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Santiago Sierra. Cómo decir NO

ENTREVISTA

 

“Polémico”, “provocador”, “revulsivo”, “irritante”, “bromista cínico”, “explotador odioso”. Son apenas algunos de los muchos calificativos con los que se ha intentado conjurar la incomodidad que provoca el arte de Santiago Sierra. Hilando más fino, se lo ha afiliado al minimalismo, a la anti-forma, al land art, a Joseph Beuys, a Marcel Duchamp o al situacionismo, como creador de esculturas sociales, ready-mades asistidos de una sociedad post-utópica o historias situadas en ciudades devastadas por los estragos del neoliberalismo. En términos más claramente políticos, por fin, se lo asocia al anarquismo, el marxismo o el nihilismo, como si las invectivas, los precursores o los “ismos” pudieran sosegar la irritación física e intelectual que provocan los actos que pone en escena, a los que nos invita como eventuales cómplices. La primacía de la ética, la estética o la política define los juicios o afiliaciones, pero es evidente que cualquiera de esas vías resulta fatalmente impropia si no acierta a definir un compuesto más complejo que reúne estética, ética y política de manera inescindible, capaz de tramar nuevas relaciones entre el trabajo y el dinero, el arte y el mundo, centrales en su redefinición del arte político. Él mismo se ha definido como “un minimalista con complejo de culpa” o como “un megaobrero que ha superado el anonimato y cuyos productos rebosan plusvalía”, fórmulas que anudan los términos y obligan a precisar la naturaleza de las relaciones. Convendría por lo tanto empezar por descartar algunas respuestas consoladoras: Sierra no es un narrador omnisciente, no representa, no documenta, no registra, no es ejemplar, no alecciona, no pretende cambiar el arte ni el mundo. No es un activista. Crea situaciones que nos abruman por la claridad de los enunciados y nos arrojan a un abismo de sinsentido. “Hacemos nuestro trabajo porque hacemos arte –dice– y porque creemos que el arte debería ser algo que siga a la realidad. Pero no creo en la posibilidad de cambio. Ni en el contexto del arte, ni el contexto de la realidad”. Así de claro: el arte no está en una esfera independiente de la política y por lo tanto atrás quedaron las ilusiones setentistas sobre el poder transformador o libertario de la producción artística. “Hay esperanzas pero no para nosotros”, dijo sombríamente Kafka, comenzando el siglo XX. A principios del siglo XXI Sierra es todavía más tajante: no hay demasiadas esperanzas, una confesión dolorosa que a nadie le gusta escuchar, como a nadie le gusta asistir al sometimiento de sus remunerados y de todos los remunerados del mundo. Su reciente NO, Global Tour lo ha dicho de la manera más sintética y ubicua, conceptual y material. Un NO hiperbólico es el gran protagonista de una road movie negrísima como las letras de la palabra vuelta monumento portátil, con escalas virtualmente infinitas en los enclaves fatídicos del mundo contemporáneo.

 

GS: Naciste en Madrid, tu primera formación y tus comienzos en el mundo del arte fueron en España, pero después de un tiempo en Alemania te instalaste en México en 1995, viviste allí más de diez años y, aunque has hecho obras en “sitios específicos” de todo el mundo, desde 2010 vivís nuevamente en España. Tu obra ha hablado de manera muy tajante sobre la identidad nacional, el arraigo a un lugar, la simbología patria, particularmente en las piezas que presentaste en la Bienal de Venecia en 2003, una especie de reducción al absurdo de la representación nacional: tapaste la palabra “España” en el Pabellón Nacional en Palabra tapada y tapiaste la entrada en Muro cerrando un espacio. Pero también has hablado sobre la cuestión en términos más amplios, con algunas obras sonoras como Primer verso de la Marsellesa tocado ininterrumpidamente por una hora, una obra de 2004 que se interpretó en Francia, o Himnos de Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, reproducidos al mismo tiempo y continuamente en el Cabildo de Montevideo en 2007, o en el Long play europeo de 2009, que reducen al absurdo los símbolos patrios de todas partes. Todo este rodeo para preguntarte por qué te fuiste a vivir a México, por qué volviste a España, qué relación tenés con tu cultura de origen… Tu lugar, a fin de cuentas, ¿es el sitio específico donde sucede cada obra? 

SS: La idea de país en general me parece una idea de explotación ganadera: trabajamos, producimos y una parte de nuestro salario va a parar a las arcas del Estado, que sería el explotador de esa ganadería. En cuanto a la identidad nacional, es algo así como un handicap, algo a superar. Cuando comienzas a viajar, te vas enriqueciendo, te vas sintiendo mucho mejor, menos afincado en una tierra que en otra. El idioma, por supuesto, te ata, porque siempre te gusta más escuchar a alguien que habla tu mismo idioma y los otros idiomas implican un mayor esfuerzo intelectual. Pero no siento una vinculación patriótica con España. No tengo nada contra la gente que vive allí, me encanta, como también me encanta la gente que vive en otros países. Solo que el patriotismo no es lo mío. En cuanto a las obras de Venecia, se me había encargado una cosa muy fuerte que era la representación nacional, lo que para mí significaba un problema y un desafío. De cualquier manera, pienso que esas piezas se podrían haber puesto en cualquier otro pabellón, en el de Francia o en el de Argentina.

¿Por qué te fuiste a México?

Cuando me fui de España, pensaba que era más fácil ser artista que conseguir un trabajo digno. Y más allá de las cuestiones personales que coincidieron en la decisión, en ese momento todo arte de raíz duchampiana era completamente underground en España y lo que no apestaba a óleo no era aceptado. Yo me quería ir a Latinoamérica, a Colombia, pero la verdad es que recién llegado de España el fregado colombiano me resultó muy fuerte y no pude soportarlo. A México llegué en plena crisis. Me acababa de ir de la crisis de España y llegué a la de México. Y en seguida vi que había allí un catálogo de situaciones laborales delirantes, un país en el que puedes pasar de Zúrich a Kinshasa cogiendo un autobús, y ahí me quedé atrapado. Creo que es el efecto de El ángel exterminador de Buñuel. No puedes salir de la habitación. A mucha gente le pasa. 

Pero ahora volviste a la crisis española. ¿Es casualidad?

Es cierto que me atraen los problemas. Cuando veo que hay mucho lío en un sitio, quiero verlo, quiero ver qué pasa. Pero también había una cuestión personal, me apetecía volver a casa. Y lo que encontré en España fue un desarrollo mayor de lo que ya sabía que venía pasando. Después de la Guerra Civil, España pasó a depender del fascismo centroeuropeo, lo que prácticamente la convirtió en un protectorado, donde todas las decisiones importantes son tomadas en el exterior. Tenemos una elite política colaboracionista con el fascismo centroeuropeo, penetrada por el crimen organizado, un país en que la jefatura del Estado la lleva un militar franquista, en fin… un desastre. 

Nombraste El ángel exterminador. A pesar de tu desarraigo voluntario, es evidente que hay marcas claras de la cultura española en tu obra. Tu relación con Buñuel por ejemplo, o con un artista conceptual como Isidoro Valcárcel Medina, ajeno al sistema institucional del arte y al mercado.

Sí, claro. Isidoro es un gran artista del “No”. Lo han invitado a exposiciones internacionales y ha dicho que no. Lo han invitado a miles de cosas y ha dicho que no. Siempre dice que no. 

Un maestro…

Un maestro, claro. Debe haber vendido cinco obras en su vida y tiene una postura moral muy interesante, muy de negarse a colaborar. Vive en Madrid y no vende su arte porque trabaja de otra cosa. Yo soy más entreguista. No tengo otro trabajo ni fortuna familiar, entonces estoy siempre dispuesto a vender lo que hago al mejor postor. 

En esa línea del “no” está también tu renuncia al Premio Nacional de Artes Plásticas, que ha generado mucha polémica y ahora has puesto a la venta como obra, para crear un centro de propaganda.

Sí, considerando que todos estos premios tienen un carácter propagandístico, me parecía lo correcto. Se quiere hacer ver a la monarquía como integrada con los artistas, que el Rey les da la mano y tal… un acto propagandístico que a mí siempre me ha sentado muy mal. Y esto me gusta decirlo en Sudamérica, porque cuando aparece el típico viejito escritor latinoamericano, que lleva toda la vida echando pestes sobre el sistema pero se cuadra ante Su Majestad cuando finalmente le dan un premio, a los que estamos allí nos da un dolor bastante grande. Para mí es como venir aquí a darle la mano, no sé, a Videla. No es lo mismo, lo sé. Pero vamos, casi…

La renuncia al premio ha generado mucha polémica en España, más incluso que algunas de tus obras más polémicas. ¿Por qué creés que fue así?

Creo que mucha gente se ha sentido identificada. ¿Cuándo vemos a los artistas? Los vemos en la TV cuando reciben algún premio y hacen genuflexiones. Y a mí, sencillamente, no me parece lo más adecuado. No puedo aparecer como cómplice de una gente con la que no quiero tener nada que ver. La clase política me parece algo absolutamente repugnante. Y que yo sea considerado como alguien que ha hecho un bien a esa clase no me parece aceptable. De todas formas, agradecí el premio en su momento porque esto no lo decide un político sino gente del mundo del arte. Pero para darle una vuelta al bucle propagandístico, la idea que tengo es montar un centro de propaganda antisistema, que utilice ya no solamente el lenguaje habitual de la pintada o del afiche sino lenguajes del arte contemporáneo, para cuestionar situaciones como la visita del Papa a España o cualquier otro evento igualmente terrorífico. 

Volviendo a tus primeras obras, una de las marcas estéticas más fuertes es la del minimalismo. Esa parece ser la matriz central de tus comienzos –las formas geométricas, los paralelepípedos–, pero has subrayado algo que estaba oculto en el arte minimalista: el trabajo asalariado de los ejecutantes materiales de esos objetos. Has transformado el cubo en contenedor, por ejemplo, mediante distintos procesos de ocultamiento y develamiento, un proceso que llevó a tus obras remuneradas. ¿Por qué la sintaxis del minimalismo se volvió central en tu trabajo?

El minimalismo consigue un efecto de presencia, materialidad y evidencia de gran eficacia formal. Pero los minimalistas intentaron hacer un ABC sintáctico, despreciando completamente cualquier referencia externa. Son orgullosamente arreferenciales y hay ahí una especie de pecado de soberbia. No es que crea que las formas minimalistas no dicen nada. Las obras de Donald Judd, por ejemplo, no se podrían haber hecho en otro siglo. Se hacen en este y tienen una relación descarada con la arquitectura contemporánea, con esos grandes bloques corporativos que pueblan las ciudades. El minimalismo, luego, fue algo muy bueno para usar, como un frasco vacío en el que pones lo que quieras. En estas primeras obras, yo estaba pensando claramente en la mercancía. Cuando se habla del marxismo en mi obra, se habla de esto: la relación con el fetiche de la mercancía, teorizado en el capítulo primero de El capital. Pero en la mercancía, como todos sabemos, no deben quedar rastros de los trabajadores, del proceso, y entonces yo trataba de hacer todo lo contrario. Quería hacer un arte materialista que no hablase del deseo sino de la realidad, con huellas de los trabajadores en los cubos. A partir de ese momento, empecé a no limpiar las salas de arte, por ejemplo, a dejar la suciedad en la sala, e incluso los restos de comida de los trabajadores. No es fácil porque normalmente la gente de limpieza quiere hacer su trabajo y se empeña en limpiarlo, pero es un rastro del trabajo, un dibujo laboral, y entonces me gusta dejarlo. Faltaba el trabajador en las obras, un tema que me parecía que había sido tratado de una manera muy superficial. Porque pienso que el trabajo es una cosa brutal. Es la dictadura. Cuando una persona vende su cuerpo, su alma y su inteligencia a los intereses de una tercera persona, allí está la verdadera dictadura. En el momento en que aceptamos eso y no queremos luchar por nuestra propia independencia y no podemos tomar la vida en nuestras manos, caemos en la red del trabajo. Yo quería buscar una forma dura, inapelable, de hablar de todo eso. Sobre todo, una forma de decir que el trabajador lo que quiere es cobrar. La idea de que el trabajo te dignifica es una tontería, como si uno pudiera estar de acuerdo con ese cartel de la puerta de Auschwitz que dice: “El trabajo nos hace libres”… Pues no. Ahora bien, ¿de qué manera mostrar esto? Algunas de las piezas de esa época son muy claras porque suponen un dolor, el dolor de hacerse un tatuaje, por ejemplo. Hacerse un tatuaje, masturbarse, teñirse el pelo no son acciones denigrantes. Lo que las hace denigrantes es pagar por ellas, coaccionar a otra persona para que lo haga por dinero. Es una relación laboral que se establece, y lo que yo hago es mostrar el momento más duro, quitando todo truquito esperanzador como puede ser el sonido si se trata de un video. 

Generalmente se pone el acento en el aspecto ético de estas obras, en la medida en que estarías reproduciendo mecanismos del capitalismo, recreando situaciones de poder y por lo tanto “explotando” a los remunerados, pero me gustaría detenerme en la relación particular que estas situaciones guardan con la realidad. En obras como Línea de 250 cm tatuada sobre 6 personas remuneradas que hiciste en La Habana en 1999, o en Línea de 160 cm tatuada sobre 4 personas, en Salamanca en 2000, no documentás una situación sino que la creás. ¿Cómo la definirías? ¿Es un ready-made social? El hecho de que sucedan en un espacio de arte ¿las transforma, les da otra visibilidad? ¿La relación es de literalidad, de metonimia? ¿O lo que importa, pensando en la formulación conceptual que les das a las obras, es la historia, el relato de la acción que se resume en el título? 

En principio, estas piezas no están hechas en vivo. Si viéramos a estas personas aquí y las tatuáramos delante del público, eso tendría otro sentido. Sería una situación muy elevada al cubo, lo que no está mal como idea, pero no es eso. De cualquier manera, creo que hablé de las víctimas durante bastante tiempo, regodeándome también, porque yo me había escapado de ser una de esas víctimas, había conseguido no ser un trabajador y ganar dinero con mi trabajo. Aunque en esta época todavía no: estaba reflejando mi propio mundo de carencia. Lo conocía bien y quería mostrar cómo era. Ahora estoy en otra etapa, un poco como en esa típica escena de Laurel y Hardy, en la que el Flaco le va tirando pasteles y el otro lo deja, tamborilea con los dedos sobre la mesa para cargarse de razón y luego contraatacar al Flaco. Creo que haciendo estas obras ya he tamborileado demasiado. Ha sido insistir sobre lo mismo, una y otra vez, algo que me parecía muy necesario: llevar al mundo del arte lo que no quiere ser visto. El público del mundo del arte es gente muy preparada, normalmente de clase alta. Entonces, se trataba de jugar con ellos para someterlos a una situación de confrontación. Yo llegué con esa idea muy punk, riéndome cada vez que veía las malas caras, diciéndome: “Lo conseguí”. Pero ahora, después de haber dicho que no, estoy más en la etapa de ir por los culpables. 

Lo que también provoca cierta incomodidad en estas escenas tan crudas es que hay decisiones francamente estéticas. ¿Por qué tatuar una línea y no otra cosa? ¿Qué tipo de decisión es esa? 

Porque es el mínimo gesto posible. Si tatuáramos un dragón que atravesara todos los cuerpos, sería otra pieza, tendría otro sentido. Si alguien se tatúa, no se suele tatuar una línea. 

En algunas obras hay incluso citas o referencias estéticas que vuelven la relación con el arte más insidiosa y la operación, más incómoda: como si les dieran carnadura real a algunos gestos artísticos y los dejaran girando en falso, como una impostura, como gestos incompletos y vacíos… Pienso por ejemplo en Línea de 10 pulgadas rasurada sobre las cabezas de dos heroinómanos remunerados con una dosis cada uno, que hiciste en Puerto Rico en 2000 y podríamos remitir a la tonsura de Duchamp, o Brazo de obrero atravesando el techo de una sala de arte desde una vivienda, que hiciste en México en 2004 y podríamos referir a un par de obras de Robert Gober. 

En el primer caso sí es una referencia directa. En la otra no, es el puño en alto al revés, que cae laxo como un jamón, disponible. La idea era comunicar que en el piso de arriba había vida, vecinos, y romper el espacio de representación. Si en un teatro abres un agujero y te aparece el restaurant que está atrás, has roto el espacio de representación. La tonsura duchampiana, un signo de libertad estética de Duchamp, quedaba aquí tirado por los suelos convertido en necesidad. En cuanto al pago en ese caso, fue una de las únicas veces que se remuneró con una dosis y fue porque esta gente tenía problemas para ir a comprar. El vendedor les quería pegar y entonces me tocó a mí ir a comprárselas. 

Hay otras obras que politizan el land art, como por ejemplo Sumisión en Ciudad Juárez en 2006-2007, Enterramiento de diez trabajadores en Italia en 2010 o, más recientemente, el NO trazado en una cosecha, en Francia en 2011. En estas obras realizadas fuera de los espacios del arte, ¿te importa la imagen que crean, el relato o la realización misma en la comunidad implicada?

Los artistas del land art decían que para ellos la naturaleza era como un papel en blanco en donde dibujar. A mí me gustaba mucho esa idea, pero no pensando en una hoja en blanco sino en un papel sucio. El sitio de Sumisión es una zona desértica, pero no es el desierto limpio, virginal. Estamos en Anapra, que es un barrio pegado a la frontera de Estados Unidos en Ciudad Juárez, una zona en donde viven muchos trabajadores, sin agua potable en muchos casos, sin nada. Es gente sometida a una represión brutal, no digamos ya las mujeres, a quienes descuartizan y reparten en pedacitos. El grueso de los trabajadores de la maquila son mujeres porque los hombres suelen saltar la verja y se van, lo que explica la brutalidad hacia ellas. Yo quería entonces hacer un gesto como el de la línea para sacar a relucir esa historia. Me gusta crear una imagen que tiene detrás una historia y, sí, me gustan las historias cargadas. En cuanto a la obra de los trabajadores que se entierran, se trata de senegaleses de Livorno, un puerto en una zona industrial, víctimas de un racismo brutal. Los contraté para hacerlos desaparecer enterrándolos. La serie fotográfica, compuesta de cuatro fotos, puede ordenarse de dos maneras, de modo que desaparezcan o aparezcan. Así que el coleccionista… (sonríe) puede ordenar las fotos como quiera, con los trabajadores saliendo o entrando en la tierra… Cuando las obras pasan a manos de un coleccionista, el significado cambia totalmente. Porque si yo soy un millonario y tengo un NO en mi casa, ¿qué estoy diciendo? Estoy diciendo, “¿Qué pasa aquí?”, ¿no? 

¿Y el NO en el sembrado?

Es una suerte de homenaje a una gente que a mí me gusta mucho, los circlemakers, que se dedican a trazar círculos en sembrados, pero no lo hacen para llamar la atención del mundo del arte sino para engañar a la gente que cree en los extraterrestres. Es una especie de land art graffiti y lo hacen de maravillas, porque cuanto más perfecto, más se creen los ingenuos que lo hizo un marciano. A mí me parecen unos tipos interesantísimos, sobre todo porque no quieren nada, no es arte profesional. No sé cómo el mundo del arte todavía no ha reparado en ellos. 

Pensando en tu relación con la historia del arte, hay un diálogo inverso a estos que estamos señalando. Como en el “Kafka y sus precursores” de Borges, tu obra ha dejado ver con más claridad un happening del 66 de una figura muy relevante en la historia cultural argentina, Oscar Masotta, “Para inducir el espíritu de la imagen”, en el que remuneró a unos viejos para escuchar un ruido muy fuerte frente al público y después abrió un matafuegos. Hacia el final del ensayo en que relata el happening, Masotta dice que fue “un acto de sadismo social explicitado”. Me parece una buena definición para muchas de tus obras. ¿La obra quiere dejar en evidencia el sadismo social? 

Vivimos en una sociedad de un sadismo absoluto. En cuanto a la remuneración, eso es algo que no he inventado yo, desde luego. Está tomado del entorno y lo que hago es explicitarlo. Me interesaba hacer una obra muy de perogrullo, muy materialista, con muy poca fantasía. Y reconocer esto era importante: el tema del pintor y su modelo, el tema del pintor y su estudio, de quién ha pintado realmente el cuadro firmado por Velázquez. Son cuestiones muy antiguas, pero explicitarlas es importante, porque si yo presento una fotografía de una persona con una línea tatuada en la espalda y le pongo por título “Mi amigo Andrés #3” u “Oda a la primavera #5”, no habría ningún tipo de polémica. La polémica aparece cuando dices que todas estas cosas se hacen por dinero y que incluso mi presencia allí es por dinero. 

133 personas remuneradas para teñir su pelo de rubio en la Bienal de Venecia de 2001 fue una obra que en esa lógica tuvo mucho impacto y dio mayor visibilidad a tu trabajo. ¿Con qué criterios pensás la eficacia estética de tus obras? ¿Por qué una obra tuya es mejor que otra, a tu juicio? Es una forma de preguntarte cómo juzgar tus obras.

Lo que a mí me guía es si me da miedo lo que estoy haciendo. Si es así pienso que es bueno porque me doy cuenta de que estoy tocando una fibra sensible. Luego es importante la idea de no protegerme. Yo podría hacer una pieza y decir que lo que gané con ella se lo doné a no sé quién, cosa que no hago porque no soy un rico heredero. Si lo fuera, tal vez lo haría. Pero si yo hiciera ese tipo de cosas, me salvaría en seguida. Cuando presento una pieza, lo que siempre procuro es no rebajar la tensión. Normalmente los correveidiles de la tensión son los de la prensa, que llegan pidiéndote alivio: “Bien, pero cuéntame que detrás de esto hay una buena persona”. Pues no, y entonces la tensión crece. En el caso de la obra en que teñimos de rubio a inmigrantes ilegales, había una sala enorme en la que estábamos encerrados y nadie nos veía. Y cuando abrimos la puerta, la pieza se estuvo viendo por toda la ciudad, porque las personas iban por ahí teñidas de rubio. Incluso hubo alguien que me dijo que lo había atracado uno de mis rubios remunerados. 

Otro aspecto que hace a la singularidad de tu trabajo es el lugar del espectador. La claridad del enunciado deja al espectador en un abismo de sinsentido: no sabemos qué lugar ocupar, dónde reside nuestra incomodidad, qué hacer frente a lo que estás mostrando. Hay una obra que hiciste en Santiago de Chile en 2007 que pone en escena claramente esta cuestión, La trampa. Trece personalidades chilenas, desde el Presidente de la Cámara de Diputados y el Ministro de Defensa, a Nelly Richard, el poeta Raúl Zurita, críticos, directores de museos y periodistas de varios medios eran enfrentados a 186 trabajadores peruanos. ¿Qué es lo que esperás provocar en el espectador? ¿Cuál es la trampa?

Esta obra, precisamente, es de las que dan miedo. Habíamos invitado a una serie de autoridades y personalidades del mundo de la cultura, a quienes reunimos primero para tomar una copa y luego los íbamos llamando de uno en uno a pasar por un larguísimo pasillo hecho con material muy precario, sin ninguna advertencia de lo que iba a pasar. Cuando llegaban al final del pasillo, torcían y, sin poder ya salir de ahí, aparecían frente a los 186 trabajadores peruanos que yo había contratado, sentados como en una sala de teatro. Yo les había dicho que lo que tenían que hacer era mirarlos con cara seria, con gesto de “Soy un trabajador peruano y estoy jodido aquí”. Y lo hicieron de maravillas. Luego, cuando cada una de las personalidades salía, tenía que pasar forzosamente por otro pasillo, un poco como en esos cajones de los toros que se cierran y el toro ya no se puede volver, para desembocar por fin en la salida a la calle, donde un señor les daba la llave de su coche y los despedía. Aquí no había público, lo que había era una gran manipulación. Yo observaba todo desde arriba como único público. 

Un efecto que produce tu obra es que gran parte del arte contemporáneo resulta por comparación un poco ingenuo, falso, insuficiente. ¿Con qué artistas encontrás sintonía? 

Bueno, muchos de mis amigos son artistas y sí encuentro sintonía. Pero pienso que el mundo del arte está arrodillado a los pies de la usura. Realmente creo que estamos haciendo un papelón. Parecemos la orquesta del Titanic, tocando mientras el barco se hunde para que la nobleza abandone el barco contenta. Si estamos cabreados y no nos gusta lo que hay alrededor, ¿por qué vamos a hacer cosas bonitas? Deberíamos hacer una huelga estética y negarnos a presentar cosas bellas en museos e instituciones. 

En ese sentido asombra el crecimiento exponencial de tu obra, la repetición con variaciones, el frenesí de la hiperproducción. Basta mirar el listado de las obras de 2011 en tu página web. Para un nihilista, se trata de un gran esfuerzo. ¿Qué hay detrás de ese frenesí? ¿Qué te impulsa?

No tengo otra cosa que hacer y siempre estoy pensando en qué es lo siguiente. Además estoy tratando de hacer todo lo que pueda y más, porque ya me estoy cansando. Este año, por ejemplo, tengo que ir varias veces a Alemania, varias veces a Italia, a la India, a Nueva Zelanda, a Australia y se me olvidan algunos lugares. Quiero aprovechar este momento en que me siento con mucha energía para hacer todo lo que pueda, porque pienso que con la edad llegará un momento de cambio, más recogido. 

Hay dos obras tuyas que fueron censuradas, limitadas, o suspendidas: Sumisión, la obra de la que ya hablamos, y 245 m3, una obra muy audaz que hiciste en 2006 en la Sinagoga de Stommeln, en Pulheim, Alemania, en la que creaste una especie de cámara de gas…

La obra de Pulheim la suspendí yo mismo. Como ya dije, procuro no defenderme, no utilizar argumentos a favor ni en contra, sino mostrar las cosas con crudeza. Y allí me topé con una situación ante la que no se podía vacilar. El tema judío-alemán es un tema monstruoso, que implica la muerte de millones de personas y todos los problemas que se han dado luego con el Estado de Israel. No fue mi intención hacer una obra sobre este tema sino que me invitaron, y me pareció un reto profesional muy grande. Y lo que no se puede hacer es limitar la expresión. Se trataba de una sinagoga que quedó vacía porque mataron a toda la gente que podía entrar ahí y eso lo tienes que contar, y lo tienes que contar con un dramatismo más fuerte que en otras ocasiones. En esa sinagoga han presentado trabajos Sol Lewitt y otros artistas, y siempre han hecho lo mismo: una obra como de puesta de flores, sin atreverse a ir más allá. Yo creo que no solo Hollywood puede hablar del Holocausto. Cualquiera puede hacerlo. En mi caso, intenté hacer una obra que estuviese muy basada en los judíos alemanes. No pensar que una cosa es ser judío y otra ser alemán. La obra tenía muchas referencias a otros artistas y además implicaba a toda la ciudad. No era algo que ocurría en una sala, sino que de la misma sinagoga salían tubos que iban a parar a los escapes de coches que estaban en la calle, que recogían el humo de sus motores para meterlo en la sinagoga. Se creó una situación de falso peligro, porque si bien había dentro una concentración absolutamente controlada de dióxido de carbono como la que puede haber en un estacionamiento, si tú te quedabas ahí sin máscara antigás, te morías. Y el problema no fue tanto con el público, puesto que el público del arte es un público mundano que no se escandaliza tan fácilmente, sino con la prensa. Hubo quienes llamaron a miembros de la comunidad judía, diciéndoles que un “artista radical” había hecho esto, y luego la cosa saltó a la prensa internacional y yo me encontré en una situación en donde ya no era la obra lo que se discutía. Fui a hablar con la gente de la sinagoga en Colonia y les expliqué, pero decidí que la obra se cerraba y punto.

Pero parecería que por lo general calculás muy bien los límites, para que la cosa no se te escape de las manos. Decías en alguna entrevista que los artistas que lanzan sus obras para ser prohibidas te parecen patéticos: la obra la hacen los censores y luego se acaba su libertad. 

Lo más común es la autocensura. La gente que no se atreve a hacer las cosas o a decirlas. Ese no atreverse es el éxito de los medios de comunicación sobre nosotros, el éxito de nuestra educación. ¡Lo consiguieron! No nos atrevemos. Pero sí hay que atreverse, y esa es la censura que más hay que combatir, la que te impone el policía que llevas dentro. Y luego hay otra forma más solapada de la censura: no llamar nunca a artistas buenísimos que languidecen en sus estudios queriendo hacer sus obras. Se elige a los más cómodos… todo es mucho más sutil. 

¿Y cuáles son tus propios límites? ¿Qué tipo de cosas no harías?

Mis límites son los de la realidad y los del sistema capitalista. Lo que no haría es volar, por ejemplo. Y no puedo hacer nada que no resulte en un producto comercial, o que carezca de un mecanismo comercial para hacerlo. Sin dinero no se puede trabajar. Es la imposición, la marca de la bestia. El 666. El dinero y la ley natural. 

Supongo que a todos nos intriga la producción misma de las obras: el momento de decidir las acciones concretas, de contratar a los participantes, de remunerarlos, etc. En las obras con participantes remunerados, ¿hacés un casting

A veces hay condiciones y a veces es la suerte, la casualidad o la realidad que entran en la pieza a decir “Esto es lo que ocurre”. En Nueva York, por ejemplo, hice una pieza muy bonita en la que había que sujetar unas vigas. Hice una oferta de empleo público, pagando el mínimo acordado por el estado de Nueva York, y los que se presentaron masivamente eran todos negros. Lógicamente, al día siguiente la prensa salió a decir: “Santiago Sierra es un nazi”. ¡Otra vez! Pero es la realidad que se te mete. Una pieza que sólo muestre lo que yo tenía en la cabeza a priori, sólo refleja mi locura, mi paranoia, y eso no tiene gracia. A mí me gusta que la obra se impregne, que se contamine de la realidad. Eso es lo que la hace válida. 

A partir de una obra que hiciste en Buenos Aires en 2002, Traslación de una cacerolada, en la que invitabas a reproducir una grabación del cacerolazo porteño en otras ciudades del mundo, quería preguntarte por los indignados españoles y los “Occupy Wall Street”.

Obviamente, razones para estar indignado sobran. Pero la indignación me parece muy poco. Yo no estoy indignado, estoy hasta los cojones de esa gentuza. En mi país hay cuatrocientos mil políticos. ¡Cuatrocientos mil políticos robando! Y además con sus familias. Imagínate… Sus hermanos, sus tíos, sus primos… No hay cuatrocientos mil artistas en España, ¿o sí? Yo creo que estamos en una situación en la que quien no oiga los tambores de guerra está sordo. Estamos al borde de una explosión de cuidado. Y la verdad es que ya no sé de qué lado del Atlántico quedarme. 

¿Pero ves en estas formas de protesta algún futuro?

No se puede hacer nada. Todo lo que hacemos lo tenemos que hacer porque los pajaritos pían, los perros ladran y nosotros blasfemamos. Lo único que puedes hacer es decir que no estás de acuerdo e intentar acabar con este orden de cosas. Pero no lo vamos a conseguir ni locos. Estos tipos son imparables. Tienen unas formas de dominio de la población que son alucinantes. Nos hacen todo eso y todavía la gente los va a votar, va a elegir a su dictador. A través del fútbol y los deportes se le impone a la sociedad una lógica de competencia. Competir en vez de colaborar, masacrarse el uno al otro, que esté bien visto el hecho de que mi felicidad se base en la ruina del otro. Y esto no se puede cambiar porque hay un aparato propagandístico muy pensado. Si los nazis eran hábiles en la manipulación de los cerebros de la gente, ni qué decir ahora. Cuando me quiero dar cuenta, ya estoy repitiendo una frase que he leído en el periódico o escuché en la tele. Además, no creo que sea una casualidad lo que ha pasado en Paraguay o la movilización de buques a Malvinas. Estos tipos se están posicionando. La situación está como para decir que no, decir basta de la manera lo más contundente y colectiva posible. 

Tu sitio lleva la palabra “anarquía” en griego y dijiste en algún momento que hacés arte porque no podés quedarte esperando el advenimiento del anarcosindicalismo. Desde el negro de la página, hay rasgos de tu trabajo claramente vinculados al anarquismo, e incluso a las escuelas racionalistas de anarquismo español. Pienso en Ferrer y Guardia, que planteaba problemas matemáticos con situaciones como “Dados A y B, ¿cuánto dinero le robó el patrón al obrero?”. Hay algo de ese racionalismo crudo en tu trabajo, pero no se trata de pedagogía. 

Es que es más fuerte aún, porque no sólo se le roba al obrero así. Aunque al obrero se le pagase con justicia, seguiría siendo explotación, porque a esa persona le estás robando su tiempo, su cuerpo, su energía, su inteligencia. No está haciendo lo que él quiere hacer, no está libre, sigue habiendo explotación, va más allá del dinero.

De cualquier manera hay una utopía en el anarquismo y lo tuyo parece más bien post-utópico. 

Vamos a dejar lo del anarquismo. Piensa si te parece lógico que haya unos que obedezcan y otros que manden. Yo creo que no es lógico ni racional. Tampoco es lógico ni racional decir que todos somos iguales pero que la igualdad es un proyecto, algo por lo que estamos luchando, algo que estamos consiguiendo. ¡No, no! Lo que dice el sentido común es que somos todos iguales efectivamente. Por lo tanto, hay cosas que no se pueden consentir. Y todas estas cosas van más allá del anarquismo y la utopía. Una igualdad efectiva. Un final de la imposición. ¿Por qué los mexicanos tienen que soportar un presidente espurio durante seis años? Fin a eso. Que la gente sea dueña de su propia vida. La autogestión de nuestros recursos, de nuestra vida y de nuestros pensamientos. Que nos hagamos cargo de nuestra vida, que nadie nos la ocupe. La televisión es un medio fantástico de comunicación, pero mira a quién se lo dan… No es cuestión de anarquía, ni de utopía, es cuestión de que hay cosas que no tolero. No tolero que un tipo vaya por la calle diciendo: “Yo soy el rey”. ¿El rey de qué? ¿Del mambo? Y no, lo dice muy serio y se pone una corona… Hombre, a mí esas cosas me repatean. Ya ni siquiera es una cosa de mentalidad o de teoría política. Es algo en las entrañas… Y como están las cosas, ¿esperanzas de qué? Como no vengan a salvarnos los aliens o la Virgen María si aparece alguna vez… Y creo además que no tener esperanza es muy útil: una persona que no tiene esperanza y no tiene miedo es muy peligrosa para el sistema. Y mejor ser peligroso que pusilánime. 

Tu NO, Global Tour es una especie de suma en ese sentido y tu primera incursión en el cine. ¿Qué posibilidades te abrió el medio? ¿Seguirá el tour? Porque podría ser infinito… Nada más radical que decir NO y situaciones para decir NO no faltan. 

El tour ha estado ya demasiado tiempo y creo que lo vamos a matar este verano, en la ciudad de Pompeya. En cuanto al cine, creo que se ha convertido en puro entretenimiento, en una serie de fórmulas, y si me preguntas si quiero hacer cine, te digo inmediatamente que no. Quiero hacer arte y el cine puede ser una herramienta más. Me parece que lo bueno de una foto es siempre lo que se está fotografiando, no la manera en que se hace. Ese sería el leitmotiv de esta pieza. El NO, por otra parte, es una expresión de mi hartazgo frente a la realidad en su conjunto, y solidificarlo en una escultura me parecía muy bueno. Además creo que el NO es lo que está hoy en la calle, como en los sesenta estaba el LOVE de Robert Indiana. Hoy uno ve noes por todas partes y esto es algo sintomático de la imposición de unos sobre otros. En el tour, luego, el NO casi funcionaba como un imán. Todos los noes de alrededor se le quedaban impregnados durante el recorrido. 

También proyectaste el NO sobre el Papa durante su visita a Madrid… 

Esto lo hice con Julius von Bismarck, que es un artista alemán a quien acaban de detener en Estados Unidos porque le estaba dando latigazos a la Estatua de la Libertad, una pieza buenísima que él ya había hecho con el Cristo Redentor en Río de Janeiro. Julius inventó una máquina que se llama Fulgurator, que en lugar de recoger imágenes las proyecta en un fulgor, muy rápido, de manera que el ojo humano no las capta. Las proyecta cuando otros fotógrafos disparan y entonces el disparo de un flash activa el Fulgurator. Con ese truco, estuvimos plantándole el NO en la cara al Papa durante toda su visita a Madrid y fotografiándolo desde muy lejos, con objetivos muy grandes. Hablabas antes de sadismo. Parecería que yo tengo un placer por el mal o por hacer daño a la gente, pero generalmente no es así. Pero en este caso sí que hubo mucho placer, un placer enorme. Nos sentíamos héroes. Es que era increíble ver a toda esa gente yendo a Madrid, gastando todo ese dinero en este momento, como diciendo: “Somos los católicos y este país es nuestro”… 

Según lo que tratamos de recomponer en la conversación, tu obra ha atacado francamente y reformulado muchas de las categorías del arte: la representación, el rol del espectador, la relación del arte con la política. El lugar que ha quedado más intocado quizás es el del autor, el rédito simbólico que finalmente le queda al autor. ¿Te interesa este problema?

Yo creo que el autor es siempre colectivo. Yo me hago responsable, yo lo firmo, digo que la obra es mía, pero hay muchas cosas que yo no he hecho. El NO no es mío, no lo he inventado, ni he creado la situación con el Papa. Normalmente procuro que sean piezas sin originalidad, que en la obra no sea la originalidad lo que llame la atención, sino que sea lo redundante, lo conectado, lo implicado con la realidad. Al autor lo traté con mucho desprecio y coraje al principio de mi carrera, sobre todo en la etapa mexicana, en la que aparece como un ser vil, despreciable, como un tipo explotador. En México esto funcionaba muy bien porque al ser yo español era más fácil identificarme con el explotador. Ahí creo que había un ataque al autor que tenía más cerca, que era yo mismo. Porque es por ahí por donde hay que empezar, ¿no?

 

Lecturas. Todas las obras de Santiago Sierra pueden verse en www.santiago-sierra.com.

Esta entrevista es una edición de la conversación pública que se realizó en el Auditorio de la Universidad Torcuato Di Tella el 18 de julio de 2012. Invitado por el Departamento de Arte de la Universidad con el auspicio de la Oficina Cultural de la Embajada de España, Sierra exhibió también su NO, Global Tour (España, 2011, 120 minutos).  

1 Sep, 2012
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