquiatra al que había recurrido le suministró la medicina adecuada. Durante el tiempo de su martirio no pudo hacer otra actividad que la creación de una obra, que llamó La jornada de la mona y el paciente. Al principio consistía en una serie de escritos, a manera de cartas, que le escribía al analista ortodoxo para que entendiera su situación. Lo hacía porque, en las sesiones diarias a las que asistía, el analista había instalado el rigor del silencio como eje de la cura. En esos días, duchamp recibió una invitación para participar en un homenaje al escritor samuel beckett. A pesar de la crisis por la que estaba atravesando, marcel duchamp aceptó asistir. Al parecer no estaba consciente de las consecuencias que esto podía traerle. Luego lo olvidó por completo. Una semana antes del homenaje recibió el programa donde aparecía su nombre impreso. Entró en un pánico aún mayor. Una de las características de su estado era la exaltación del sentido de la responsabilidad. Tuvo pavor de haberse comprometido y no poder cumplir. Únicamente contaba con el texto que había escrito para retratar su crisis. Entonces llevó a cabo un acto sumamente elemental sin pensarlo mucho. Debajo del título La jornada de la mona y el paciente puso el nombre de samuel beckett como si este fuese el autor de los mensajes dirigidos al analista. Se lo entregó a una directora de teatro preguntándole si estaba en condiciones de realizar un montaje de emergencia con aquel material. Curiosamente, la culpa que acarreó este acto produjo cierta recuperación de su equilibrio emocional.

Pero aquella no fue la única acción de esa naturaleza que realizó duchamp. En otra oportunidad transformó La metamorfosis de franz kafka en un nuevo texto. Usó sólo las palabras que había empleado el autor del relato original. Una vez se hubo despojado de la anécdota central –la transformación– quedó el testimonio de alguien que no puede conciliar el sueño y experimenta, como producto del estado, perturbaciones que lo hacen sentirse casi como un insecto. Duchamp modificó el relato ajeno para crear un nuevo texto apto para las imágenes de cierto fotógrafo que le había solicitado hacer un libro juntos. Cuando le llegaron las fotos elegidas, marcel duchamp vio que eran retratos de casas vacías. Aparte de este rasgo, no encontraba en ellas ninguna particularidad. Lo único que podía apreciar era la mudez de los objetos representados. Le pareció, nunca supo por qué, que eran casas perfectas para insomnes.

En ese momento los asistentes al departamento de mi amigo vieron en la pantalla las fotos de las casas que el fotógrafo le había enviado a marcel duchamp. Pierre cabanne afirmó, en una suerte de diálogo con la pantalla de su invención, que más que mudas las casas le parecían solitarias. Duchamp dejó de hablar. Recién en ese momento los asistentes supimos que existía la posibilidad de una interlocución entre la sala y las imágenes de la pantalla. Las tomas donde aparecía duchamp no estaban grabadas. Con cierta vergüenza comprendimos que había escuchado los comentarios hechos en la sala. Marcel duchamp daba la impresión de haberse quedado pensando en el parecer de pierre cabanne. Cuando volvió a hablar dijo que lo solitario no lo encontraba necesariamente en esas casas. Para referirse a la verdadera soledad, afirmó, había que remitirse a la columna que el cineasta luis buñuel –a quien había conocido en ciertos estudios de cine en california– había abandonado en medio de la nada tras la filmación de la película Simón del desierto.

Marcel duchamp recordó, a partir del tema de la soledad de la columna, la vez en que lo habían requerido para un congreso sobre cine y misticismo. La invitación le había causado asombro. Estaba seguro de no poseer el perfil intelectual adecuado para el evento. Como de todos los temas que lo apasionaban, no tenía nada en particular que decir. Tanto en asuntos de cine como de misticismo hubiera preferido escuchar lo que tenían para decir los otros. Sin embargo, sólo se podía asistir a aquel encuentro por medio de una presentación. Recordó que alguien le había contado que la columna de la película de buñuel se encontraba abandonada en el desierto. Marcel duchamp se abocó entonces a conseguir una imagen reciente de la columna. No podía acudir personalmente adonde se hallaba, pero pidió una y otra vez que le consiguieran alguna foto. Finalmente le llegó una reproducción perfecta. Tomada por una profesional. Se mostraba sólo la cúspide, y en los lados de la plataforma se podían apreciar caracteres bíblicos. A un extremo de la foto, casi como por azar, se veía un poste de luz. Duchamp, luego de apreciarla por unos días, mandó enmarcar la foto como si fuese una representación religiosa. Mandó también hacer una serie de estampas alusivas a la columna, que después repartió entre sus vecinos. Al día siguiente volvió a las casas que había visitado llevando su cámara. Fotografió uno por uno a sus vecinos, a quienes pidió que mostraran ante la cámara las estampas que les había regalado. Duchamp intentó hacer creer que sus vecinos eran miembros de una cofradía creada en torno a la columna perdida. El texto que acompañaba las fotos decía que un grupo de personas había decidido huir de la ciudad para mejorar sus condiciones de vida. En su peregrinación hallaron la columna de la película de buñuel. Estas personas decidieron tomar ese hecho asombroso como una señal y aposentarse en sus alrededores. Pronto comenzaron a asignarle virtudes curativas al monumento.

En determinado momento, casi sin mirarnos, pierre cabanne nos dijo que, pese a lo que afirmaba en la pantalla, marcel duchamp no supo nunca qué significaba crear sin crear. Las explicaciones que llegó a ofrecer al respecto parecían haber sido formuladas sólo como pretexto para continuar vivo pese a las circunstancias. Dijo también que el cuerpo de duchamp nunca fue sacado de la tumba, y que su cabeza jamás fue picoteada por los pájaros.

El aparato didáctico ideado por pierre cabanne tampoco existió nunca. Así como es mentira la existencia de la reunión en el departamento de mis amigos situado en el barrio de montserrat. Ninguno de los que mencioné estuvo nunca allí. Ellos saben que no necesitan de nadie –y menos de un artificio monstruoso como el supuesto aparato didáctico– para conocer en profundidad la obra de duchamp. Saben, además, que la figura del artista marcel duchamp se encontrará situada siempre más allá de cualquier artilugio. Muda y ausente. Como la que mantuvo el perro colocado sobre un altar.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Foto de Graciela Iturbide.

Lecturas. Pierre Cabanne, Conversaciones con Marcel Duchamp (Barcelona, Anagrama, 1972); Graciela Speranza, Fuera de campo. Literatura y arte argentinos después de Duchamp (Barcelona, Anagrama, 2006).

Mario Bellatin (Ciudad de México, 1960) ha publicado, entre otras, las novelas Salón de belleza (Buenos Aires, Eloísa Cartonera, 2005), Perros héroes (Buenos Aires, Interzona, 2003), Flores (Barcelona, Anagrama, 2004), Jacobo el mutante (Buenos Aires, Interzona, 2006), La escuela del dolor humano de Sechuán (Buenos Aires, Interzona, 2005) y El Gran Vidrio (Barcelona, Anagrama, 2007). En 2001 obtuvo el premio Xavier Villaurrutia. Las ediciones de sus libros son numerosas en toda Latinoamérica y en otras lenguas. Desde hace unos años dirige la Escuela Dinámica de Escritores (ver Otra Parte 11). 

1 Ene, 2008
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