Inicio » Edición Impresa » IDEAS » Desfiguraciones

Desfiguraciones

IDEAS

 

El uso público de la historia y la malversación política de la palabra.

 

A la hora de reivindicar la represión ilegal durante la última dictadura, pocos llegaron tan lejos como Reynaldo Bignone, quien en su libro El último de facto (1985) sugiere que Videla debería haber recibido el Premio Nobel de la Paz por el modo en que acabó “una guerra que no había iniciado”. A la provocación de Bignone le sigue, claro está, el intento de negar el terrorismo de Estado a través de su conceptualización como “guerra”. Complemento de la “teoría de los dos demonios” –según la cual habrían existido en la Argentina dos terrores simétricos: uno de derecha y otro de izquierda–, el uso de la expresión “guerra sucia” para caracterizar el accionar de los grupos guerrilleros, así como de las palabras “terrorista” y “subversivo”, constituye el principal efecto residual del aparato discursivo del Proceso.

En el prólogo del Nunca más (informe al que la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación le agregó en 2006 un segundo prólogo que cuestiona tácitamente la versión del primero), al calificar de “terrorista” la violencia de izquierda, haciendo suyo el lenguaje de los militares golpistas, la Conadep rechaza de plano la violencia previa al golpe y enfatiza el cariz que asumió frente a esta situación, desde marzo de 1976, “la respuesta” del Estado. De manera análoga a cómo el concepto de “guerra civil europea” le permitió al historiador alemán Ernst Nolte, en la década de 1980, interpretar la emergencia del fascismo y del nazismo en términos de una reacción defensiva contra la revolución comunista (según Nolte, los campos de exterminio nazis no serían más que una imitación del Gulag, mientras que el nazismo y el fascismo se asemejarían a lo que pensaban los liberales y los conservadores de la época: una reacción violenta pero necesaria frente al peligro “rojo”), el modo en que el prólogo de la Conadep postula el terror de Estado como respuesta a la violencia guerrillera –más allá de que no relativiza ese terror en ningún momento, sino que lo condena enfáticamente– ha sido aprovechado por quienes buscan falsear y confundir las cosas. Después de todo, “la izquierda armada en la Argentina de los años sesenta y setenta, sea cual fuere nuestra calificación sobre el carácter legítimo o ilegítimo de sus prácticas –escribe Daniel Feierstein en El genocidio como práctica social (2007)–, nunca se caracterizó por una operatoria ‘terrorista’”, toda vez que el terrorismo se encuentra asociado, históricamente, al ejercicio de una violencia indiscriminada, dirigida contra el conjunto de la sociedad civil (al estilo de grupos como la eta o el ira en su momento). Más aún: Feierstein cita a Carlos Flaskamp, sobreviviente de un centro clandestino de detención y autor del libro Organizaciones político-militares. Testimonio de la lucha armada en Argentina, 1968-1976 (2002), quien sostiene que para poder hablar de guerra habría que admitir la existencia de dos ejércitos contrarios, cuando “tanto el ERP como Montoneros constituyeron organizaciones armadas, pero nunca llegaron a ser verdaderos ejércitos”.

La conformación en la prensa de un lugar estratégico donde se juega la partida por el control del pasado lo transparenta el hecho de que se diga que allí se escribe “la historia en presente”. En la Argentina de los últimos años, ese uso público de la historia ha dado lugar a un tipo de discurso empeñado en elaborar un retrato de la democracia actual con rasgos que se adjudicaban hace poco al totalitarismo. Un claro ejemplo de esto son los editoriales que el diario La Nación publicó el 27 de mayo y 30 de junio de 2013, titulados respectivamente “1933” y “1923”, donde se trazan paralelismos entre el Tercer Reich y el proceso político encabezado por Néstor y Cristina Kirchner, en el primer caso, y entre este y el fascismo de Benito Mussolini, en el segundo. Más allá de los argumentos que el anónimo editorialista esgrime para realizar tales comparaciones, vale la pena detenerse en cómo la sola idea de trazar un símil de estas características, además de banalizar el nazismo (que es una forma indirecta de banalizar el Holocausto), busca hacer mella en el ámbito del sentido común, mostrando que las “mismas” palabras no sólo pueden funcionar en sentidos y contextos que se pretenden diferentes y hasta incompatibles, sino tener una relación nula con su significado o incluso contradecirlo.

De estas versiones y reversiones son muestra las derivas por las que ha pasado el término “totalitarismo” desde que empezó a ser utilizado en Italia, en 1923, por parte de liberales, socialistas y católicos para criticar al régimen mussoliniano, tras lo cual el propio fascismo se adueñó del concepto, reivindicándolo. Devenida término genérico y absoluto del enemigo, la palabra “fascismo” también se transformó, con los años, en una suerte de comodín ideológico. Sin ir más lejos: así como en su libro Montoneros, la soberbia armada (1984), Pablo Giussani califica a esta agrupación como “fascista” y “nazi”, el estalinismo puesto bajo la retícula de un revisionista como Ernst Nolte es visto como “fascismo de izquierda”.

En Violencias de Estado (2012), Pilar Calveiro explica que la noción de “totalitarismo”, luego de la Segunda Guerra Mundial, se formuló principalmente desde la perspectiva liberal, que le dio un uso político-ideológico para denunciar a los países del bloque socialista. Un caso que cita es Camino de servidumbre (1944), de Friederich von Hayek, quien asociaba el totalitarismo básicamente a tres rasgos: el control estatal de la economía, los partidos de masas y el antiindividualismo. “Con fines sobre todo políticos se propició entonces –escribe Calveiro– un mecanismo de simplificación: dado que el totalitarismo había sido enemigo de la democracia liberal, cualquier régimen que rechazara esta forma de gobierno para otorgarle preeminencia al Estado caería bajo sospecha de totalitario. Se asimilaba así al socialismo real con el nazismo, como forma de cuestionar su legitimidad, a la vez que se imponía una suerte de modelo político único”.

A un relativismo semejante parece aspirar hoy la chapucería con que algunos políticos y un sector de la prensa insisten en tildar al gobierno nacional de “fascista”, “estalinista” o “totalitario” (el mote de “populista” resulta a esta altura casi un cumplido). Justamente porque la valoración del significado histórico del kirchnerismo está aún en sus comienzos, la tentativa de trazar una continuidad con la supuesta tradición “fascista” del peronismo es parte de la estrategia con que el seudorrevisionismo del editorialista de La Nación coloca en un mismo plano la memoria y la mentira. “Entre 1939 y 1941 –escribe–, Perón fue agregado militar de la Argentina en Italia y no ocultó su admiración por el régimen fascista, al que definió como ‘un ensayo de socialismo nacional, ni marxista ni dogmático’. El golpe militar del 4 de junio de 1943 recogió mucho de esta experiencia tan directa como intensa y cuya profunda influencia ha tenido secuelas, lamentablemente, hasta nuestros días”.

Más allá de los puntos oscuros que aún persisten con respecto a los dos primeros gobiernos de Perón (la fuga de nazis a la Argentina, luego de la Segunda Guerra Mundial, sigue siendo uno de los mayores tabúes), es por lo menos cuestionable afirmar que en el peronismo había una ideología “fascista”. Fuera del personalismo en la conducción del movimiento, del “culto al líder” y de la pretensión de difundir la “doctrina” por medios oficiales en todos los ámbitos de la sociedad, el peronismo no incluía posiciones abiertamente xenófobas y antidemocráticas; no planteó proyectos de expansión territorial; su política económica no se caracterizó por un fuerte gasto militar; la represión de los adversarios no llegó a la supresión de sus partidos; no hubo campos de concentración y las muertes y los encarcelamientos por motivos políticos estuvieron muy por debajo de las que ocasionaron algunos gobiernos civiles (como Hipólito Yrigoyen con la Semana Trágica y la “Patagonia rebelde”) o las diferentes dictaduras militares.

¿De qué historia nos hablan, entonces, los medios masivos? Hoy la responsabilidad consiste en saber cómo se hacen y quién hace los diarios, las revistas, los noticieros. Ya Karl Kraus, casi un siglo atrás, nos advertía: “Si se lee el periódico sólo por la información, no se aprende la verdad, ni siquiera la verdad sobre el periódico”. Especializados en el arte de la manipulación, los aparatos de propaganda (sean estos estatales o privados) persiguen la formación de opinión y el formateo de los sujetos. En una coyuntura en que la libertad de expresión permite que muchos abusen sistematicamente de la libertad de prensa, se torna necesario poner en evidencia cuáles son los mecanismos que crean y difunden tales representaciones.

En Crítica de la razón cínica, Peter Sloterdijk sostiene que el modo dominante de funcionamiento de la ideología es el cínico y lo ejemplifica hablando de un sujeto que tiene bastante conciencia de la distancia entre el enmascaramiento ideológico y la realidad social, pero aun así insiste con la máscara. En otras palabras: se trata de alguien que sabe muy bien lo que hace, pero no por ello desiste de hacerlo. “La razón cínica –escribe Slavoj Žižek interpretando a Sloterdijk– ya no es ingenua sino que es una paradoja de la falsa conciencia iluminada: nos damos cuenta de la falsedad, estamos bien conscientes de un interés particular escondido detrás de una universalidad ideológica, pero no por eso renunciamos a ella”. En este sentido, algo que se les podría conceder a quienes trabajan en las fábricas del periodismo es que se puede decir lo falso o lo erróneo sin mentir (exceptuando a quienes se saben esclavos de su sinceridad simulada). Después de todo, los hechos no tienen la culpa de cómo las noticias los reflejan. ¿Acaso olvidamos que cuanto más grosera es la mentira, más evidente la impostura, tantas más posibilidades tiene de ganar adeptos? De ahí que el desmentido suela carecer de fuerza contra la falsa noticia, ya que es muy difícil rebatirla sin que parezca que uno se defiende como un “acusado”. De ahí que los mismos que invocan supuestos atropellos a la libertad de prensa no asuman que el simple hecho de estar haciendo esa denuncia los desmiente.

Por una suerte de perversión mimética, es cada vez más habitual que los agentes de la derecha se definan como “progresistas”. Por su parte, la palabra “liberalismo” –a diferencia de “neoliberal”, adjetivo del que parecen querer desprenderse hasta los liberales más ortodoxos– es otro de los términos que hoy día se presta a todo tipo de confusiones. La izquierda lo utiliza para evitar “capitalismo” –término ahora tabú–, mientras que la derecha considera el liberalismo como una visión del mundo en que libre mercado y democracia irían de la mano. El derrumbe del comunismo no hizo más que verificar que el mercado constituye el único productor inagotable de riqueza, así como la democracia liberal, con su variante socialdemócrata, el único régimen constitucional no sujeto a decadencia o perversión (sí, pero ¿hasta cuándo?). Frente a la pregunta de si es tan neta la barrera que separa democracia y totalitarismo, Roberto Esposito se detiene en la respuesta que dio la cultura liberal-iluminista: la democracia es lo otro del totalitarismo y el totalitarismo, lo otro de la democracia. Si bien Esposito percibe esta idea como “algo radicalmente justo”, se inclina por problematizarla cuando afirma que “el totalitarismo, aunque opuesto a la democracia, reposa en germen dentro de esta”. Más allá de que el modelo democrático nunca estuvo ni está exento de rasgos autoritarios (Alexis de Tocqueville, en La democracia en América, se permitía hablar de un “despotismo democrático”), va de suyo que Marx sigue teniendo razón: las leyes e instituciones de la democracia formal son las apariencias bajo las cuales la clase burguesa ejerce su dominio.

¿Pero qué perspectiva se abre frente a un poder “globalitario” (el término es de Étienne Tassin) que es ejercido por las multinacionales, las bolsas y toda la maquinaria de la especulación financiera, y que nadie –ningún gobierno, ningún organismo internacional– parece estar en condiciones de regular? ¿Qué futuro tienen las democracias participativas que buscan un lugar propio dentro del proceso de globalización, se resisten a una apertura incondicional, politizan los procesos y resignifican la política? ¿No son los mismos que apoyaron la implantación del modelo neoliberal en la Argentina durante la última dictadura y su consolidación en tiempos de democracia, los que ahora ven en cualquier ampliación de las funciones del Estado una maniobra oscura, un despilfarro, una amenaza? ¿Hemos aprendido la lección de que el Estado totalitario –para usar la expresión con que Michel Foucault apostrofaba el paradigma neoliberal– “no es en absoluto la exaltación del Estado sino […] una limitación de su autonomía”? Que los obituarios de José Alfredo Martínez de Hoz hayan llenado la página de necrológicas del diario La Nación en mayor medida que los de Jorge Rafael Videla es un dato que no debiéramos pasar por alto.

 

Imagen [en la edición impresa]. Mariela Scafati, Sin patrón, 2001-2002, acrílico sobre tela, 111 x 197 cm.

Lecturas. Los planteos de Ernst Nolte surgen de La guerra civil europea (1917-1945) (México, FCE, 1994); Pier Paolo Poggio realiza una aguda crítica de ellos en Nazismo y revisionismo histórico (Madrid, Akal, 2006). La cita de Karl Kraus pertenece al ensayo “En esta gran época”, publicado en la revista Die Fackel el 5 de diciembre de 1914 y recogido en varias antologías. El comentario de Slavoj Žižek a lo que sostiene Peter Sloterdijk sobre el cinismo está en El sublime objeto de la ideología (Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 1992). La cita de Roberto Esposito está en Diez pensamientos acerca de la política (Buenos Aires, FCE, 2012), y tanto la cita de Michel Foucault como la referencia a Étienne Tassin fueron tomadas del libro de Pilar Calveiro Violencias de Estado (Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2012).

1 Sep, 2013
  • 0

    Cuerpo argentino

    Alberto Silva
    1 Mar

     

    Apuntes sobre un estilo.

     

    Vine a vivir a Buenos Aires en 2009. Creía saber algo de la cultura de este país por haber...

  • 0

    Condiciones de una resonancia

    Francisco Ali-Brouchoud
    1 Mar

     

    Música experimental e inmanencia.

     

    La pregunta sobre una posible condición inmanente de la música puede ser un punto de partida productivo para pensar...

  • 0

    Los hombres hablaban con las piedras

    Mario Ortiz
    1 Sep

     

    Una genealogía poética de los nombres de las cosas.

     

    La obra del escritor ruso Nikolai Leskov (18311895) es casi el pre-texto a partir...

  • Send this to friend