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La colección, paraíso del consumo

IDEAS

 

En su ordenamiento, su evocación de contextos y su capacidad de dar al poseedor una identidad, la colección reúne todas las categorías del sistema de los objetos en la sociedad de mercado. Al mismo tiempo, el coleccionista reemplaza el relato de la producción por un relato de la suerte, y así aleja aún más el objeto de la escena del trabajo. El presente ensayo examina los modos en que el souvenir, la colección y el museo median en la experiencia del tiempo y el espacio. Está tomado de On Longing, un libro en el cual la autora analiza cómo los relatos sobre objetos muy cotidianos materializan versiones del mundo.

 

La destrucción del contexto. El souvenir implica el desplazamiento de la atención hacia el pasado. No es simplemente un objeto fuera de contexto, un objeto del pasado que sobrevive en el presente de modo incongruente; su función es más bien la de envolver el presente en el pasado. A causa de esta transformación los souvenirs devienen objetos mágicos. No obstante, la magia del souvenir es una suerte de magia fallida. Como sucede con todos los objetos mágicos, la instrumentalidad reemplaza la esencia, pero esa instrumentalidad produce siempre una transformación sólo parcial. El lugar de origen debe permanecer inaccesible a fin de que se genere el deseo.

Todos los souvenirs son souvenirs de la naturaleza, una naturaleza en su sentido más sintético y primitivo. La naturaleza se dispone diacrónicamente a través del souvenir; su sincronía y atemporalidad son sometidas a un tiempo y un orden humanos. Las flores aplanadas bajo el vidrio hablan de la importancia de su dueño en la naturaleza y no de ellas mismas en la naturaleza. Son la muestra de una naturaleza más extensa y sublime, diferenciada por la experiencia humana, por la historia del hombre.

En oposición al souvenir, la colección ofrece ejemplos más que muestras, metáforas más que metonimias. La colección no desplaza la atención hacia el pasado, es éste el que se pone al servicio de la colección; mientras el souvenir le otorga autenticidad al pasado, el pasado le confiere autenticidad a la colección. La colección busca una forma de autoencierro que es posible a causa de su ahistoricidad. La colección reemplaza la historia con la clasificación, con un orden que excede la temporalidad. En la colección, el tiempo no es algo a ser restituido a un origen; antes bien, todo el tiempo se hace simultáneo o sincrónico dentro del mundo de la colección.

El souvenir mantiene un rastro de valor de uso en su instrumentalidad; en cambio, la colección representa la estetización total del valor de uso. La colección es una forma del arte como juego, una forma que involucra el reencuadre de objetos dentro de un mundo de atención y de manipulación del contexto. Como otras formas de arte, su función no es restituir el contexto de origen sino crear un nuevo contexto, basado en una relación metafórica –más que contigua– con el mundo de la vida diaria. No obstante, a diferencia de muchas formas de arte, la colección no es “representacional”. La colección presenta un mundo hermético: poseer una colección representativa es poseer a la vez el mínimo y el total de elementos necesarios para conformar un mundo autónomo; un mundo a la vez entero y singular, que ha erradicado la repetición y alcanzado autoridad.

Se nos excusará, por lo tanto, si decimos que la colección arquetípica es el Arca de Noé: un mundo representativo que sin embargo borra su contexto de origen. El mundo del arca no es un mundo de nostalgia sino de anticipación. Mientras la tierra y sus redundancias se destruyen, la colección mantiene su integridad y sus fronteras. Una vez que el objeto se separa por completo de su origen, es posible generar una nueva serie, comenzar de nuevo dentro de un contexto enmarcado por la selectividad del coleccionista: “Y de cada cosa viviente debes traer al arca dos de cada tipo para que permanezcan vivos contigo: deben ser macho y hembra. De los pájaros según su especie y de los animales de acuerdo con su raza, de toda cosa que se arrastre en el suelo según su especie, dos de cada clase deben ir hacia ti para que los mantengas con vida. Lleva también contigo toda suerte de alimento que se consuma y almacénalo, servirá como comida para ti y para ellos”. El mundo del arca depende de una creación previa: Noé no inventó un mundo; es simplemente un agente de Dios. Lo que rescata del diluvio es el dos que es uno más uno, el dos que puede generar la serie y el infinito mediante la unión simétrica de lo asimétrico. Mientras que el propósito del souvenir podría ser el recuerdo, o al menos la invención de la memoria, el de la colección es el olvido; empezar otra vez de tal modo que un número finito de elementos cree, en virtud de sus combinaciones, un ensueño infinito. La cuestión no es quién construyó el arca, sino qué hay adentro. Puesto que reemplaza el origen por la clasificación, la colección hace de la temporalidad un fenómeno espacial y material, con una existencia que depende de los principios de organización y categorización. Como sugiere Baudrillard, es necesario distinguir entre el concepto de colección y el de acumulación: “El estado inferior es el de la acumulación de materias: amontonamiento de papeles viejos, acopio de alimentos –a medio camino entre la introyección oral y la retención anal– y luego la acumulación seriada de objetos idénticos. La colección emerge hacia la cultura […] Sin dejar de remitir unos a otros, los objetos incluyen en este juego una exterioridad social, relaciones humanas”.

Baudrillard también concluye que, a causa de la serialidad de la colección, el interés “formal” siempre reemplaza al interés “real” de los objetos coleccionados. Este desplazamiento es válido en la medida en que el valor estético reemplaza al valor de uso. Pero este valor estético está tan claramente ligado a lo cultural (esto es, la dilación, la redención, el intercambio) que su sistema de valor es el sistema de valor de lo cultural: el formalismo de la colección nunca termina siendo un formalismo “vacío”.

 

Adentro y afuera. Preguntarse qué principios de organización se utilizan para articular la colección es comenzar a discernir de qué trata la colección. No basta con decir que la colección está creada en relación con el tiempo, el espacio, o las cualidades intrínsecas de los mismos objetos, dado que cada uno de estos parámetros se divide en una dialéctica del adentro y el afuera, lo público y lo privado, el significado y el valor de cambio. Disponer los objetos de acuerdo con el tiempo equivale a yuxtaponer tiempo personal y tiempo social, autobiografía e historia, y de este modo crear una ficción a partir de la vida individual, un tiempo del sujeto personal que a la vez trasciende y corre paralelo al tiempo histórico. Del mismo modo, la organización espacial de una colección, de izquierda a derecha, de adelante hacia atrás, antes y detrás, depende de la creación de una percepción individual y de la aprehensión de la colección con el ojo y la mano. El espacio de la colección debe moverse entre lo público y lo privado, entre lo que se muestra y lo que se oculta. Así pues la miniatura es adecuada como ítem de colección; a la vez que se ajusta al consumo individual, su excedente de detalle connota infinito y distancia. Sí, podemos “ver” la colección entera, pero nos es imposible “ver” cada uno de sus elementos. Aquí encontramos, entonces, el juego entre identidad y diferencia que caracteriza la colección organizada de acuerdo con las cualidades de los objetos mismos. Agrupar objetos en series porque son “lo mismo” equivale a significar simultáneamente sus diferencias. En una colección, cuanto más se asemejan los objetos, más imperativo resulta ejecutar gestos para distinguirlos.

En una colección, cualquier conexión intrínseca entre el principio de organización y los elementos mismos se minimiza. Notamos poca diferencia entre colecciones de piedras o mariposas y colecciones de monedas o estampillas. Al adquirir objetos, el coleccionista reemplaza la producción por el consumo: los objetos se naturalizan dentro del paisaje de la colección misma. De este modo, piedras y mariposas se vuelven objetos culturales mediante la clasificación, y las monedas y las estampillas se naturalizan mediante el borramiento de la labor y el borramiento del contexto de producción. Este impulso de separar los objetos de sus contextos de origen y producción y reemplazar esos contextos por el contexto de la colección es bastante evidente en las prácticas de Floyd E. Nichols, de Nueva York, un coleccionista para coleccionistas. En lugar de exhibir sus numerosas colecciones de objetos de acuerdo con sus tipos, Nichols los agrupa con el fin de que cuenten una historia. “Por ejemplo”, explica Georgene O’ Donnell, “con miniaturas de gatos, ratones y vasos y botellas de whisky representa el proverbio: ‘Un trago de whisky hará que un ratón le escupa en la cara a un gato’”. Y “a camellos en miniatura les adjunta una aguja número 5, adaptando el hilo de modo tal que, cuando se lo retira, el camello montado en la sección transversal del hilo pase a través del ojo de la aguja”. La práctica de Nichols ejemplifica el reemplazo de un relato de la producción por un relato de la colección, el reemplazo de un relato de la historia por un relato del sujeto individual, es decir, del coleccionista.

Mientras que el espacio del souvenir es el cuerpo (talismán), la periferia (memoria) o la exhibición privada (ensueño), el espacio de la colección es una compleja interacción entre exposición y ocultamiento, organización y caos del infinito. La colección depende de la caja, el gabinete, el cajón, la serialidad de los estantes. Está determinada por estos límites, así como el yo está invitado a expandirse dentro de los confines del espacio doméstico burgués. Para que el entorno sea una extensión del yo, es necesario no operar sobre él para transformarlo, sino declarar su vacío esencial llenándolo. Ornamento, decorado y, por último, decoro definen las fronteras del espacio privado, al ser vaciado ese espacio de todo aquello que vaya más allá del sujeto. En un cautivante ensayo acerca de la etimología de los términos milieu y ambiance, Leo Spitzer rastrea cómo la noción de lugar auténtico se desplaza desde la clásica relación macro y microcósmica entre hombre y naturaleza, en la que el espacio es clima, protector y presencia efectiva, hacia la teoría medieval de las gradaciones, en la que la posición social deviene el espacio natural del ser; y sigue hasta llegar a la definición de interior propia de fines del siglo xvii: “Es en estas descripciones de una puesta en escena interior donde la idea de milieu (envolvente y “rellena”) se nos presenta con más fuerza; aquí tenemos el milieu inmediato del individuo. Cabe recordar la predilección de la que gozaron las pinturas del mismo tipo durante el siglo anterior –interiores que representaban la calidez y el confort de residencias bien amuebladas–. […] La cúpula del mundo, contenedora, metafísica, que alguna vez abarcó a la humanidad, ha desaparecido, y el hombre ha sido abandonado a la errancia en un universo infinito. Es por eso que busca llenar todo lo posible su entorno físico e inmediato”.

A fin de construir este relato de la interioridad es necesario borrar el contexto de origen del objeto. En estos ejemplos se debe admirar el eclecticismo más que la pura serialidad ya que, entre otras razones, marca la organización heterogénea del yo, un yo capaz de trascender los accidentes y las dispersiones de la realidad histórica. Pero al mismo tiempo el eclecticismo depende de la serialidad no manifiesta de la que ha provenido. El yo no es un mero consumidor de los objetos que llenan el decorado; también genera una fantasía en la que se vuelve productor de esos objetos, un productor por manejo y coordinación. La confianza extraordinaria con la que Grace Vallois se dirige a su audiencia, que se supone tiene acceso a la “controlada variedad” de las antigüedades de los siglos xvii y xviii que a ella “le gusta ver”, es la confianza de las clases gerenciales, cuyo papel en la producción de historia depende del lujo de una colección de valor superlativo. Aquí debemos considerar el significado estructural del mercado de “pulgas” como dependiente de los gustos ociosos y las modas descartadas de la cultura huésped: la economía de mercado. De igual modo, el título original de Balzac para El primo Pons –su novela sobre el coleccionismo– era El parásito. Como sabemos por las andanzas de este pariente pobre, la economía del coleccionismo es fantástica: una economía que, pese a depender del sistema económico mayor, tiene principios propios de intercambio, sustitución y reproductibilidad. El narrador de Balzac nos dice: “El gozo de comprar baratijas es un deleite secundario; en el va y viene del trueque reside el mayor de los deleites”. El término “baratija” implica el proceso de adquisición y canje, que es la (falsa) labor del coleccionista. Aquí reside la irónica nostalgia del sistema económico de la colección: si bien depende y es espejo de la economía mayor, esta pequeña economía es autosuficiente y autogeneradora en lo que respecta a sus medios y principios de intercambio. Mientras que la gran economía ha reemplazado el valor de uso traduciendo el trabajo en valor de cambio, la economía de la colección traduce el sistema monetario en un sistema de objetos. De hecho, el sistema de objetos actúa a menudo como referencia, como piedra de toque para las fragilidades del propio sistema monetario del que ha surgido. La colección adquiere entonces un aura de trascendencia e independencia que es sintomática de los valores de la clase media respecto a la personalidad.

Cuando se quiere menospreciar un souvenir se dice que no es auténtico; cuando se quiere menospreciar un objeto coleccionado se dice “eso no eres ”. Así, el modelo de Leo Spitzer –en el que el sí mismo ocupa un interior junto con objetos– no es completamente adecuado, dado que lo contenido aquí es el sí mismo; el cuerpo material es simplemente una posición más dentro de la serialidad y diversidad de objetos. El espacio privado está marcado por un límite exterior material y un excedente interior de significación.

Jugar con series es jugar con el fuego de lo infinito. En la colección la amenaza del infinito siempre topa con la articulación de los límites. Conjuntos simultáneos se enfrentan unos con otros del mismo modo en que la atención al objeto individual compite con la atención al todo. Así, la colección se presenta como un módulo de control y contención en la medida en que es un módulo de generación y de series. Y esta función de contención debe ser tenida en cuenta tanto como cualquier simple modelo freudiano cuando notamos la gran popularidad de que goza la colección de objetos que son a su vez contenedores: jarros, vinagreras, molinillos de sal y pimienta, jarrones, teteras y cajas, por mencionar sólo algunos. Los límites finitos de estos objetos contrastan con la posibilidad infinita de su colección; análogamente, su valor de uso finito cuando son llenados se mide contra el vacío sin medida que marca sus nuevas funciones estéticas.

El coleccionista puede obtener control sobre la repetición o las series definiendo un conjunto finito o poseyendo el objeto único. Este último ha adquirido un patetismo especial desde los comienzos de la era de la reproducción mecánica; el objeto único o aberrante señala la falla en la máquina tal como la máquina señaló en un tiempo las fallas de la producción manual. De modo similar, la crítica de Veblen al consumo conspicuo concluía que la crudeza de los objetos manufacturados era, irónicamente, un síntoma del desecho conspicuo. “El trabajo manual es un método de producción que comporta más descarte; de allí que las mercancías producidas mediante este método son más ventajosas a los fines de la respetabilidad pecuniaria; de allí que las huellas del trabajo manual se vuelvan honrosas, y que las mercancías que exhiben esas huellas tengan un rango de mayor grado que el de las hechas a máquina […]. La apreciación de estas pruebas de crudeza honorable, a la que los productos hechos a mano deben su valor y encanto superior a los ojos de las personas bien educadas, es inherente a una fina capacidad de discriminar.” Así, una mesurada crudeza de la calidad material aparece en tensión con un hiperrefinamiento de la significación. Esta tensión se exagera aún más por la yuxtaposición de las cualidades únicas y singulares de un objeto individual con la serialidad de la colección como un todo.

Con frecuencia la colección trata sobre la contención en el plano del contenido y en el de las series, pero también sobre la contención en un sentido más abstracto. Como el Arca de Noé, esas grandes colecciones cívicas que son la biblioteca y el museo buscan representar la experiencia dentro de un modo de control y confinamiento. No se puede saber todo sobre el mundo, pero a través de la colección se puede al menos rozar un conocimiento autónomo. Aunque trascendente y abarcador en relación con su contexto, este conocimiento es a la vez ecléctico y excéntrico. Su ahistoricismo, así, lo hace particularísimo y por consiguiente azaroso. En los escritos sobre el coleccionismo se encuentran constantes controversias acerca de la colección como modo de conocimiento. En el prefacio a Collector’s Luck (La suerte del coleccionista), Alice Van Leer Carrick afirma: “Coleccionar no es sólo una manía; tampoco una ‘locura divina’. Interpretado con propiedad, debe considerárselo una educación liberal”. Inversamente, podría decirse que la educación en las artes liberales característica de las clases ociosas es en sí un tipo de colección. La noción de “hobby educativo” legitima la necesidad de control y posesión del coleccionista dentro de un mundo de objetos infinitamente consumibles, cuya producción y consumo están mucho más allá del alcance de los sujetos individuales. Si bien en un sentido semiótico la biblioteca puede considerarse como representativa del mundo, no es esto lo que cree el coleccionista. Para él, la biblioteca es una colección representativa de libros, tal como toda colección es representativa de una clase particular de objetos. La calidad material de los libros pasa siempre a primer plano, rasgo éste que parodió La Bruyère: “Con un coleccionista tal, ya en la escalera de su casa por poco no me desmayo debido al intenso olor a cuero de Marruecos. ¡En vano él me muestra ediciones exquisitas, hojas doradas, cosidos etruscos, y los nombra uno tras otro como si estuviera exhibiendo una galería de pinturas! […] Yo le agradezco su cortesía y con tan pocas ganas como él visito el depósito que llama biblioteca”.

Es el museo, y no la biblioteca, lo que debe servir como metáfora central de la colección. En su representatividad, es el museo el que lucha por la autenticidad y por la clausura de todo espacio y temporalidad dentro del contexto al alcance. En un ensayo sobre Bouvard y Pécuchet, Eugenio Donato escribió:“El conjunto de objetos que exhibe un museo está sustentado sólo por la ficción de que en cierto modo constituye un universo de representación coherente. Esa ficción consiste en que un reiterado desplazamiento metonímico –del fragmento hacia la totalidad, del objeto hacia la nomenclatura, de la serie de objetos hacia una serie de nomenclaturas– pueda producir una representación adecuada a un universo no lingüístico. Como tal, es resultado de la creencia acrítica de que el ordenamiento y la clasificación –es decir, la yuxtaposición espacial de fragmentos– pueden producir un entendimiento representacional del mundo”.

Existen dos movimientos en una colección que toma el lugar del mundo. Primero, el desplazamiento metonímico de la parte por el todo, del ítem por el contexto; segundo, la invención de un esquema clasificatorio que definirá espacio y tiempo de tal modo que los elementos que componen la colección puedan dar cuenta del mundo. Es evidente que lo que debe suprimirse aquí es el privilegio del contexto de origen, dado que de hecho el mundo responde por los elementos de la colección. Y es evidente, por lo tanto, la lógica que subyace al gesto de ligereza que tiende a descontextualizar las adquisiciones de los museos, un gesto que resulta en el acaparamiento y la exhibición de los tesoros de una cultura ajena. Asimismo, un museo de historia natural le permite a la naturaleza existir “toda a la vez” tal como no podría hacerlo de otra manera. En virtud de la ficción inherente a tal museo, es el sistema de Linneo el que articula las identidades de las plantas, por ejemplo, y no a la inversa.

En un libro para niños sobre el coleccionismo, C. Montiesor recomienda que “toda casa posea un ‘Museo’, aunque sólo sea un estante en un pequeño aparador; allí, minuciosamente fechados y nombrados, deben guardarse los caracoles elegidos en la orilla de una playa, los viejos fósiles impresos en las piedras, los esqueletos de hojas rescatados de los cercos, las extrañas orquídeas descubiertas en una ladera. Aprende lo que puedas acerca de cada uno de los objetos antes de colocarlo en el museo, y rotúlalo no sólo con su nombre sino también con el nombre del lugar en el que fue encontrado y la fecha”. Así, contamos con una orientación para el universo familiar. La naturaleza no es ni más ni menos que un grupo de objetos que se articula mediante la clasificación de un sistema al alcance, en este caso uno “personal”. Cuando los objetos se definen por su valor de uso actúan como extensiones del cuerpo hacia el entorno, pero cuando los objetos se definen por la colección, esa extensión se invierte e incluye el entorno dentro del escenario personal. El último término en la serie que delimita la colección es el “sí mismo”, la articulación de la propia “identidad” del coleccionista. Irónicamente, con todo, y por extensión, el impulso fetichista hacia la acumulación y la privacidad, el atesoramiento y el secreto, sirve a la vez para dar integridad al sí mismo y para sobrecargarlo de significado.

El límite entre colección y fetichismo está mediado por la tensión entre clasificación y exhibición por un lado, y acumulación y secreto por el otro. Como escribió W. C. Hazlitt, “las colecciones de monedas no se originaron con la numismática sino con el atesorador. Los individuos, desde una época temprana en la historia de la moneda, dejaban ciertas piezas aparte –como, más cerca de nuestros días, lo hizo Samuel Pepys–, porque eran sorprendentes o novedosas, o las escondían bajo tierra –como Pepys– porque se suponía que no estaban seguras”. En el atesorador, la tendencia al reemplazo incompleto (el objeto-parte) –actitud que vimos activarse en la sustitución del souvenir por el origen– se torna compulsión, la formación de una repetición o cadena de significantes sustitutivos. Siguiendo el trabajo de Lévi-Strauss sobre los tótems, Baudrillard concluye que el deseo y el placer que caracterizan el fetichismo resultan de una cualidad sistemática de los objetos, más que de ellos mismos: “Lo que fascina del dinero (el oro) no es ni su materialidad ni el equivalente captado de una cierta fuerza (de trabajo) o un cierto poder virtual, sino su sistematicidad; es la virtualidad, encerrada en esa materia, de un poder de sustitución total de todos los valores gracias a su abstracción definitiva”. En la colección, tal sistematicidad concluye en la cuantificación del deseo. El deseo se ordena, coordina y manipula, no se desfonda como sucede con la nostalgia del souvenir. Aquí debemos tener en cuenta no sólo la teoría freudiana del fetiche sino también la de Marx.

El objeto convertido en fetiche debe tener un punto de referencia dentro de la economía de intercambio; incluso la fetichización contemporánea del cuerpo en la cultura de consumo depende de un sistema de imágenes en las cuales el cuerpo ha sido transformado en un punto más de representación. Como observó Lacan, el placer de poseer un objeto depende de los otros. Así, es la posición del objeto en un sistema de referentes –un sistema que podemos caracterizar simultánea e indistintamente como su historia de vida psicoanalítica o como puntos de una economía de cambio que marcan los lugares de “existencia”– lo que determina su valor como fetiche, y no cualquier cualidad intrínseca de los objetos ni sus contextos de origen. Cuanto más se aleje un objeto de su valor de uso, más abstracto deviene y más heterogénea será su referencialidad. La dialéctica entre mano y ojo, entre posesión y trascendencia, que motiva el fetiche depende de esta abstracción. Así como vimos que en sus cualidades de eclecticismo y trascendencia la colección puede actuar como metáfora de la personalidad individual, la colección puede también actuar como metáfora para las relaciones sociales de una economía de intercambio. La colección reproduce la conocida teoría de Marx sobre la objetivización de los bienes: “Se trata de una relación social entre hombres que asume, a sus ojos, la forma fantástica de una relación entre cosas. Para encontrar una analogía debemos apelar a las brumosas regiones del mundo religioso. En este mundo las producciones propias del cerebro humano se presentan como seres independientes dotados de vida, y a su vez en relación uno con otro y con toda la raza humana. Lo mismo ocurre en el mundo de las mercancías con los productos creados por la mano del hombre. Esto es lo que llamo el Fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo en cuanto se producen como mercancías y que es por lo tanto inseparable de la producción de mercancías”.

En este pasaje se describe el proceso del cual emerge la alienación del trabajo: la abstracción de la fuerza de trabajo dentro del ciclo de intercambio, una abstracción que hace que el trabajo del cuerpo sea perceptible en términos de su capacidad de significar. Este enajenamiento del trabajo con respecto a su localización en las relaciones habituales se percibe en la operación del recuerdo, cuando el recuerdo se lamenta y celebra a la vez el hiato entre objeto y contexto de origen. En otras palabras, el objeto se constituye por medio de la alienación del trabajo. Pero el modelo marxista del proceso de fetichización se centra en la inversión por la cual el sí mismo en tanto productor de significados es visto como independiente de esa producción. A fin de ver la etapa final de la alienación, una etapa en la que el sí mismo se constituye por su consumo de bienes, debemos extender más esta descripción.

¿Cuál es la labor propia del consumidor? Se trata de una labor absolutamente mágica, ficticia, que, más que a través de medios concretos o materiales, opera manipulando la abstracción. Así, en contraste con el souvenir, la colección presenta una metáfora de la “producción”, no como “lo ganado”, sino como “lo capturado”. La escena de origen no es una escena de transformación de la naturaleza; es demasiado tarde para ello. Tampoco se trata simplemente de una escena de apropiación, como podría serlo a través de la intervención del cuerpo en el mundo. Vamos hacia el souvenir, pero la colección viene hacia nosotros. La colección nos dice que el mundo está dado: somos herederos de valor, no productores. “Caemos” por accidente en la colección; si bien ésta se aferra a escenas particulares de adquisición, la integridad de esas escenas se disuelve en el contexto trascendente y ahistórico de la misma colección. Este contexto destruye el contexto de origen. En el souvenir el objeto se torna mágico; en la colección, lo que se torna mágico es el modo de producción. En esta creencia en la fortuna se advierte un mayor borramiento del trabajo. Como anotó Veblen en su Teoría de la clase ociosa, “la creencia en la suerte es un sentido de la necesidad fortuita en la secuencia del fenómeno”. El souvenir nos transporta mágicamente a la escena del origen, pero la colección se transporta mágicamente y en serie a la escena de adquisición, su verdadero destino. Y esta escena de adquisición se repite una y otra vez en el ordenamiento serial de los objetos en el espacio de exhibición. Los objetos coleccionados, pues, no son el resultado de una operación serial del trabajo sobre el entorno material. Presentan más bien la serialidad de un mundo animado; su producción parece automotivada y autorrealizada. Si están “hechos”, es mediante un proceso que parece inventarse para el placer del comprador. Una vez más, la ilusión de una relación entre cosas usurpa el lugar de una relación social.

El souvenir restablece la escena de la adquisición como una fusión con lo otro y promete así el paraíso preimaginario del sí-mismo-como- mundo incluso si debe usarse lo simbólico, lo narrativo, como recurso para llegar a tal reunión. Pero la colección lleva este movimiento aún más lejos. En su borramiento del trabajo, la colección es edénica. Uno “encuentra” los elementos de la colección como los edénicos Adán y Eva pudieron encontrar la satisfacción de sus necesidades sin una articulación del deseo. El coleccionista construye una narrativa del azar que reemplaza la narrativa de la producción. De este modo, la colección no sólo se encuentra alejada de todo contexto de producción material; es también la más abstracta de las formas de consumo. Y en su conversión hacia el singular ciclo de intercambio que caracteriza el universo de lo “coleccionable”, el objeto coleccionado representa con bastante simpleza la más extrema autorreferencialidad y serialidad del dinero al mismo tiempo que declara su independencia respecto del “mero” dinero. Recordemos que de todos los trabajadores invisibles, aquellos que de hecho hacen dinero son los menos visibles. Todos los objetos coleccionados son por lo tanto objetos de lujo, objetos abstraídos de su valor de uso y materialidad dentro de un ciclo mágico de intercambio autorreferencial.

Este ciclo nos devuelve a la distinción de T.S. Eliot entre “antiguo ocio” y “entretenimiento”. Dado que las artesanías son contiguas a los modos preindustriales de producción, en el corazón de sus formas estéticas está el valor de uso. De modo semejante, la producción de entretenimiento imita la serialidad y abstracción de las formas de producción posindustriales. Una danza de figuras como la música bluegrass, por ejemplo, podría pensarse, en sus patrones de serialidad, dispersión y reintegración, como un réplica de la organización de los modos mecánicos de producción. Dentro de la contemporánea sociedad de consumo, la colección toma el lugar de las artesanías como pasatiempo doméstico favorito. Este modo de coleccionar combina, irónicamente, una estética preindustrial de lo artesanal y el objeto singular con el modo posindustrial de la adquisición/producción: el ready made.

 

Metaconsumo: imitación de lo femenino. Esta combinación irónica de contenido preindustrial y forma posindustrial es sólo una de las muchas contradicciones que operan bajo la colección. Hay que observar con rigor el tipo de consumo que la colección representa. Al presentar una forma de consumo estético, la colección crea las condiciones para un consumo funcional; al delimitar el espacio de lo decorativo y lo superfluo, define una clase de necesidad. Es inaceptable comprar una colección in toto; una colección se adquiere serialmente. Esta serialidad permite definir o clasificar la colección y la historia de vida del coleccionista, y también posibilita sustituir sistemáticamente el trabajo por la compra. “Ganarse” una colección sólo implica esperar, crear las pausas que articulan la biografía del coleccionista.

Más aún, no puede definirse al coleccionista en simples términos del valor de los elementos que colecciona. Así como el sistema de intercambio depende de la posición relativa de una mercancía en la cadena de significantes, la colección como un todo implica un valor –estético o no– independiente de la simple suma de sus componentes. Hemos hecho hincapié en el valor estético porque lo que opera en la colección es un valor de manipulación y posicionamiento, no de referencia a un contexto de origen. Así como, según vimos, el valor material de un souvenir es un valor efímero yuxtapuesto a un excedente de valor relativo a la historia individual, la cualidad efímera del objeto coleccionado puede ser desplazada por el valor de las relaciones y la sola cantidad. Si bien toda moneda se disuelve en el infinito significado de una cara, la más profunda de las superficies, cada moneda presenta también un punto de enumeración. La acumulación de monedas promete la acumulación de un mundo cíclico que puede reemplazar al mundo mismo.

Y al otro lado de esta escala de valores debemos considerar las colecciones de lo propiamente efímero: aquellas hechas de ítems descartables como latas de cerveza, ropa vieja, botellas de vino o emblemas políticos. En su negación del valor de lo antiguo y lo clásico como formas trascendentales, estas colecciones pueden parecer anticolecciones. Sin embargo hacen algo más que negar. Primero, a través de su acumulación y ordenamiento presentan un cuadro estético que no podría sostener ningún elemento a solas. Por ejemplo, las colecciones de botellas de vino o recipientes dispuestos en una vidriera marcan la diferencia entre luz y espacio. De este modo, funcionan asimismo como “objetos intrínsecos”, igual que los clavos y pedazos de vidrio que coleccionan las ratas de la madera. Segundo, las colecciones de lo efímero sirven para exagerar algunas características dominantes de la economía de intercambio: su serialidad, novedad y abstracción. Y por medio o por virtud de esta exageración representan una forma extrema del consumismo. Dividen lo novedoso en clases y permiten que la moda se extienda en ambas direcciones: hacia el pasado y hacia al futuro.

Los objetos kitsch y camp popularizan lo antiguo a la vez que envejecen la moda; así destruyen la última frontera de lo intrínseco. En un breve pasaje acerca de lo kitsch en La sociedad de consumo, Baudrillard sugirió que el kitsch representa una saturación del objeto con numerosos detalles. La saturación, sin embargo, sería una característica de muchos objetos de valor, tanto de souvenirs como de ítems “clásicos” coleccionables. Más apropiado parece decir que el objeto kitsch ofrece una saturación de materialidad, una saturación de tal grado que la materialidad se vuelve irónica, repartida en voces opuestas: pasado y presente, producción masiva y sujetos individuales, olvido y cosificación. En la sociedad de consumo tales objetos sirven para subjetivizar todo, para instituir una nostalgia del vulgo que hace del mismo vulgo un tipo de sujeto. Los objetos kitsch no son aprehendidos como el souvenir, es decir, al nivel de la autobiografía individual, sino más bien al nivel de la identidad colectiva. Son souvenirs de una época y no de un sí mismo. De ahí que tiendan a acumularse alrededor de ese intenso período de socialización que es la adolescencia, tal como el souvenir propiamente dicho se acumula en el período de intensa subjetividad que es la infancia. La serialidad de los objetos kitsch es articulada por la constante autoperiodización de la cultura popular. Su valor depende de las fluctuaciones del mercado autorreferencial del coleccionista, tal como sucede en las colecciones, pero con la constricción adicional de la moda. Por lo demás, mientras objetos como las herramientas tienen un valor de uso originario, el valor de uso originario de los objetos kitsch es esquivo. Su valor en el contexto de origen era más bien su contemporaneidad, su relación con las demandas fluctuantes del estilo. De allí que los ítems kitsch y camp puedan ser vistos como formas de metamoda. Su colección es un discurso de la constante recreación de la novedad en la economía de mercado. Y en sus transformaciones del tiempo breve y el espacio profundo de lo popular hacia el tiempo profundo y el espacio estrecho de lo antiguo, abonan una ideología que mezcla las relaciones de clase; una ideología que sustituye un trabajo de producción por un trabajo de consumo perpetuo.

El término kitsch proviene del alemán kitschen: “juntar de modo desprolijo”. El objeto kitsch en tanto que coleccionado lleva pues la abstracción del valor de uso un paso más allá. Hemos visto que la colección de objetos artesanales traduce el tiempo del trabajo manual en la simultaneidad del excedente conspicuo. El deseo del objeto kitsch como souvenir o ítem coleccionado marca la completa desintegración de la materialidad a través de la exhibición irónica de una “sobrematerialidad”. El adentro rompe sus límites y presenta una pura superficie de afuera. El objeto kitsch no simboliza la trascendencia sino la emergencia a la velocidad de la moda. Su condición de dispendio es la de todos los bienes del consumo: la dependencia de lo novedoso como reemplazo del valor de uso y la artesanía.

El término camp es tal vez más complejo. El American Heritage Diccionary (Diccionario del legado americano: ¿qué título habla mejor de la nostalgia de lo estándar?) nos dice que los orígenes del término son oscuros, pero que terminó por significar “una afectación o apreciación de los modos y gustos considerados extravagantes, vulgares o banales […] Actuar de un modo extravagante o afeminado”. En todas sus acepciones, tanto kitsch como camp implican imitación, inautenticidad. Su significado reside en la exposición exagerada de los valores de la cultura del consumo. Moda y manía tienen lugar dentro del campo de lo femenino y no sólo por ser emblemas de lo trivial. Debemos ir más allá de cualquier debate funcional intrínseco que diga que el sujeto es previo a lo femenino. Antes bien, lo femenino-como-imitación conforma un discurso que imita el de la productividad, la autoridad y la prédica masculinas. Y esa mayor imitación de lo femenino que vemos en el camp señala la separación radical del “discurso femenino” respecto del sujeto. Históricamente, esta separación resulta de la necesidad del capital de situar heterogéneamente a los sujetos a lo largo del mercado de trabajo. Y así termina desnudando lo femenino, poniendo el discurso femenino a disposición de la parodia. Lo “eterno femenino” ofrece una noción de lo clásico, una noción de trascendencia necesaria para la economía política: el camp es su parodia. Y esta parodia revela lo femenino como superficie: pone en evidencia la cara profunda de lo femenino como pura relación material, relación que sitúa a la mujer dentro del circuito de intercambio y al mismo tiempo torna invisible su labor. El concepto de la mujer como consumidora no es menos ilusorio o violento que su literalización en el mito de la vagina dentata; porque sirve para borrar el trabajo verdadero, la verdadera productividad de la mujer. No obstante, es este borramiento el que hace posible el circuito del intercambio.

Si decimos que la colección en general marca el borramiento final del trabajo dentro de las abstracciones del capitalismo tardío, debemos concluir que el kitsch y el camp, como formas de metaconsumo, han surgido de las contradicciones implícitas en el funcionamiento de la economía de mercado; señalan un antisujeto cuya emergencia, irónicamente, fue necesaria para los relatos más significativos dentro esta economía. Sólo en virtud de la imitación las clases populares se hacen la ilusión de tener algo. Como abstracción, como elemento de una serie, como novedad y lujo a la vez, la imitación es necesariamente lo clásico de la cultura contemporánea de consumo. La imitación desprende definitivamente al mercado de ese lugar que creemos conocer, de primera mano, como naturaleza.

 

Traducción: Débora Vázquez

Imágenes [en la edición impresa]. On Kawara, I Got Up (1968- ).

Lecturas. Las citas incluidas en el ensayo pertenecen a: Jean Baudrillard, El sistema de los objetos (México, Siglo xxi, 1969); Georgene O´Donnell, Miniaturia: The World of Tiny Things (Chicago, Lightner Publishing Co., 1943); Leo Spitzer, “Milieu and Ambiance: An Essay in Historical Semantics”, Philosophy and Phenomenological Research: A Quarterly Journal 3, nro. 1 (1942), nro. 2 (1942); Honoré de Balzac, El primo Pons (Madrid, Paidós, 1980); Thorstein Veblen, The Theory of the Leisure Class (Nueva York, New American Library, 1953); Alice Van Leer Carrick, Collector´s Luck (Boston, Atlantic Monthly Press, 1919); Isaac D´Israeli, Curiosities of Literature (París, Baudry’s European Library, 1835); Eugenio Donato, “The Museum´s Furnace: Notes Toward a Contextual Reading of Bouvard and Pécuchet”, en Textual Strategies: Perspectives in Post-Structuralist Criticism (Nueva York, Cornell University Press, 1979); C. Montiesor, Some Hobby Horses; or, How to Collect Stamps, Coins, Seals, Crests, and Scraps (Londres, W. H. Allen and Co., 1890); William Hazlitt, The Coin Collector (Londres, G. Redway, 1896); Jean Baudrillard, “Fetichismo e ideología”, en Crítica de la economía política del signo (México, Siglo xxi, 1981); Karl Marx, El capital (México, Fondo de Cultura Económica, 1966); Jean Baudrillard, La sociedad de consumo (Barcelona, Plaza y Janés, 1974); Henry Glassie, Patterns in the Material Folk Culture of the Eastern United States (Filadelfia, University of Pennsylvania Press, 1968). Para un análisis clásico del camp, véase Susan Sontag, “Notas sobre lo camp” en su Contra la interpretación (Barcelona, Seix Barral, 1969).

Susan Stewart es profesora de Lengua Inglesa en la Universidad de Temple. Ha publicado dos libros de teoría –Crimes of Writing: Problems in the Containment of Representation y Nonsense: Aspects of Intertextuality in Folklore and Literature–, y dos volúmenes de poesía: Yellow Stars and Ice y The Hive. El presente texto es una versión abreviada del capítulo 5 del libro On Longing. Narratives of the Miniature, the Gigantic, the Souvenir, the Collection (Duke University Press, 1993) y se reproduce con la autorización de la autora y Duke University Press.

 

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