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Una escuela como una instalación artística

ARTES

 

La Escuela Dinámica de Escritores y una práctica encaminada a abolir la frontera entre la literatura y las otras artes.

 

Aparte de hacer mis libros dirijo una escuela de escritores. Es un espacio donde sólo existe una prohibición: la de escribir. Es decir que los alumnos –tal vez deba decir los discípulos de un número grande de maestros– no pueden llevar allí sus propios trabajos de creación. En vez de cotejar sus textos unos con otros, deben tener la mayor cantidad posible de experiencias con creadores en plena producción. La premisa de una escuela semejante podría ser que enseñar a escribir es imposible, y precisamente por esto es imprescindible crearla y mantenerla.

Hablo de una escuela vacía en donde no hay programas de estudios. De un espacio donde se examinan asuntos relacionados no sólo con la literatura sino, especialmente, con las maneras que tienen las demás artes –señalo las demás artes como forma de expresión, porque consideramos la literatura como un arte en sí misma– de estructurar sus narraciones. Es en esta cuestión que creo que el proyecto se sitúa en una frontera donde, en cierto modo, se desdibuja aquello que conocemos como literatura y aparece un cuerpo en el cual el ejercicio de la escritura toma categoría de práctica artística. Como sucede en toda frontera, a uno y otro lado de esta se configuran sendas zonas que permiten pensar que la práctica de escritura es, asimismo, capaz de transformar en literatura el ámbito de lo que se considera las demás artes.

La escuela puede ser considerada como una obra de arte en sí misma. Más bien, como una acción artística. Una obra que necesita un constante movimiento de ideas y de personas para expresar su razón de ser. La obra es de un carácter tal, sin embargo, que le confiere una función profundamente didáctica. Partiendo de formas de colaboración entre creadores que se asocian durante tiempos determinados con un número grande de discípulos provenientes de ámbitos diversos, se inventan mecanismos que permiten la adaptación de procesos artísticos –incluyendo los escriturales– cuyos resultados son imposibles de prever.

La escuela está dividida en difusas líneas de trabajo: composición, contenidos y formas de construcción. La primera consiste en el diálogo sobre temas específicos del ejercicio de escribir, tales como el punto de vista, la primera persona, el uso de adjetivos, la utilización de distintos modos, técnicas o formas capaces de hacer que los textos que se pretende crear respondan a una suerte de sistema.

La segunda línea está relacionada con una serie de contenidos. Más precisamente, con la demostración de que los contenidos no son importantes en sí; de que mucho más relevantes son las formas que los sustentan. Es algo difícil que se entienda cómo en una escuela de escritores se puede discutir tanto sobre Kafka como sobre Faulkner sin que tenga mayor importancia lo que se dice de ellos. Lo único que interesa en estas sesiones son los elementos y puntos desde los cuales se aborda la discusión. Autores y obras no son sino pretextos para entablar un diálogo.

La tercera línea de trabajo, la centrada en formas de construcción, me lleva a pensar que desde la literatura misma es imposible mostrar cómo están estructurados los textos. Como en literatura no parece contarse con una retórica predeterminada que se deba seguir –si existiera algo así, al modo escolástico, el resultado sería precisamente una mala literatura–, me parece importante recurrir a formas de construcción de otras artes, de modo que sus visiones nos den cierta perspectiva del arte de narrar.

En realidad, la escuela viene a ser un punto de confluencia de diversos creadores de obra reconocida con discípulos que pretenden dar forma y razón de ser a su actividad de escribir. Estos discípulos deben generar sus textos personales en un espacio ajeno a la escuela. Deben construir lugares propios de creación donde lo aprendido, mejor dicho, lo experimentado en la escuela se pueda poner en práctica. La escuela sólo debe servir como una suerte de detonante para que cada cual se enfrente solitariamente con su propio trabajo. La intención es que la obra resultante no se encuentre bajo ninguna otra tutela que la del creador. Pienso que una obra ejecutada en estas condiciones podría hacer más evidentes sus particularidades, favorecer la existencia de una suerte de escritura propia, y estoy seguro que contribuirá a dar dinamismo a la literatura. Justamente en relación con este aspecto –para propiciar el movimiento que debe tener toda escritura–, es preciso transitar, como señalé, por la frontera sutil y engañosa donde entran en juego los elementos comunes a todas las artes. Es para propiciar esta confrontación que el concurrente a la escuela pasa por la experiencia de compartir innumerables horas de trabajo, durante dos años, con ochenta de los más reconocidos creadores. De esta forma gana un tiempo sumamente valioso –hace descubrimientos que por sus propios medios quizá le llevaran años– en el que experimenta con una enorme cantidad de procedimientos pasibles de ser aplicados a su obra.

No se puede, no se debe, enseñar a ser escritor. Pero sí se puede ayudar a quien practica la escritura a reflexionar y definir con precisión qué es ser un escritor; a tomar conciencia de qué es lo que está escribiendo y qué posibilidad tiene de leerse a sí mismo; a advertir los distintos elementos que conforman su sistema de escritura y llegar a discernir si está siendo fiel a las reglas que emanan del discurso o está imponiendo ideas más relacionadas con un “deber ser” del escritor que con la escritura personal.

Otro de los intereses de una escuela semejante es servir de nexo entre los discípulos y las distintas instancias literarias. No se trata de establecer un vínculo real como si se tratara de una agencia de talentos, sino de que entre los maestros, aparte de los creadores en sentido estricto, se encuentran también editores, agentes y funcionarios de cultura.

Es evidente que quiero evitar que la escuela desempeñe tanto el papel convencional del taller literario como el del espacio de lo académico. En ningún momento está aquí en juego el pensamiento tal como se lo suele entender. Se trata más bien de escapar a las ideas tradicionales sobre la manera de obtener el conocimiento. A la idea de que existe una fórmula, una verdad alcanzable, y de que una vez que alguien posea el secreto le será posible dedicarse a escribir. Los libros, mientras más excéntricos, más valiosos: tal una de las consignas posibles de una búsqueda como esta. Cuanto más claramente obedezcan los textos a su propia lógica, más llegarán a ser estructuras que se trasciendan a sí mismas.

Ya dije que la escuela no tiene un plan de estudios predeterminado. El plan varía de acuerdo con los maestros dispuestos trabajar en este ámbito en distintos períodos. El maestro propone el tema que le interesaría desarrollar y la escuela proporciona las reglas de juego para que se establezcan las diferentes dinámicas, que varían según las propuestas.

La escuela no necesariamente tiende a formar escritores en sentido estricto. La idea es que la experiencia pueda materializarse en una serie de disciplinas, especialmente las de carácter humanista y artístico.

Los orígenes de la escuela están en diversas experiencias llevadas a cabo especialmente en disciplinas distintas de la escritura. Le dieron inspiración fundamental la búsqueda mística presente en determinadas religiones, la práctica psicoanalítica o las diferentes manifestaciones de laboratorios artísticos de los mundos de las artes plásticas, el teatro y la danza. El ejercicio espiritual de los sufíes –rama mística del Islam que busca el todo dentro de los accidentes particulares–; los módulos de experimentación de la danza Butoh –que logra hacer del gesto y del silencio toda una estructura–; el modo de enfrentarse a su consulta de Jacques Lacan –quien propiciaba que el inconsciente y el lenguaje encontraran sus propias formas de expresión–; los seminarios de Jerzky Grotowsky y Tadeusz Kantor –de cuyas propuestas forman parte el fallo o el supuesto error–; las reflexiones sobre tiempo y espacio presentes en los textos de Peter Brook; Andrei Tarkovsky y su empeño por contar lo imposible de ser contado; Joseph Beuys y su posibilidad de comprimir en una acción cientos de años de actividad artística; Marcel Duchamp y su afán por mostrar lo oculto detrás de lo oculto: tales habrían sido algunos de los puntos de partida para las prácticas de la escuela.

Si bien es cierto que se parte de referentes fundamentales y hasta cierto punto de una apropiación general del siglo XX, trato de que la forma de colaboración entre distintas personas que favorece la escuela permita articular de una nueva manera –aún no definida pero ya anunciada por una serie de manifestaciones incipientes– los procesos artístico-literarios. Esto, por decirlo de algún modo, pues todavía no encontramos cómo designar bien la forma de construir más allá de las reglas que rigen actualmente tanto la literatura como el arte.

Aparte de los programas de escritura creativa de las universidades estadounidenses, los talleres convencionales o la práctica de la asesoría personal, no existe en el campo de la escritura una experiencia semejante a la de la escuela. No es que considere esto un valor en sí mismo; siento más bien que abre una serie de opciones para reformular la acción de escribir de la manera más íntima y personal posible. Creo que en una escuela con estas características es importante su no existencia en el plano de lo real. Si bien se lleva a cabo un número determinado de sesiones en una planta física que posibilita el encuentro entre maestros y discípulos, lo que en verdad los une es el vacío en el cual se sustenta el arte. Para llegar a la nada necesaria en la que se alza toda estructura artística, los discípulos deben pasar por la frontera que mencioné antes, cuyos trazos son inmateriales. Pasar por la frontera que siempre estuvo allí, presente, pero que muy pocos están capacitados para percibir.

Desde la perspectiva de la participación comunitaria y anónima, como dije, la escuela puede ser tomada como una obra en sí misma. Como un espacio capaz de hacer evidentes los procesos por encima de los resultados. El fin de la Escuela Dinámica de Escritores puede ser la escuela misma. Sería, me parece, una gran instalación o acción artística, que empezó una vez y sigue fluyendo en el tiempo. Las fronteras, quiero creerlo, quedan abolidas.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Lux Lindner, de la serie "Cabezas de Carácter de la Imaginación Ultrafinanciera".

Mario Bellatin nació y vive en México. Ha publicado varios libros de narrativa que amplían notoriamente el campo de la literatura, entre otros: Shiki Nagaoka, una nariz de ficción, Perros Héroes, Lecciones para una liebre muerta, La escuela del dolor humano de Sechuán y Jacobo el mutante. Por Flores obtuvo en su país el premio Xavier Villaurrutia.

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