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Reediciones y nuevas traducciones invitan a (re)leer la obra de Kurt Vonnegut.
Valorar una narración por su argumento no es parecido a explicar un edificio por su estructura. Es más bien como ponderar una travesía por sus peajes. La función principal de la mayoría de los resúmenes argumentales es la de una herramienta persuasiva. No es inútil. La usamos porque es una promesa a quien nos escucha o nos lee: si los nodos por los que pasa una narración son atractivos, pueden componer una justificación suficiente para llamar a la lectura. A veces, sin embargo, señalar las cuatro o cinco instancias que compondrían un “argumento bien formado”, los momentos de ejecución y descubrimiento o de creación y muerte que organizan un campo de tensiones narrativas, no es fácil. En esos casos solemos recostarnos en la caracterización de personajes, en el retrato temático, en el bosquejo de un estilo. Esquivamos, por así decirlo, el entramado de acciones que dan cuerpo a un universo. Es allí donde las obras de Kurt Vonnegut plantean un dilema evidente: contar el argumento de sus mejores novelas es imposible, pero abandonar la mención de su entramado narrativo es dejar de lado lo más notable de su concepción de mundo. En el lenguaje matemático, se llama azar a una serie de números que no puede ser obtenida por un algoritmo más corto que la serie misma. Tal vez no haya mejor fórmula para referirse al trabajo narrativo de Vonnegut. El problema es que, fuera de las matemáticas, el recurso al azar suele llegar de la mano del borramiento de la responsabilidad de los agentes, de los animales humanos, y nada está más lejos de eso que los textos reunidos bajo el nombre de Vonnegut.
Como ocurre en ocasiones con las obras de proceder complejo, narrativas que carecen de un centro conceptual traducible en un enunciado analítico, resulta difícil escapar a la tentación de encontrar la clave de su cifrado, una iluminación momentánea, en una escena. En Madre noche, por ejemplo, un hombre que ha trabajado para los aliados como doble agente durante la Segunda Guerra Mundial se despierta, luego de una golpiza, en un sótano de Nueva York. Allí, tres ancianos filonazis, uno de ellos negro, lo protegen de la persecución simultánea de la KGB, el Mossad y de hordas de estadounidenses horrorizados. Sabe que sus protectores son paranoicos y delirantes antisemitas, pero no puede abandonar el reducto al que lo han llevado porque son los únicos tres individuos que velan por su vida. ¿Cómo ha llegado a esa situación? Un (empobrecedor) resumen podría ser el siguiente. Luego de la derrota del Eje, nuestro protagonista ha vuelto a Estados Unidos. Su participación en ambos bandos, como espía aliado y como famoso agente de prensa nazi, lo ha confinado a una vida secreta. Al cabo, la situación ha salido a la luz, con la noticia incompleta y equívoca de que el nazi vivo más importante del mundo habita en Nueva York. Por su parte, el gobierno estadounidense no puede defenderlo: muchos de los más importantes alegatos nazis, aquellos en los que diferentes alemanes han encontrado justificación para el horror que cometían en pos de defender una cierta idea de Patria, son obra de uno de los suyos.
Merece la pena insistir en algo: lo anterior no es el argumento de la novela. Es tan sólo una circunstancia de una constelación en movimiento, apenas unas pocas páginas. Pero funciona como muestra de la complejidad que hace falta para dar lugar a la pregunta por el alcance de las acciones de un personaje, un personaje que no sabe realmente cuál es su propia responsabilidad. ¿Estamos ante el nazi más importante vivo? ¿Es un héroe de guerra? (¿Existe tal cosa como un “héroe de guerra”?) Dado que él mismo no está seguro, para acercarse a la cuestión no puede menos que volver sobre los hechos que ha protagonizado y que conforman la red en la que se encuentra. Esa relación entre ética y composición narrativa es lo que mantiene siempre en vilo la interpretación de los centros de gravedad de un universo como el que Vonnegut concibe (y que tal vez es el nuestro). El azar definido en términos matemáticos no refiere necesariamente a un único momento, como si se hablara de lanzar una moneda al aire. Es a la serie de instancias, una serie que no puede ser abreviada, a lo que refiere la expresión. La maravilla de los textos de Vonnegut es su rechazo a la narrativa como ejemplificación de un problema moral que pudiera ser razonado en términos abstractos o generales. La verdadera potencia narrativa, al menos en lo que respecta a su función estético-política, es la de dar lugar a la complejidad de las acciones humanas, individuales o colectivas, a través de secuencias lógico-temporales extendidas, que no resumen, que no ilustran, que no mienten el conocimiento de una conclusión que necesitara propaganda o que justificara una denuncia. Los narradores de Vonnegut no saben, por eso escriben.
Especialmente durante el siglo XX, uno de los caminos usuales para sopesar una posición cualquiera respecto del mundo ha sido desplegar la psicología de los personajes. La elaboración de una consciencia que se hunde en sí misma ha sido entonces una característica notable de las voces narrativas que buscaban poner en foco la acción humana como problema. Pero esa experimentación no es la de Vonnegut. La tradición anglosajona en que abreva es la contraria, la de la acción descripta en su exterioridad. Por eso, la clave de su universo está siempre en el modo en que el narrador hilvana secuencias de acciones desde posiciones que no permiten ofrecer una opinión sintética. En el universo de Vonnegut hay que narrar para poder elaborar un juicio. Así entran en serie buena parte de sus voces: en Pájaro de celda, quien habla es un ex asesor de Nixon; en Buena puntería, un hombre cuya vida está marcada por el hecho de haber asesinado de niño a una embarazada; en Payasadas, un “neandertaloide que ha llegado a presidente de Estados Unidos; en Hocus pocus, un guarda responsable de una de las mayores huidas de presos de una cárcel de máxima seguridad; en Cuna de gato, un hombre que ha participado directa o indirectamente en la destrucción del mundo… La marca de todos esos narradores, por supuesto, es el humor. Pero es un error frecuente suponer que se trata fundamentalmente de sátiras. En una sátira, la perspectiva del autor es siempre evidente. En Vonnegut, en cambio, es la evidencia del punto de partida lo que entra en conflicto. “Mira, hijo, no escribas nunca una novela con un personaje malo”, recuerda uno de sus narradores. Vonnegut parece luego poner en juego ese mandato en cada una de sus novelas. Y hay que decir que están plagadas de armas hiperdestructoras, dudosos líderes políticos y no pocos nazis.
Distinguir a un autor por su humor implica en general el señalamiento de una capacidad verbal, una habilidad o un talento eminentemente lingüístico para expresar una observación inesperada o maldita. En la misma línea que el Woody Allen de “cada vez que escucho a Wagner me dan ganas de invadir Polonia”, los narradores de Vonnegut se manifiestan muchas veces como stand up comedians. En Buena puntería, reflexionando sobre el momento en que asesinó (acaso por accidente, nunca queda totalmente claro) a una embarazada que limpiaba su casa una noche que debía ser especial, el narrador acota: “Dicho sea de paso, ¿qué hacía una madre embarazada con una aspiradora en el Día de la Madre? Prácticamente estaba pidiendo una bala entre los ojos, ¿no es así? ”. Pero, una vez más, un énfasis excesivo en el estilo de Vonnegut pasaría por alto otro humor, que no es estrictamente verbal. Traducida al castellano como Payasadas, su octava novela lleva por nombre original Slapstick, en abierta referencia al humor físico que hizo famosos por ejemplo a Laurel y Hardy. Allí se explicita una marca tan fuerte como la anterior. Aunque por supuesto no pueda esperarse de una novela el efecto humorístico producido por una caída o un tortazo, cualquier caracterización de la obra de Vonnegut debería hablar de humor narrativo. No es entonces la representación de una acción ocurrente lo que domina la escena, sino un cierto modo de enhebrar sucesos, para llegar hasta un futuro lejano en que los animales humanos son parecidos a tortugas que hablan la única lengua superviviente, la de los kana-bono, en Galápagos; o para poner en contacto una invasión marciana, el anillo abrefácil de una lata de gaseosa que un niño lleva como colgante y el sentido de la humanidad, en Las sirenas de Titán.
En un artículo reciente, Rodrigo Fresán recordaba al pasar la introducción que Dave Eggers escribió para la edición original de Mientras los mortales duermen, una de las varias antologías póstumas que se han venido publicando desde que Vonnegut dejó el mundo y pasó a ninguna otra vida. Allí se puede observar resumida en dos líneas una caracterización frecuente de su obra: “Con la muerte de Vonnegut perdimos una voz moral. Una voz razonable y creíble –lo que no significa que fuese una voz opaca o sin colmillos– que nos ayudaba a vivir”. Convocadas por esa frase, vienen entonces a la memoria diversas expresiones que se repiten aquí y allá, siempre como elogio: “humanista”, “antibelicista”, “crítica social”. Pero digámoslo pronto: si de ese conjunto dependiera la lectura, muchos de nosotros no frecuentaríamos tanto su obra. Por supuesto, nadie puede demostrar que esas caracterizaciones estén erradas. Después de todo, ahí está el primer apartado de Matadero 5, que reflexiona explícitamente sobre la imposibilidad de contar lo ocurrido en el bombardeo de Dresde durante la Segunda Guerra Mundial y que incluye estas líneas de diálogo:
−¿Es un libro anti-guerra?
−Sí −contesté−. Creo que sí.
O las ocasiones en que Vonnegut mismo alimentaba esa aura de compromiso, especialmente en sus muchas conferencias, por ejemplo cuando recordaba a uno de los grandes autores de la denuncia política, George Orwell, “un hombre que admiro casi más que a nadie”. Pero Vonnegut era explícitamente consciente de la distancia entre su obra de ficción y sus conferencias, tenía claras las razones por las que era invitado a pronunciarlas: “cuando hablo a los estudiantes, moralizo. Les digo que no tomen más de lo que necesitan, que no sean codiciosos. Les digo que no maten, ni siquiera en defensa propia. Les digo que no contaminen el agua ni la atmósfera. Les digo que no asalten el tesoro público. Les digo que no cometan crímenes de guerra ni ayuden a que otros los cometan. Estos consejos morales son muy bien recibidos. Por supuesto, son ecos de lo que los jóvenes se dicen a sí mismos”. Es evidente que ese trasfondo aleccionador jamás haría volver de por sí a alguien, a tantos, a sus páginas. En todo caso, no hay dudas de que una de las principales causas del constante interés en los textos de Vonnegut se encuentra menos en el lugar común que parecen defender esas afirmaciones que en la torsión mordaz con que solía manifestarlas: “Mis motivaciones son políticas. Estoy de acuerdo con Stalin, Hitler y Mussolini en que el escritor debe servir a su sociedad”. Y por eso, cuando se trata de atenuar o complementar el perfil bienhechor, se insiste tanto en la impronta de su humor, negro o absurdo. Pero hay aquí una cuestión problemática: suponer que hay una complementariedad entre moral y humor (humor, no sencillamente gracia, chiste, ironía o burla) puede ser verdaderamente difícil. Y así, cuando algunos de los que encontramos continuamente razones para repasar sus tramas y experimentos formales, sus frases, sus escenas y personajes, escuchamos hablar de “voz moral”, volvemos contrariados a sus páginas para saber si hemos sobreinterpretado o malinterpretado lo que vimos. ¿No abrevaba, mejor y justamente, en el antimoralismo su narrativa? Es decir, ¿no funcionaba como puesta en conflicto antes que como ejemplificación de cualquier moral? He leído 1984 y Rebelión en la granja, la dupla central de Orwell que constituye sin dudas una marca en la literatura del siglo XX. He comprendido –si acaso– su manifiesto y contemplo con matizada simpatía sus objetivos. Sé que se han forjado allí imágenes y objetos icónicos de nuestra cultura. Planeo no volver a ellos. En cambio, vuelvo a Vonnegut. Sé que estoy a resguardo de las lecciones. Sé que su humor maldito, como el de Borges, me otorgará verdadero goce. Pero eso no es todo. Hay algo en su concepción del mundo, algo eminentemente narrativo cuya exploración mantiene una irrenunciable voluntad de apertura y cambio, una infrecuente capacidad para poner en problemas ese conservadurismo biempensante que habita en nosotros como un eco.
Imagen [en la edición impresa]. Alberto Goldenstein, serie Flâneur #4, 2004.
Lecturas. Cuna de gato, Desayuno de campeones y Payasadas han sido publicadas recientemente en Buenos Aires por La Bestia Equilátera con nueva traducción de Carlos Gardini. No es difícil conseguir Matadero 5 en edición de Anagrama. Además de ellas, nadie que encontrara por azar algún ejemplar de Madre noche o Buena puntería debería dejarlo pasar. En orden cronológico, la lista de novelas de Kurt Vonnegut es la siguiente: La pianola (1952), Las sirenas de Titán (1959), Madre noche (1961), Cuna de gato (1963), Dios le bendiga, Mr. Rosewater (1965), Matadero 5 o La cruzada de los inocentes (1969), Desayuno de campeones (1973), Payasadas o ¡Nunca más solos! (1976), Pájaro de celda (1979), Buena puntería / El francotirador (1982), Galápagos (1985), Barbazul (1987), Birlibirloque / Hocus pocus (1990), Timequake (1997, sin traducción). También se puede encontrar un libro de ensayos, Un hombre sin patria (2005), y una recopilación de conferencias, Guampeteros, Fomas y Granfalunes (1974). Mire el pajarito y Mientras los mortales duermen son dos de las antologías publicadas póstumamente. Es seguro que hay o habrá más.
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