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Los flashes y las manchas que nos hacen humanos

FICCIÓN

 

Las novelas sin ficción de Emmanuel Carrère.

 

Todo es –al fin y al cabo– reescritura.

Emmanuel Carrère (París, 1957) ha confesado que leyó cinco veces A sangre fría antes de enfrentarse al libro que lo hizo famoso: El adversario, la historia verídica de un hombre que construyó su vida sobre una gran ficción y acabó matando a su familia para que no la descubriera. Su primera gran influencia –a cuya sombra escribió sus primeras ficciones– fue Vladimir Nabokov. Entre 1983 y 1995 publicó cinco novelas; pero desde el año 2000, como si el siglo xxi tuviera el signo decisivo de lo real, se ha dedicado en exclusiva a la literatura sin ficción. Antes de esa fecha escribió tres ensayos: uno monográfico sobre Werner Herzog, otro sobre el concepto de ucronía y una biografía novelada de Philip K. Dick; tres experiencias que constituyen el laboratorio de sus grandes crónicas posteriores.

Nabokov, Capote, Dick: todo escritor se juega su futuro en la elección de los autores que va a combinar y traducir en su proyecto artístico. Carrère traslada al ámbito de la literatura francesa contemporánea esos y otros referentes; a partir de ellos, va creando un espacio narrativo que se expande desde Francia hacia Rusia y que, por tanto, dialoga con sus propias raíces familiares, migrantes. En una entrevista de The Paris Review cuenta una historia reveladora a propósito de su novela La moustache (1986). Durante años afirmó que no tenía ni idea de cómo se le había ocurrido esa historia de un hombre que se afeita el bigote que ha llevado durante la mayor parte de su vida adulta, sin que nadie se dé cuenta. “Entonces, veinte años después, cuando estaba llevando a cabo la investigación para Una novela rusa”, evoca en esa conversación, “mi madre me contó una historia sobre su padre”. El abuelo soviético de Carrère desapareció en Burdeos en 1944, probablemente ejecutado por colaboracionista (fue traductor de los alemanes): “La última vez que lo vio mi madre, ella se sintió profundamente perturbada, y al principio no entendía por qué, hasta que se dio cuenta de que se había afeitado su bigote”. Siempre lo había visto con bigote, de pronto era un completo extraño. Yo veo en esa historia un eco poderosamente pirandelliano; él –en cambio– la lee en términos psicoanalíticos. Ambas interpretaciones coinciden en la difícil, confusa zona del origen.

El retorno es una figura esencial en la poética de Carrère. En sus últimos cuatro libros, El adversario (2000), Una novela rusa (2007), De vidas ajenas (2009) y Limónov (2011), encontramos un sinfín de reformulaciones de las mismas experiencias personales (el servicio militar en Indonesia, el estudio de ciencias políticas, la relación con la madre, sus problemas psicológicos, la relación con el ruso como idioma familiar, la crítica de cine, ciertos capítulos de su vida burguesa, el fracaso amoroso) y de los propios libros que estamos leyendo, cuya escritura y cuya recepción se van trenzando en un gran tapiz de no ficción. En él las novelas previas entran y salen como una red fantasma que estuviera por debajo de la cuerda del funambulista. Hay magnetismo en el hecho de que Una semana en la nieve sea su última novela de ficción y la que la siguió, El adversario, se despojara de ella, porque la primera se inspira en la violenta vida de Jean-Claude Romand y la segunda la narra fielmente. Es decir, el cambio más importante en toda su trayectoria se produjo cuando reescribió su libro anterior. Dos versiones de una violenta impostura.

La moustache fue llevada al cine por el propio Carrère en 2005. En su actividad cinematográfica (y televisiva: es uno de los guionistas de la interesantísima serie Les revenants), por tanto, no hay fidelidad alguna a lo real. Sólo en su literatura. En los últimos cuatro libros. Es imposible pedir coherencia absoluta a un autor y a una obra en marcha: esas son las reglas de la crítica del presente.

 

La dirección de la mirada. El segundo momento crucial en la obra de Emmanuel Carrère es un doble conflicto de pareja.

Estamos en las primeras páginas de De vidas ajenas. El tsunami ha arrasado los hoteles de la primera línea de mar. Leemos: “Hélène está furiosa conmigo porque me he marchado dejándole a los niños en los brazos cuando debería haber sido ella la primera en buscar noticias: es su oficio”. Discuten. Él se refugia en la lectura de El pez escorpión, de Nicolas Bouvier. En el margen, anoté: “¿Y en esos momentos se pone a leer?”. Porque, en efecto, en medio del caos, en pleno infierno, rodeado de cientos de historias trágicas, el narrador o el personaje Carrère –escritor desde hace quince años de libros sin ficción– se dedica a leer, se evade de la catástrofe circundante. Aunque, en realidad, también se pone a reflexionar sobre el lenguaje. Sobre el poder de la palabra “ola”; sobre la familiaridad con que, de pronto, la gente pronuncia las tres sílabas de “tsunami”. En las cincuenta páginas que se sitúan en Sri Lanka, es su pareja quien actúa como una reportera, mientras que él permanece en un segundo plano. El conflicto matrimonial se relaciona, por tanto, con el profesional. En ese momento queda claro qué tipo de escritor es Carrère. Un escritor de libros sin ficción, sí, pero no un periodista. Durante las doscientas páginas siguientes su obsesión va a ser narrar una historia radicalmente distinta, menos dramática, menos obvia. Y sobre todo: cercana. La historia de dos jueces cojos y enfermos de cáncer, hombre y mujer, que construyeron su propio relato épico, gracias a las lagunas de la ley respecto a las deudas de la gente común con los bancos. El libro comienza, por tanto, con un desvío de mirada. De la Gran Historia, Carrère desciende a la microhistoria. Del periodismo de guerra o crisis humanitaria, se desplaza hacia una cierta intimidad. Esa, creo, es la pauta.

La categoría de lo íntimo atraviesa su obra como un rayo láser. Una obra que recuerda a un paulatino escáner cerebral, porque es el yo quien se analiza una y otra vez. Eso no significa que desaparezca por completo el contexto general, porque en El adversario se habla de los sistemas educativos y penales franceses, y en De vidas ajenas, de los bancarios y judiciales, y en Una novela rusa y Limónov, la historia contemporánea es abordada recurrentemente, con Rusia en el epicentro de sucesivas catástrofes. Pero sí estamos ante una apuesta por la subjetividad que, al menos en la teoría de los manuales universitarios, no puede ubicarse nunca en primer plano cuando hablamos de arte documental. Porque no es el yo de las películas de Claude Lanzmann, simple entrevistador en cuerpo presente, vehículo hacia los otros. Aunque lo que importen sean las historias que Carrère selecciona y elabora, estas sólo pueden comprenderse en su complejidad gracias a la neurología de su intermediario.

Casualmente –o no–, la primera y la última de sus cuatro novelas sin ficción son las más vinculadas al gran reportaje, mientras que las dos centrales trabajan sobre todo en el ámbito de la intimidad. En otras palabras: El adversario y Limónov prosiguen con la reformulación del género de la biografía iniciada con Herzog y Dick, con sendos protagonistas claros, Romand y Eduard Limónov; mientras que Una novela rusa y De vidas ajenas no tienen ejes tan definidos, de modo que los personajes y los temas se van articulando simbólicamente a partir de una columna vertebral que es la del propio autor. Aunque podríamos ver paralelismos con otros autores de nuestra época que han elaborado complejas poéticas de la intimidad –como Philip Roth o Catherine Millet–, lo cierto es que en Carrère ese yo obsesivo, exhibicionista, también autocrítico, que se caracteriza por una empalagosa conciencia de clase y cierto gusto por la flagelación, incluso en su ejemplo más extremo –el de Una novela rusa, que no en vano comienza con un sueño erótico–, no se lanza a la corriente de la pura confesión o de la simple pornografía. La extimidad es el marco que contiene la fascinación por lo exterior, que se encarna en seres humanos. En De vidas ajenas: los padres que han perdido a su hijo; los dos jueces cojos; la familia que les ha sobrevivido (el duelo como estructura simbólica y el narrador como hilo que va cosiendo el texto y el símbolo). En Una novela rusa: el abuelo materno, la madre, el superviviente y la amante son los cuatro palos de una baraja que las manos del escritor entremezclan y despliegan sobre la mesa. Una mesa menos lúdica que de disección.

 

La ética de la forma. El tránsito entre Una semana en la nieve y El adversario, entre 1995 y 2000, está documentado en este segundo título, en forma de carta a Romand, fechada el 21 de noviembre de 1996: “Mi problema no es la información, como pensé al principio. Es encontrar mi lugar ante su historia”. El lugar de enunciación, por supuesto, no es sólo un problema gramatical o retórico: es sobre todo una cuestión ética.

Carrère cree en la literatura. O, mejor dicho, la literatura de Carrère cree en la propia materia que la conforma. En el inicio de Una novela rusa, leemos: “Este silencio y esta negación son literalmente vitales para ella, o por lo menos ella lo cree firmemente, me he convencido de que es, para los dos, indispensable hacerlo”. Habla de su madre. Habla de la ruptura del tabú familiar que él acomete en el libro: ella confía en el silencio, él tiene fe en la palabra. Pero sabe que la palabra no puede sintonizar con la realidad si se expresa monocorde, si sólo tiene un tono, si no es capaz de salir de la misma frecuencia. La sintonía sólo puede ser cambiante: de la estridencia a la música clásica, del ruido de fondo al jazz o al vaivén del mar o al pop.

En sus cuatro últimos libros encontramos una exigencia ética con la forma variable de la crónica que merece ser analizada. Su máxima expresión es Limónov, que durante la mayor parte de su extensión se deja leer como una novela de formación en la que, por supuesto, es lícito utilizar la empatía, la admiración. Incluso cuando el personaje flirtea con la violencia juvenil en su pequeña ciudad natal o actúa de un modo muy discutible con el millonario de Nueva York que lo ha contratado como mayordomo, admiramos su fe en sí mismo y su progreso vital. Limónov es construido como una figura heroica, más allá de sus rasgos de antihéroe picaresco. Llegamos a creer en él como en alguien que puede cambiar el rumbo de su país. Pero entonces Carrère debe narrar la experiencia de su protagonista en los Balcanes y demuestra que es capaz de cambiarle el signo a la materia, que es hábil manipulando los materiales de que dispone un escritor para que la admiración se congele, para que la mirada del autor y del lector se alejen, de manera que la figura del héroe posible, sin convertirse en la de un villano, se vuelva borrosa, discutible, incluso condenable.

“Me costaba mucho abordar esta parte de mi libro y para protegerme multiplicaba lecturas, búsquedas y documentación”, leemos en la página 254. Y en la siguiente: “llega un momento en que hay que elegir bando, y en todo caso el lugar desde donde se observarán los acontecimientos”. Y escoge la distancia. Durante la novela ha recurrido a menudo al estilo indirecto libre, a la empatía con su personaje para que lo sigamos en su evolución vital y podamos entenderla. Pero para narrar la fase de la vida de Limónov en que simpatizó con los serbios y se paseó por la guerra balcánica esgrimiendo armas de fuego, Carrère opta por otros testigos del conflicto, los de su propio bando ideológico (que es el de la perplejidad crítica, no el del activismo internacional). Y desenfoca a su protagonista, literaria y moralmente.

Sólo en esa sucesión de blancos y negros, en esa concepción de la literatura como claroscuro, puede cifrar Carrère la excelencia de su arte. Hay personajes más luminosos o más oscuros que otros, pero ninguno de ellos es ajeno a los flashes o a las manchas que nos hacen humanos.

 

 Imagen [en la edición impresa]. Alberto Goldenstein, serie Flâneur #1, 2004.

Lecturas. El adversario, Una novela rusa, De vidas ajenas y Limónov fueron traducidos por Jaime Zulaika y publicados en Barcelona por Anagrama (2000, 2008, 2011 y 2013, respectivamente); Yo estoy vivo, vosotros estáis muertos. Philip K. Dick 1928-1982 fue traducido por Marcelo Trombetta y publicado en Barcelona por Minotauro en 2002. La entrevista citada se incluye en The Paris Review, N° 206 (otoño de 2013).

 

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