Inicio » Edición Impresa » FICCIÓN » Política, guerra, parentesco, sociedad

Política, guerra, parentesco, sociedad

FICCIÓN

 

Un período inmanejable de la historia argentina en las complejas ficciones de Carlos Gamerro.

 

El relato social de la historia argentina reciente está organizado en gran medida, y acaso como ningún otro, en torno a relaciones de parentesco: madres, abuelas e hijos, apropiadores y apropiados son personajes centrales en un relato en que los lazos sanguíneos se constituyen como zonas de tensión política y ponen en cuestión incluso certidumbres que nos gustaría ver siempre firmes. Así ocurre, por ejemplo, con la idea de que la familia de cada cual es aquella en la que ha pasado sus años de formación, más allá de su legado genético. Esa perspectiva, que nos permite defender ante todo la validez idéntica de padres biológicos y padres adoptivos, entra en conflicto en nosotros mismos cuando respaldamos la importancia del Banco Nacional de Datos Genéticos, que resulta imprescindible para esclarecer filiaciones ocultas a partir de la última dictadura militar y que aún permanecen en gran número escondidas. Pero además, si el parentesco cobra relevancia, se debe también a que han sido sobre todo los involucrados en esas relaciones (madres, abuelas, hijos) quienes en buena medida han llevado adelante la construcción de nuestro relato histórico. Sus voces, casi siempre antes que la de cualquier otro, han concebido para todos nosotros lo inconcebible, y es en sus discursos donde buscamos todavía las palabras adecuadas para considerar lo que sucedió.

Una voz, sin embargo, no es otra cosa que una voz. Si algo ha mostrado la narrativa argentina de los últimos treinta años es que no es imprescindible llevar la sangre de algún participante directo para buscar un tono, para figurar la relación entre un cuerpo y una palabra. Y a su vez también nos ha enfrentado con la evidencia de que resulta difícil esquivar esa perspectiva cuando intentamos elaborar el relato político-social de nuestra historia.

Desde hace tres meses, está en cartel en Buenos Aires Las Islas, versión escénica de la primera novela de Carlos Gamerro. Dirigida por Alejandro Tantanian y con dramaturgia del mismo Gamerro, abre un campo de observación interesante para esta cuestión: la trama de la novela que allí se reconstruye pone en escena una articulación entre parentesco y política que caracteriza en gran medida todo el proyecto de Gamerro. Al respecto, conviene aclarar ahora que estas páginas no se dedican estrictamente a esta transposición; mejor es indicar que han encontrado a partir de algunos de sus elementos una perspectiva desde la cual analizar y acaso discutir un modo de concebir el relato social argentino.

Cada nueva ficción de Gamerro interviene y desarrolla un mismo universo. Así, dos de sus novelas, Las Islas (1998) y El secreto y las voces (2002), son narradas por Felipe Félix, un hacker que ha combatido en Malvinas. En la primera de ellas se cuenta su encuentro con Fausto Tamerlán, un poderoso empresario que ha perdido a su hijo dilecto en las islas; en la segunda, el viaje de Felipe Félix al pueblo donde su padre ha sido el único desaparecido durante la dictadura militar. Luego, La aventura de los bustos de Eva (2004) y Un yuppie en la columna del Che Guevara (2011) componen una única ficción que presenta como protagonista a Ernesto Marroné, un ejecutivo de las empresas de Tamerlán que ha formado parte de Montoneros (sin que esté claro siquiera para él mismo con cuánta convicción) y ha participado confusamente en el secuestro de su jefe a manos de esa organización. Los centros gravitatorios que rigen este universo son cuatro: el emporio Tamerlán, representación del crecimiento del poder de las compañías privadas en los últimos cuarenta años; el nebuloso Malihuel, un pueblo de provincia que sirve a modo de sinécdoque de la Argentina y donde se explora la actuación colectiva de la población en torno a la desaparición de uno de sus miembros más prominentes; la Guerra de Malvinas, donde ha combatido Felipe Félix y ha muerto el hijo de Tamerlán; y la organización Montoneros, a la que han pertenecido Ezcurra y Marroné. Para completar esta somera descripción, aunque su lugar es menor en el problema que nos interesa, debe mencionarse El sueño del señor juez (2000), segunda novela de Gamerro, que narra un momento fundacional en la historia de Malihuel en el siglo XIX. Tal vez es una celebración, aunque irónica, de los independentismos latinoamericanos: una suerte de Fuenteovejuna argentino con rasgos míticos.

En principio, hay que señalar el trabajo deliberado de Gamerro con personajes que rozan los arquetipos del relato que suele desplegarse en la periodización que ubica la década de los setenta como el punto de inflexión en la historia argentina: Tamerlán es el empresario secuestrado por Montoneros a comienzos de esa década y que goza de un poderío económico incalculable en la del noventa; Darío Ezcurra es el miembro joven de la familia de clase alta que se enrola en las filas revolucionarias; Felipe Félix es el ex combatiente de Malvinas que no halla su posición en el mundo; Marroné es el “hombre común” que se hace guerrillero y luego ejecutivo. En segundo lugar, debe tomarse en cuenta que estos personajes están atravesados por relaciones de parentesco cuyos conflictos se vinculan directamente con los sucesos de esos años: el empresario ha perdido en la Guerra de Malvinas a uno de sus hijos, que antes había luchado denodadamente contra todo lo que la corporación de su padre representaba; el ejecutivo de la empresa ha perdido a su único verdadero amor durante los años de lucha y se enfrenta con la situación de contarle a su hijo su pasado de guerrillero; el hacker de los noventa ha participado de la transitoria recuperación de las islas, donde perdió a un amigo por las torturas que le infligió un teniente argentino; su padre, además, fue parte de la clase alta de un pueblo que avaló o no evitó que se convirtiera en el único desaparecido del lugar; y su principal relación amorosa, una ex detenida desaparecida, vive con las dos hijas que ha dado a luz luego de una relación que mantuvo con el militar que dirigió las torturas durante su cautiverio.

Lo que se ve reforzado en la puesta teatral de Las Islas es el peso que tiene en esta narrativa la estructura dramática de cuño shakespeariano (de la que Gamerro es un conspicuo estudioso), que siempre intenta presentar de manera compleja los efectos del vínculo entre parentesco y política, antes que explicar una dimensión por la otra o simplemente representar sus conexiones. Pero en este universo se incluye el ya mencionado juego con pseudoarquetipos narrativos usuales en el relato de la historia reciente. Hay en esto una apuesta diferente, que es el mayor riesgo que asume Gamerro y que le proporciona sus mejores resultados, cuando los aleja de la identificación, y sus momentos más discutibles cuando menos debate con ellos.

En El secreto y las voces, el narrador viaja a un pequeño pueblo en busca de los detalles de la desaparición de su padre. En rigor, conociendo el año del suceso (1977) y el país (la Argentina), esos detalles no esconden mayor secreto. En cambio es un enigma la posición que ha tomado cada uno de los pobladores, su responsabilidad, si se permite el término, ante la desaparición forzada. De modo que la perspectiva del hijo del desaparecido, cuyo parentesco se mantiene oculto durante buena parte de la novela, es en realidad un dispositivo que permite leer la actuación del resto de los pobladores. Esa es la máxima potencia de la novela: antes que reconstruir una caracterización benevolente o heroica de la víctima, o ensalzar la empresa de su descendiente, se vale de una perspectiva conocida para explorar la menos conocida y menos clara actuación de la sociedad. En virtud del parentesco, entonces, puede mantenerse la posibilidad de indagar sin necesidad de inventar una perspectiva ilusoriamente neutral, como suelen serlo las que abordan el problema con una forzada imparcialidad que siempre deriva en mapas morales de buenos y malos. Si la imparcialidad es imposible (y sin dudas lo es), forjar una mirada absolutamente parcial es claramente productivo para Gamerro, porque impide olvidar las condiciones de producción del relato. Hacia el final de la novela, sin embargo, cuando ya se ha consumado la desaparición forzada, la narración se extiende en el comportamiento de la madre de la víctima, que se cubre la cabeza con un pañuelo y repite los lugares más comunes de la actuación de las Madres de Plaza de Mayo. Ocurre entonces la inversión de lo que se apuntaba antes: ahora la filiación explica las acciones, lleva a abandonar los focos problemáticos a través de una representación social conocida y se dedica a sembrar detalles que espejan esa imagen fijada.

En La aventura de los bustos de Eva y Un yuppie en la columna del Che Guevara, estos dos caminos se reparten equitativamente en la narración de las peripecias de Ernesto Marroné a comienzos de la década del setenta. Marroné es un ejecutivo que en algún momento de los noventa encuentra un póster del Che en la habitación de su hijo y entiende que es hora de hablar con él sobre su paso por Montoneros. De todos modos, esa conversación queda fuera de estas novelas, que más bien se ciñen a recorridos del protagonista por su propia memoria. En los pasajes más acuciantes, Marroné pone en cuestión su propio desempeño porque él mismo no llega a comprenderlo. Recuerda, por ejemplo, su entrada a la acción política en una toma de fábrica, un operativo que extrañamente terminó por liderar aplicando enseñanzas de libros de autoayuda para aspirantes a puestos gerenciales en el mundo empresarial. La escena en que usando lo que aprendió en un libro de Edward de Bono convence de su capacidad de liderazgo a avezados militantes de izquierda es una parodia agresivamente efectiva. También lo es el episodio en que conoce a la muchacha –que al cabo será una detenida desaparecida– con quien vivirá por única vez el amor. Marroné la encuentra leyendo un libro cuya cubierta es Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, pero que en realidad contiene las páginas de A la sombra de las muchachas en flor, el segundo tomo de En busca del tiempo perdido, porque, según ella, Proust “es re-burgués…” pero “tiene otras cosas”. Frente a momentos como estos, cuesta entender por qué, si lo que se busca es un relato complejo e impreciso de los hechos del período que se oponga a otro ya solidificado, luego se concluye que lo único que realmente marcó al personaje fue la posibilidad de vivir un amor verdadero. Es decir que la huella más honda de su relación con una detenida desaparecida es una emoción pura, como si se dijera que lo más importante de la experiencia de Marroné en Montoneros fue conocer el amor libre. Vuelve a darse pues el paso de la relación parental que lleva a poner en escena la complejidad (el padre ejecutivo que debe contarle a su hijo un pasado que no entiende del todo) a la relación amorosa que fija una lectura habitual –especialmente en Un yuppie…–, según la cual todo puede ser cuestionado (en especial lo más manifiestamente político), menos que la virtud de las emociones que movían a los militantes, en particular los que desaparecerían, radica en haber sido reales.

El riesgo mayor de cualquier relato sobre el lapso que va desde el momento previo a la dictadura hasta la Guerra de Malvinas es convertir lo vivido por los desaparecidos (o sus relaciones cercanas) en un fetiche, un elemento simple que se opone a la multiplicidad, una vía de renuncia a la complejidad. Abandonarse al fetiche es elegir un punto, un fragmento bien delimitado de mundo, con la ilusión de que allí lo inmanejable se volverá manejable (y acaso también con el placer de sentirlo por un momento). Así, un zapato de taco puede ser un espacio perfecto en el que solucionar el inabarcable erotismo, y el dinero, lo enseñó Marx, podrá constituir un elemento poderoso para manipular y cuantificar el indeterminado deseo humano. De la misma manera, algunas concepciones de las relaciones de la época ayudan a plasmar una imagen suficientemente fuerte en la cual detener la discusión sobre algo que de otro modo no es fácil de cifrar. Cuando nos permitimos figurar el período partiendo de explicaciones ya recorridas de esos vínculos, nuestro relato importa, antes que nada, una limitación reflexiva.

Las narraciones de Carlos Gamerro abren uno de los más interesantes espacios de elaboración de esa época. Así, por ejemplo, en el espeluznante final de Las Islas (una de las novelas más intensas de la última década del siglo pasado), una hipótesis sobre el superhombre nietzscheano se enlaza con el esquema edípico freudiano en una resolución dramática que cruza política, parentesco y relato social. Que aun en ese universo perseveren ciertos estereotipos narrativos del relato histórico argentino de los últimos treinta años no puede dejar de llamar la atención, pero acaso sirva como índice de una insistencia problemática que no deja de ocurrirnos.

 

Imagen [en la edición impresa].  Anish Kapoor, Svayambh (2007), detalle.

Lecturas. Carlos Gamerro, Las Islas (Buenos Aires, Simurg, 1998); El sueño del señor juez (Buenos Aires, Sudamericana, 2000); El secreto y las voces (Buenos Aires, Norma, 2002); La aventura de los bustos de Eva (Buenos Aires, Norma, 2004); Un yuppie en la columna del Che Guevara (Buenos Aires, Edhasa, 2011). La versión teatral de Las Islas se presenta actualmente en el Teatro Presidente Alvear bajo la dirección de Alejandro Tantanian y con dramaturgia de Carlos Gamerro.

1 Sep, 2011
  • 0

    La carrera paciente de Lydia Davis

    Graciela Speranza
    1 Mar

     

    Micrometafísica de una literatura inclasificable.

     

     ¿Qué escritor no querría deslizarse por la superficie de las cosas sin dejar de calar hondo, descubrir una...

  • 0

    Responsables del azar

    Darío Steimberg
    1 Mar

     

    Reediciones y nuevas traducciones invitan a (re)leer la obra de Kurt Vonnegut.

     

    Valorar una narración por su argumento no es parecido a explicar...

  • 0

    Los flashes y las manchas que nos hacen humanos

    Jorge Carrión
    1 Mar

     

    Las novelas sin ficción de Emmanuel Carrère.

     

    Todo es –al fin y al cabo– reescritura.

    Emmanuel Carrère (París, 1957) ha confesado que leyó...

  • Send this to friend