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Condiciones de una resonancia

IDEAS

 

Música experimental e inmanencia.

 

La pregunta sobre una posible condición inmanente de la música puede ser un punto de partida productivo para pensar tanto el presente como el futuro de lo experimental sonoro, y el lugar que ocupa en la constelación de las prácticas artísticas actuales.

Realizarla supondría, hasta cierto punto, interrogarse acerca de si existe “música” por fuera de la actividad humana, si es posible considerar tal existencia sonora como música, y si esa condición, en todo caso, puede ser tomada como parte de un proyecto de creación sonora.

Por supuesto, si uno considera esta pregunta desde la naturalización que impone la historia de la música occidental –lo que incluye, entre otras cuestiones, la relación entre música y lenguaje, todas las problemáticas asociadas a la interpretación y a la composición, y la idea de “obra musical” como construcción propositiva, como objeto/proceso más o menos “autónomo”–, preguntar sobre la inmanencia puede parecer un sinsentido, ya que parece imposible pensar la existencia de lo que denominamos “música” sin el concurso de una agencia humana, a la que se atribuye, a priori, intención y deliberación.

Al hablar de “música occidental”, cabe aclarar, se alude aquí a un objeto histórico complejo y diverso que abarca tanto la denominada música “clásica” como la “música contemporánea” en todas sus vertientes académicas pasadas y presentes, pero también el jazz y el rock con sus sucesivas hibridaciones, la perspectiva occidental acerca de las “otras” músicas, así como las transformaciones del canon instrumental y la producción musical a través de la tecnología, que habilitó una expansión de las sonoridades posibles.

Así, no bien aceptamos que es necesario desmontar tales naturalizaciones, repensar la historicidad de las prácticas y, al mismo tiempo, abrir esa historia a un dominio más amplio, la inmanencia puede despuntar en el horizonte de lo musical en tanto parte del más extenso universo de lo sonoro.

La pregunta sobre música e inmanencia aparece apropiadamente formulada en las primeras páginas de Ruido/música. Una historia, del músico y escritor irlandés Paul Hegarty, en relación con ciertas modalidades del japanoise, como se conoce a la música noise japonesa. También sobrevuela el crucial ensayo A la escucha, de Jean-Luc Nancy, que se ocupa de las implicancias filósoficas y ontológicas de la escucha.

Pero ya se encuentran rastros en las ideas y los procedimientos de músicos como Cornelius Cardew y David Tudor, quienes entre los años sesenta y setenta sentaron las bases para buena parte de lo que hoy se puede definir como experimental en el campo sonoro. Una actitud que, como describe Hegarty, se continúa y radicaliza en el noise japonés, que comienza a consolidarse en los ochenta para visibilizarse y volverse influyente a escala internacional a partir de la década de los noventa.

Lo relevante de este género (una etiqueta discutible como tantas otras, que Hegarty problematiza, estableciendo que lo que le da identidad es precisamente su falta de cualidad específica) reside en su doble interés simultáneo y contradictorio: por las formas occidentales y por el desmantelamiento radical de toda forma. Es una experiencia cultural tan relacionada con la categoría de lo informe batailleano como con la del goce lacaniano, pero también con una especie de “nihilismo emocional” que algunos artistas sonoros japoneses contraponen al “conceptualismo” del noise europeo.

Como se sabe, el concepto de inmanencia, cuyas raíces en la filosofía griega remiten tanto al pitagorismo como al neoplatonismo, pasa por Aristóteles, se proyecta en el pensamiento escolástico y es retomado por la filosofía europea en una genealogía que incluye, entre otros pensadores, a Baruch Spinoza y David Hume, hasta llegar a Gilles Deleuze. Lo inmanente, como opuesto al orden de lo trascendente, es reinvindicado a la vez por el idealismo –en tanto el objeto debe su existencia al ser pensado y tiene lugar en la conciencia– y por el empirismo –para el que lo inmanente es la marca de la pertenencia al mundo de los fenómenos y de la experiencia posible–. Podría definírselo muy brevemente, pues, como una condición que no remite a causas externas a sí misma, que existe y está presente en y por sí misma como parte del mundo material, y que tiene por lo tanto características autopoiéticas, se autogenera y organiza. Es lo dado, y sus rasgos son los de la presencia y la autosuficiencia.

Deleuze, por su parte, habla de plano de inmanencia. En la inmanencia, nos dice, ya no hay formas o desarrollo de formas, ni hay sujetos o formación de sujetos, ni estructura, sino “sólo relaciones de movimiento y quietud, velocidad y aminoramiento entre elementos informes, o al menos entre elementos que son relativamente informes, moléculas, y partículas de todo tipo. Sólo hay haecceitas, afectos, individuaciones sin sujeto que constituyen ensamblajes colectivos”.

La haecceitas, término que proviene de la filosofía escolástica de Duns Scoto, refiere a la elevación de la individualidad al rango de categoría, lo que incluye la contingencia, lo fenoménico, la cotidianeidad y la aspereza del mundo material, la individualidad fáctica, aquello que no se explica por los conceptos universales: la cualidad de cada cosa de ser “esta cosa” –y que se puede traducir con el neologismo “esteidad”–, de ser esto que es y no otra cosa; pero además refiere a las condiciones específicas de su presencia en el mundo.

Cardew se instaló tempranamente en un plano de inmanencia. Desde allí expandió hasta la disolución el concepto de “música” (“La palabra música y sus derivaciones”, se lee en el Borrador de Constitución de la Scratch Orchestra, “no son entendidas aquí exclusivamente en referencia al sonido y a los fenómenos relacionados. Aquello a lo que refieren es flexible y depende de los miembros de la Scratch Orchestra”). A la vez, privilegió la experiencia directa que emana de la improvisación total (“Lo que hacemos en el evento concreto es importante, no sólo lo que tenemos en mente. A menudo lo que hacemos es lo que nos dice lo que tenemos en mente. La diferencia entre hacer sonido y ser el sonido”), en la que se alienta al improvisador a aceptar todo cuanto ocurre en la práctica, independientemente de su “musicalidad” (“Superar tu instintiva revulsión contra todo lo que esté fuera de tono, en el más amplio sentido”) y de lo que se entiende por formas musicales (“Una apertura a la totalidad de los sonidos implica una tendencia a alejarse de las estructuras musicales tradicionales hacia la informalidad”). También responde a esta perspectiva inmanentista su convicción de que “el mundo musical y el mundo real son uno solo” y de que la “musicalidad es una dimensión de la realidad perfectamente ordinaria”, por lo que el objetivo del músico es reconocer “la composición musical del mundo”.

Por su parte, David Tudor, quien configuró los fundamentos técnico-conceptuales de la actual práctica de la improvisación electrónica en tiempo real, también arribó a una concepción inmanente de la producción sonora a partir de una situación empírica, derivada de su labor con materiales y dispositivos. Sus set-ups se caracterizaban por incluir una enorme cantidad de componentes interconectados y encadenados en feedbacks masivos –en algunas ocasiones, más de ochenta–, a partir de los cuales obtenía el insumo principal de su experimento, las oscilaciones inestables, en lo fundamental mediante un trabajo sobre los principios básicos de la amplificación. En otras palabras: no hay en la música de Tudor generadores de tono propiamente dichos ni objetos sonoros “concretos”, no hay input, y por lo tanto, no hay material sonoro en un sentido tradicional (“Empecé a partir de materiales, y ahora ya estoy trabajando con ondas que no existen”). Su estrategia consiste en crear las condiciones para el surgimiento de lo que podría denominarse, siguiendo la terminología de la teoría del caos, una criticalidad sonora autoorganizada, es decir, un entrelazamiento de materiales autogenerados y elementos moduladores, de cuya acumulación e interrelación emergen propiedades o comportamientos nuevos del sistema. “Me di cuenta”, escribe Tudor, “de que inputs muy simples producen los resultados más complejos. Si uno toma un resultado complejo, se convertiría en muy predecible, pero si toma algo bastante simple, entonces al final el sonido a la salida se vuelve sorprendente. Fue como una revelación”. Se trata de la creación de situaciones sonoras homeostáticas y de la puesta en juego de una agencia contemplativa: el improvisador, luego de diseñar su estrategia de inestabilidad, sólo interviene en el proceso de manera limitada y bajo ciertas premisas, cuyo objetivo es, por sobre todo, alentar la vida autónoma del sonido, creando las condiciones para que aflore la inmanencia. (“Cuando el sonido parece vivir en el espacio, entonces está libre, da la impresión de fluir por sí mismo y no a causa de alguna intención específica, especialmente una intención de una naturaleza intelectual. Si uno se pone en una situación de impredecibilidad y luego encuentra que es completamente posible aceptarlo, se convierte en un observador. Entonces, uno ve que el sonido puede ser libre”).

En concordancia con Cardew y Tudor, para convocar la inmanencia como fuerza productiva, resulta imprescindible además incorporar el error/fracaso como algo inherente al proceso experimental. Ninguna obra que no contemple e incorpore a su acontecer la posibilidad de fracaso, es decir, que no tome riesgos reales –y no estamos hablando aquí de la gaffe de un instrumentista en, digamos, una obra de Helmut Lachenmann o Brian Ferneyhoug-, puede ser considerada propiamente experimental.

En el noise japonés, por su parte, y particularmente en la producción de músicos como Merzbow, Incapacitants, MSBR (Koji Tano), Masonna (Yamazaki “Maso” Takushi), CCCC (Hiroshi Hasegawa), KK Null (Kazuyuki Kishino), Aube y otros, se retoma la posibilidad de la inmanencia en su más cruda materialidad. Como apunta Hegarty, hay una “hibridación débil o menor (como en la idea de Deleuze de una ‘literatura menor’) sin control, sin imposición de la voluntad”, que sólo se parece a lo que conocemos como “música” en que sigue siendo una “operación autoconsciente”, todavía estructurada en el tiempo, pero que elude la organización de sus materiales, manteniéndolos en la condición de residuos que se pretende sean asignificantes. A través del volumen extremo, la ausencia de narrativa, la repetición, los cambios impredecibles y constantes, la saturación y la densidad, “esta no-música extática estructura y desestructura continuamente tanto el sujeto de la escucha como la música”.

“Si la música ofrece un mundo y una habitabilidad”, concluye Hegarty, “el ruido ofrece algo similar a una materia oscura que tal vez sea aquello que hace posible una estructura para todo el resto de lo existente (la música, el significado, el lenguaje, emergen desde y contra el ruido)”.

En lo experimental sonoro, entonces, funcionar en un plano de inmanencia significa que la agencia no es dejada de lado, sino que es reducida a un mínimo, y que la relación con los materiales –la obtención y producción de esos materiales, y su puesta en juego– puede tener muy diversos grados de articulación, algunos de ellos muy laxos, o ninguno, en los que la estructura no existe a priori sino que se crea y se disuelve en el mismo paso. Lo experimental en música consiste, en otras palabras, en producir, mediante actividades no totalizadoras, situaciones y ambientes sonoros que la escucha pueda asumir como inmanentes, concentrando la acción sólo en aspectos específicos de los procedimientos sonoros, aquellos que liberen al proceso de la previsibilidad de los desarrollos, que abran su posibilidad.

Como demuestra Jean-Luc Nancy, la ardua y debatida cuestión del sentido en música también puede abordarse situándola en un plano de inmanencia. Nancy afirma que el sentido y el sonido comparten el espacio de la remisión. Ambos consisten en “reenvíos”: semiosis infinita en un caso (“de un signo a una cosa, de un estado de cosas a una cualidad, de un sujeto a otro sujeto o a sí mismo, todo simultáneamente”), resonancia en el otro (“El sonido también está hecho de remisiones: se esparce en el espacio, donde resuena mientras aún resuena en mí…”). El sentido (y el “sonido del sentido”) es por tanto una consecuencia inteligible de lo perceptible, en un proceso de reenvío infinito que se propaga por el espacio y persiste en el tiempo, sólo para regresar como resonancia.

Resonancia que tiene lugar a partir de la escucha, que siempre supone un sujeto que es pura haecceitas, un sí mismo (self) que no es otra cosa que una forma o función de la remisión. Escuchar, nos dice Nancy, “puede y debe aparecérsenos no como una metáfora del acceso al sí mismo, sino como la realidad de este acceso, una realidad consecuente e indisociablemente ‘mía’ y ‘otra’, ‘singular’ y ‘plural’ tanto como ‘material’ y ‘espiritual’, ‘significante’ y ‘asignificante’”.

Las observaciones de Nancy sobre la ontología de la escucha tienen, por otra parte, un estricto correlato físico y estético. Deslindan la peculiar naturaleza de la temporalidad de lo sonoro en relación con el tiempo filosófico-científico: el sonido instaura un presente que es “una llegada, una desaparición, una extensión y una penetración”, un presente “en olas de una marejada, no un punto en una línea; un tiempo que se abre, que es vaciado, que es agrandado o ramificado”.

Desde este punto de vista, lo sonoro experimental se vuelve relevante como uno de los pocos espacios que posibilitan la puesta en juego de un estar a la escucha que ya es cada vez más difícil de encontrar en otros ámbitos actuales, incluido el dominio musical en sus diversos registros, académicos y no académicos.

Esta escucha, siguiendo a Nancy, es mucho más que una cuestión de fruición estética: es el ejercicio mediante el cual se produce un acontecimiento único, que se interseca con el continuum espacio-temporal sólo para abrirlo a su propia reflexión, una suerte de membrana tensa, una interfaz que pone en contacto interior y exterior, y que nos constituye como centro receptor, a la vez que nos disuelve como tal en su resonancia.

Lo experimental sonoro no sólo posee la potencia política de permitir esquivar el mandato de la comodificación que afecta desde el principio a la mayor parte de las prácticas artísticas contemporáneas –atadas de una u otra forma a la condición objetual y al régimen de lo visual, en el que, como muestra Nancy, el sujeto es remitido a sí mismo como objeto–; nos permite “estar en presencia de”, participar de una “presencia que no es un ser”, interviniendo directamente en el complejo espacio-temporal y en nuestra posición relativa en él.

Por eso privilegiar la inmanencia en música supone, en primer lugar, producir una crítica de la “épica de la composición”. Una épica que comprende el mandato altomodernista no sólo del predominio de los procedimientos por sobre los materiales, sino también de una idea de la creación musical como construcción de un “discurso” e incluso un “pensamiento musical”, que exalta el control y el cálculo (de los efectos y las estructuras).

En cambio: sumergirse en la irracionalidad y explorar su lenguaje, abandonando el número y la medida, que sólo conducen a lo predecible, aunque se disfrace de sorpresa. Se trata de permitir que los acontecimientos escapen a la voluntad, lo que no implica carecer de una estrategia, más bien al contrario. O, como afirma Georges Bataille, quitarse la “capa matemática”, la garantía de seriedad con que la música pretende revestirse, y admitir que su estatuto no es diferente al de una araña o un escupitajo.

 

Imagen [en la edición impresa]. Alberto Goldenstein, serie Flâneur #7, 2004.

Lecturas. Cornelius Cardew, Treatise y Treatise Handbook (Londres, Fráncfort y Nueva York, Edition Peters, 1971); A Scratch Orchestra: Draft Constitution (The Musical Times, N° 1516, junio de 1969). John Tilbury, Cornelius Cardew. A Life Unfinished (Essex, Copula, 2008). David Tudor, http://davidtudor.org. Paul Hegarty, Noise/Music. A History (Nueva York y Londres, Continuum, 2010). Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia (Valencia, Pre-textos, 2002). Jean-Luc Nancy, Listening (Nueva York, Fordham University Press, 2007). Georges Bataille, La conjuración sagrada. Ensayos 1929-1939 (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2003).

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