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Estoy completo, sé lo que me falta

POESÍA

 

Notas sobre la poesía de Martín Rodríguez, de Agua negra a Maternidad Sardá.

 

El molde de yeso de Papadopulos. El documental Debtocracy – Χρεοκρατα – Deudocracia, realizado por los periodistas griegos Katerina Kitidi y Ari Hatzistefanou y distribuido libremente en internet, comienza con dos citas, una del coronel griego Georgios Papadopulos, uno de los responsables de la dictadura que gobernó Grecia entre 1967 y 1974: “Haré una comparación con los médicos: tenemos un paciente; y lo hemos colocado en un molde de yeso” y otra del hasta hace poco director del FMI, Dominique Strauss-Kahn, referida también a Grecia: “No luches contra el médico. A veces el médico te da un medicamento que no te gusta, pero aunque no te guste el medicamento, el médico está para ayudarte”.

Este discurso médico normalizador, en su pasaje de una dictadura militar a las imposiciones de un organismo económico mundial, nos es familiar. Conocemos el relato de aires hobbesianos: el cuerpo social es un cuerpo enfermo que necesita una cura para desarrollarse, como todo cuerpo enfermo, y las medidas necesarias para alcanzar la salud han de provenir de una voz de autoridad. En el caso de la metáfora médica, esa autoridad es “científica”, y es precisamente su cualidad “científica” la que sustrae la política de la escena: no es posible discutir con el médico porque el médico sabe de tu cuerpo más que vos mismo. Ya estén en boca de militares o de economistas, estas metáforas corporales son asépticas y violentas: tanto si se trata de extirpar el mal del cuerpo social como de la aparentemente bienintencionada medicación del FMI, lo que se busca es separar lo que se mezcla, lo que crece sin control, lo que contagia. La última dictadura militar argentina, por ejemplo, se impuso como misión “extirpar el cáncer de la subversión marxista”. Cuando el gobierno se ejerce en articulación con una retórica médica, cuando se habla de “cirugía mayor”, la salud es equiparable a la inmovilidad y su garantía es el discurso único: “No luches contra el médico”.

Un detalle para tener en cuenta más abajo: en la poesía de Martín Rodríguez proliferan las enfermeras, no así los médicos.

 

Agua negra. El primer libro de Martín Rodríguez, Agua negra, se abre con este poema:

 

estaban dando un discurso por televisión

la abuela miraba la tele

con los ojos fijos,

imaginé que lloraba,

habíamos dejado de comer en el patio

papá miraba fijo el plato, hubo

una discusión fea: mamá gritó papá gritó

cada vez que gritaban yo iba al baño y ponía

la oreja

en el piso para sentir

el ruido de las cañerías,

todo lo que me gustaba

empezaba a ser secreto.

en silencio en el patio sentados

y empezó a llover,

cada uno miró la lluvia golpear

el cuerpo y los objetos, la lluvia

hace de cada escena una sola contemplación,

papá ordenó

entrar cada cosa,

la cubetera se mojó

yo escuchaba el crujido de los hielos

desprenderse por dentro

pensé en nosotros

y los tiré al piso

esperaba que se hagan agua

y se junten de nuevo

una única escena unida por la lluvia

en el patio

a oscuras

Este poema resulta afín a cierta línea de lo que se conoce como “poesía de los noventa”: un escenario cotidiano, una escena familiar en que las cosas responden a sus nombres sin demasiada distorsión: un televisor, un patio, platos, cubeteras, cañerías… De este primer cuadro, lo que se mantendrá en la poesía de Rodríguez es esa escena y la voz del poema con una inflexión infantil. Sin embargo, hay muchos elementos que se transformarán o directamente desaparecerán, entre ellos la literalidad de parte de la escena. Habría que buscar el desvío en el ruido de las cañerías y en lo que las cañerías impiden ver, dejan apenas adivinar. Y también en el final, donde aquello que tenía forma (los cubitos de hielo) pasa a un estado distinto, unido, único, líquido, bajo la lluvia, a oscuras.

 

El vino se hace con sangre espesa. Natatorio (2001) es ya ese charco vuelto pileta. Agua no como disolución sino como origen, caldo del que saldrán pollos, chinos, bebés, renacuajos. El renacuajo es esa transición: poco más que una gota, algo menos que un animal. La poesía de Martín Rodríguez sale del agua; se vuelve al huevo:

 

adentro del huevo
algo se oye? sí, entre la

clara tibia flota un chinito llorando
lo acercás a la luz se ven sus ojos
dos tajitos de yilé

tendría que enterrarlo, vio
el hongo nuclear y trepó

se metió por el

culo de la gallina, “soy
muy peque-

ño para morir”

En Natatorio se ha perdido la literalidad. Lo que aparece es un lenguaje en ebullición, un estado animal en el que las palabras se contagian unas a otras y se repiten como variaciones de una escena original siempre a punto de constituirse: frutos que maduran y caen del árbol, huevos que se rompen, cocción. Ese mundo no es el que prometía la unión del agua de la cubetera, una escena única sin conflicto; es todo lo contrario, es un mundo que pugna por diferenciarse. Tanto en Natatorio como en Vapor el lenguaje procede por contradicción violenta: todo lo que se concibe es fruto de una violación, pero las violaciones pueden ser dulces, los cuidados son también punciones, heridas, la ternura está al borde del horror de lo que nace, y lo que nace se abre paso en medio de sangre, pelos, orines, rompiendo lo que deja atrás. El cuadro familiar es ahora onírico, y amor, violencia y alimento tienden a plegarse unos con otros:

la abuela recoge en la orilla

un vestido amarillo de casamiento

que lanzó hace años en la

boca de un tiburón

y se pone a lavarlo en

la terraza como si nada

yo la miro desde la escalera

un montón de

días lo tuvo puesto

hasta cuando salía a elegir con un

palo el pollo de la cena

se le fue manchando de sangre

y no le importaba

no le importaba nada

y yo quería ser uno de los pollos

que iba a morir

Lo que aparece es una vaga simbología cristiana, montada sobre la escena familiar que, antes que cristalizar, más bien queda abierta e insinuada. Lo que se abrió en Agua negra, lo que el propio Martín Rodríguez llama “el ciclo del agua”, se cierra en Vapor, donde lo líquido, además de oscuro, ahora es espeso, como el líquido del huevo, como el líquido amniótico, como la sangre:

Pica y no es un insecto,

es el termómetro chupado, clavado

el mercurio en la lengua… “Rayas de fiebre”

en la pared-azulejo

del hospital,

por la viruela: llagas,

por la viruela: cenizas,

ciruela dulce

para pisar en el jardín

ofrecería todo el cuerpo

pero el vino se hace con sangre

espesa, y como la fruta que clama

en su rama

la clemencia oportuna, el “amor”

sucede a destiempo, fuera de las estaciones…

Un termómetro clavado en la tierra

hace saltar las rayas,

la mente fermenta una nube, su racimo

de fruta, ciruelas, pudriéndose

en el jardín, pronto, pronto

un hospital con pared de costillas contiene

el derramamiento de sangre.

 

El lenguaje es un virus. En el poema de Vapor el cuerpo aparece como un hospital de costillas que contiene las consecuencias de la represión o de una guerra civil, el derramamiento de sangre. Cuerpo frutal, cuerpo hospital, cuerpo afiebrado… Acá es el lenguaje de la política el que irrumpe en la escena corporal. Si las metáforas médicas de dictadores y economistas tienden a inmovilizar el cuerpo social, la potencia política del lenguaje de Martín Rodríguez está en la introducción de la confrontación, del disenso. El discurso sanitarista del poder instala de algún modo lo que Jacques Rancière llama “la policía”: la partición de lo sensible según la cual a cada cosa le corresponde un nombre y un lugar en el orden del mundo. Para Rancière, “la política” aparece cuando aquellos que supuestamente no tenían que hablar ni moverse piden salir del “molde de yeso” y se atreven a cuestionar el poder establecido. La poesía de Martín Rodríguez no es “política” en términos convencionales, no es realista, no “habla de”. Es política porque su palabra avanza por contagio, porque se cocina en un pañal, porque corta con un puñal, porque de la sangre, el semen, la leche hace un origen que está siendo, permanentemente, y ese origen es ya una paradoja, es violencia y es unión, es lo que construye y es lo que duele, es un origen que no se estabiliza ni se deja estabilizar. Disenso en el nivel corporal, en “esa monstruosidad de las plantas y de los pelos creciendo por todas partes”, en la mediación animal que acaba conformando la familia (y cómo se espantaría el Platón del libro vi de la República, que despectivamente llamaba al pueblo “gran animal”); disenso en el nivel del sentido, que avanza por contagio: del pañal al puñal, de la vuelta a la manzana a la manzana que da vuelta al árbol, del huevo que no tiene pelos, de hacer sapo o tragarse un sapo, de un huevo que es un sol de agua, o una nube pañal. Ya sea por el sonido, ya por literalizar frases coloquiales o por superponer imágenes, el lenguaje en la poesía de Martín Rodríguez procede por contaminación; no razona: deriva. Una palabra lleva a otra palabra, una palabra se monta sobre otra. La cadena sintagmática avanza por empatía, lo opuesto de la argumentación médica aplicada a la política. El pathos es pasión pública en Maternidad Sardá, y también patología:

Si

La enfermera quiere amamantar

La enfermera está loca

La enfermera tiene

una pasión pública que la vacía,

La enfermera sabe que esa criatura fue abandonada,

dejada la cuna flotando

en el agua, sin nombre,

la enfermera hace suya esa sangre

la sangre es pública

la sangre puede saquearse

La enfermera está sacada: su sangre

en la punta de la aguja,

en los labios,

repite el nombre que quiere ponerle,

lo escribe en un azulejo,

flota,

La enfermera flota en un jardín

de flores arrancadas,

La enfermera recogió todas las flores

y se las puso en el pecho,

mientras se le hacía agua la boca

Decíamos que en la poesía de Martín Rodríguez no hay médicos, hay enfermeras. La enfermera, figura femenina, madre loca, es la que con su cuerpo lidia con el cuerpo del enfermo. No es la poseedora del conocimiento que normaliza; es la praxis que acompaña, quien se las ve con los flujos corporales: orines, babas, suero, sangre. El médico diagnostica, la enfermera cuida.

En ese plegar figuras la enfermera se encima con la madre, con la gallina, con la abuela, con la vaca. La vaca a su vez remite a la teta, a la leche, a una madre, pero también al campo argentino, al modelo agroexportador, y la gallina al gallo, y el gallo al caudillismo, en series abiertas cuyo efecto de lectura es que cada poema (cada libro en rigor) va de la célula a la familia y luego al país en una historia que tiene la densidad del mito. Una historia, además, que está atravesada por la lucha (lucha por nacer, lucha por crecer, lucha por tomar forma) y el cuidado (cuidado al nacer, al crecer, al tomar forma). La palabra se pliega como un pañal: siembra niños en la maternidad estatal, ordeña una vaca del país agroexportador, escribe tetas como soles, hace brotar la leche que alimenta.

La poesía de Martín Rodríguez se juega en la inestabilidad, en el roce, en la lucha, pero también en el cuidado, la ternura, la fragilidad.

 

Sueño

Soñé que se quemaba la sardá

Soñé que en vez de correr

en medio del fuego

se ponían a parir

los amamantaban como podían

en medio del fuego

soñé que el fuego entraba

por la ventana

de mi casa

y yo preparaba mamaderas

en medio

del fuego

de mi casa

en la cocina

soñaba

que ordeñaba

una vaca

en la cocina

sus ojos miraban el campo incendiándose

los árboles, el toro, la luna,

la sangre coagulando en la leche derramada

 

Lecturas. Martín Rodríguez (Buenos Aires, 1978) ha publicado: Agua negra (Buenos Aires, Siesta, 1998; segunda edición, Buenos Aires, Gog y Magog, 2008); Natatorio (Buenos Aires, Siesta, 2001); El conejo (Buenos Aires, Del Diego, 2001); Lampiño (Buenos Aires, Siesta, 2004); Maternidad Sardá (Bahía Blanca, Ediciones Vox, 2005); Paniagua (Buenos Aires, Gog y Magog, 2005); Vapor (Bahía Blanca, Ediciones Vox, 2007); Para el lado de las cosas sagradas (Buenos Aires, El Niño Stanton, 2009); Jacques Rancière, El desacuerdo (Buenos Aires, Nueva Visión, 1996).

 

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