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El comunismo en otra parte

IDEAS

 

Ostalgia en la estratosfera o el fantasma comunista convertido en estética.

 

1. Es junio, 2006, y un fantasma del comunismo se proyecta en la televisión española. Sucede en un programa llamado Cuarto milenio; de esos que abordan historias inexplicables, fenómenos paranormales, asuntos que conciernen a la vida extraterrestre…

Esta vez, toca el caso de un astronauta soviético al que, tras una accidentada misión espacial, las autoridades habían decidido borrar de la historia: Ivan Istoichnikov. La fuente, un libro titulado Sputnik, da a conocer la historia de este coronel de la aviación soviética que tripuló, en 1968, la nave Soyuz 2 con el objetivo de explorar el espacio, y cuya misión quedó interrumpida cuando el aparato fue alcanzado por un extraño meteorito.

Ante la adversidad –no era descartable el ataque enemigo: norteamericano o extraterrestre–, el Kremlin optó por silenciar el hecho. Valga recordar que el mundo se encontraba en plena Guerra Fría; y que Estados Unidos y la URSS no se concedían un solo centímetro –ni siquiera del vastísimo Cosmos– en su batalla sin cuartel por liderar la carrera espacial. Así que a Istoichnikov le tocó en suerte, por el bien del comunismo, esfumarse para siempre de todas las imágenes y todos los archivos que hasta entonces probaban su participación en la leyenda de la cosmonáutica soviética.

Por el bien del futuro, fue necesario extirparlo del pasado.

Cuarto milenio basó su emisión en una sola fuente: Sputnik. Un proyecto al alimón entre la flamante Federación Rusa y el gobierno de España. La obra está apuntalada con decenas de imágenes, documentos, facsímiles, fotos y demás pruebas, que detallan la vida de un cosmonauta que, como afirma Olga Kondakova, “parece no haber existido nunca”.

–Un pequeño Orfeo rescatado de la razón de Estado.

Días después, quedó al descubierto que la historia era un proyecto artístico de Joan Fontcuberta, ensayista y fotógrafo que se había tomado el trabajo de construirla él solo, paso a paso, documento a documento, facsímil a facsímil, foto a foto.

(De hecho, Ivan Istoichnikov es una traducción de Joan Fontcuberta al ruso).

No hace falta hacer más sangre con el ridículo monumental del programa o el escarnio al que fue sometido su presentador en prensa e Internet…

No obstante, en su descargo hay que decir que si bien la historia no fue así, lo cierto es que pudo ser así. (Imposible no vislumbrar las similitudes entre Istoichnikov y Yuri Gagarin, por ejemplo).

Además, como cultivadores del photoshop antes del photoshop, los soviéticos ya habían utilizado esa práctica “borradora” más de una vez, algo que inauguró Trotsky, sin duda el más famoso de los personajes suprimidos de los álbumes de la revolución bolchevique.

Como Howard Zinn con su Marx en el Soho, Fontcuberta se aplicó, con su Istoichnikov, la máxima de Artaud –“nunca real y siempre verdadero”– a la hora de concebir un relato que, si bien no había sucedido, la tradición histórica hacía perfectamente verosímil.

No había tenido lugar en la realidad, pero estaba armado con todos los mimbres de la verdad.

Istochnikov, al mismo tiempo víctima y elegido, había sido catapultado a la gloria, y arrancado de ella, por decisión del Estado. Y si en su viaje de ida, a medida que se alejaba de la Tierra, pudo comprobar que los grandes conflictos se vuelven nimios vistos desde la estratosfera, en su no regreso demostró la tragedia del desaparecido a causa de la razón política, primer peligro de extinción que amenaza a la especie humana.

En alguna medida, Istoichnikov puede ser avistado, desde Occidente, como un contrapunto de Osama Bin Laden. Uno, el enemigo invisible de la Guerra Fría; otro, el enemigo hipervisible de la posguerra fría. Uno derrotado por la “infrahistoria”; el otro por la “posthistoria”.

De ambos hemos llegado a saberlo todo, excepto dónde han ido a parar…

 

2. Sin el relato sobre Ivan Istoichnikov, habría resultado improbable un argumento posterior que echa mano de la carrera espacial para reinterpretar el comunismo a la luz del Occidente de nuestros días. Se trata de El cosmonauta. Una película que tiene la singularidad de hacer coincidir el tema con el modo de realizarlo; el qué con el cómo. Y esto es así porque El cosmonauta clasifica como el primer largometraje español producido mediante el crowdfunding. Como si a una historia que habla del comunismo debiera corresponderle, para llegar a buen puerto, una producción comunitaria.

La trama de El cosmonauta aborda la peripecia de Stan, supuestamente el primer astronauta soviético que pisa la Luna, pero al que, como Ivan Istoichnikov, se da por perdido en el espacio tras el regreso a Tierra de su nave vacía.

Sólo que Stan sigue dando señales de vida. Y, superando al personaje de Orwell en 1984, se convierte en algo más que el último hombre de Europa: es el último hombre sobre la Tierra. Como aquella “amante de Wittgenstein” de David Markson, que llegó a considerarse –nada menos que en el Metropolitan Museum de Nueva York– la última superviviente en este mundo.

 

3. Mientras escribo estas líneas, detecto cierta condescendencia con los cosmonautas; una aquiescencia con esos seres que, probablemente, no hayan sido menos siniestros que los comisarios políticos del socialismo real. Asumo el desliz. La razón, sin tener que invocar a Freud, debe estar agazapada en un reducto de la infancia. Y en el hecho de que los cosmonautas –hayan nacido en Klúshino o en Morgenröthe-Rautenkranz, en Omurtag o en Guantánamo– tal vez fueran los únicos héroes del comunismo que habitaron una modernidad verdadera y, dada la distancia de sus gestas, una pureza ilusoria…

Esta sensación, así como las peripecias, intrigas y contradicciones que los rodeaban, quizá explique por qué los artistas occidentales continúan todavía fascinados por aquellos héroes del Este. Y es que los cosmonautas incorporan virtudes tan “artísticas” como la representación y la ficción. Llegaron a ser el rostro estético de un proyecto tiránico que, incapaz de concretar en la Tierra las ilusiones de emancipación en las que se había originado, optó por trasladarlas a la estratosfera: un lugar acaso más intangible, sin duda más impoluto, por lo general más aséptico.

Para percibir en condiciones esta fijación infantil basta recordar el momento en que Alex, narrador y protagonista de Good Bye Lenin, se encuentra, entre fascinado e incrédulo, a su admirado Stefan Walz (un trasunto de Sigmund Jähn, famoso astronauta de la Alemania del bloque soviético), reciclado ahora como un muy terrenal taxista del poscomunismo. El flashback provocado por el impacto –casi tan estremecedor como el meteorito que alcanzó al Ivan Istoichnikov de Fontcuberta– lo lleva directamente hasta los dibujos animados de esa infancia que, en un pasado lejano, solía conjugarse en futuro.

La Ostalgia, en esta película, no sólo se presenta como “nostalgia por el comunismo”, sino también como prueba de la demolición de un porvenir prometido; un futuro transcurrido en paralelo a la elipse de esos astronautas incómodos o perdedores o siniestrados, a los que resulta preferible dar por desaparecidos antes que por derrotados. Habla de una melancolía –tenue y crítica unas veces, exuberante y laudatoria en otras– en la que el pasado socialista aparece como objeto de añoranza ante las adversidades del recién estrenado capitalismo. Pero la Ostalgia no es sólo morriña. Es también expresión de una cultura de resistencia: ante la reunificación alemana (la única que tuvo lugar después del fin del comunismo, todo lo demás fue explosión), frente a un Mercado omnívoro o la vida en la intemperie. Es “miedo a la libertad”, para decirlo con las viejas palabras de Erich Fromm, tal cual queda demostrado en películas como Berlin is in Germany, Good Bye Lenin o La vida de los otros. En ellas, desde una madre amnésica hasta un espía sentimental intentan, por todos los medios, aplazar el fin definitivo de un mundo.

En lo que al arte se refiere, la Ostalgia puede ufanarse de la Escuela de Leipzig. En particular, de Neo Rauch, su artista más reconocido, que ha pintado el horizonte previo a 1989 con ribetes bucólicos propios del Medioevo. Su melancolía evoca las ruinas y el mundo predigital, el trabajo con las manos y la textura pictórica, la sublimación de los obreros y la aversión a la tecnología. No podemos olvidar que el comunismo se viene abajo con la explosión de Internet, de ahí que la Ostalgia pueda leerse también como una pulsión ludita contra lo que conocemos como “era digital” y ese panteón que ha consagrado un Dios (Steve Jobs), coronado un rey (Bill Gates) y condenado a un demonio (Kim Dotcom). Contra una época, en fin, que mide su tiempo por la velocidad de conexión, su espacio por el ancho de banda, el horizonte por el tamaño de la pantalla…

En medio de esta situación, la Ostalgia cifra una poética de la derrota que nos remite a un mundo cerrado y opresivo, pero al mismo tiempo protegido por el Telón de Acero que lo había mantenido a salvo del “otro mundo” que se levantaba, amenazante y tentador, al otro lado del Muro. Es el asidero dictado por un presente en tránsito incierto. Por ese momento en que los camaradas, en lugar de ciudadanos, pasan a ser consumidores; dejan de ser súbditos para convertirse en clientes. Por eso, no resulta extraño que muchos ostálgicos rumien una disidencia doble: contra el socialismo de antaño y contra el capitalismo de la actualidad, contra el Estado anterior y el Mercado del presente, contra el Vladimir Putin del KGB y el Vladimir Putin de la Nueva Oligarquía.

 

4. Good Bye Lenin se estrenó en 2003. Cuando Sputnik desveló la aventura de Ivan Istoichnikov corría el año 2006. Mientras escribo este texto, El cosmonauta es un proyecto en marcha… Y no es difícil presentir en el nombre de su protagonista –Stan– un homenaje, abreviado eso sí, a Stanislaw Lem, el autor de Solaris, cuya primera adaptación al cine occidental fue realizada por Steven Soderbergh en 2002. Otra historia surgida del comunismo que aterriza en Hollywood, exactamente treinta años después de que Andréi Tarkovski ganara en Cannes con su versión de aquella novela que Lem había publicado en 1961 y en Varsovia.

(Hay que decir que antes Nikolái Nirenburg, otro cineasta soviético, ya había adaptado el libro a lo que hoy conocemos como un telefilm).

De Lem en 1961 a Nirenburg en 1970, de Tarkovski en 1972 a Soderbergh en 2002. “Cuatro” Solaris distintos y la misma fantasía recurrente para intentar dilucidar un misterio del pasado viajando al futuro, un enigma de la Tierra viajando a otro mundo. Esos astronautas han conocido “allá afuera” un resplandor inconfesable del que, una vez en la Tierra, les está prohibido dar testimonio. Así que, como el skylab desaparecido en el cosmos, leitmotiv de Wim Wenders a la hora de filmar The Soul of a Man, quedan suspendidos en la Galaxia como sujetos fuera de lugar.

Primero, pulverizados por la historia; después, estetizados en la posthistoria. Justo cuando no representan la menor amenaza, dado que su punto de partida ya ha dejado de existir como Imperio, como ideología, a veces como país y, sobre todo, como refugio del porvenir.

Quedan, sin más, como el vestigio de una irrealidad “verdadera”. Como ruina de una epopeya construida a escala sobrehumana. Sólo ahora, sólo hoy, es que estos “pequeños Orfeos rescatados de la razón de Estado” tienen a la vista un paisaje donde aterrizar. Un mundo en el que el comunismo se ha convertido, por momentos, en un parque temático, acaso en el museo inabarcable que Occidente ha erigido al antiguo Enemigo, siempre dispuesto –y expuesto– para el redescubrimiento. Después de ocurrir como tragedia, después de acontecer como farsa, “sucediendo” ahora en Occidente como estética.

 

Imagen [en la edición impresa]. Fernanda Laguna, Fondo sobre forma I y II, 2011, técnica mixta sobre papel, 115 x 85 cm. Cortesía Galería Nora Fisch.

Lecturas. Este artículo es un fragmento del libro El comunista manifiesto. (Un fantasma vuelve a recorrer el mundo), que aparecerá este año en Galaxia Gutenberg.

Iván de la Nuez (La Habana, 1964) es ensayista, crítico de arte y curador. Entre otros libros ha publicado La balsa perpetua (Barcelona, Casiopea, 1998), El mapa de sal (Barcelona, Mondadori, 2001), Inundaciones. Del Muro a Guantánamo: invasiones artísticas en las fronteras políticas 1989-2009 (Barcelona, Debate, 2010). Ha programado más de un centenar de exposiciones y a él se debe la creación del Centro de la Imagen de Barcelona, del que fue primer director.

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