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Cortázar, la crítica y yo

LITERATURA

 

El año Cortázar ha sido pródigo en cultores de un género que, al parecer, suscita indefectiblemente el recuerdo: “Cortázar y yo”. Amigos, escritores y aun críticos evocan lo mucho o lo poco que lo conocieron o, en su defecto, lo poco o lo mucho que la obra propia –la del yo del recuerdo– le debe a la del autor de Rayuela. Como una contribución intempestiva al género, un lector joven relee esa novela, intentando investigar el porqué de tanta defección crítica. ¿Habrá envejecido la literatura de Cortázar o habrá envejecido la crítica que hizo escuela?

 

Leí Rayuela (1963) con las instrucciones para leer las instrucciones de Cortázar. Y no tardé en comprender que se trataba (y todavía se trata) de una novela que la crítica había munido del siguiente prospecto:

Fórmula: múltiples libros en uno que, en realidad, se leen como dos: uno que se lee de corrido hasta el capítulo 56, y otro que se ciñe al (des)orden de un tablero. Un “lector-hembra” (pasivo, que sólo busca saber qué pasa al final de la novela y responde al perfil consumista del público masivo) y un “lector cómplice” (activo, que lee salteado y representa un público selecto). Una teoría de la novela (antinovelística) y una teoría de la lectura (moralizante). Dos lados: Buenos Aires y París. Un sistema de personajes estructurado por parejas y por dobles. Una inagotable biblioteca.

Acción terapéutica: Corrosión de los hábitos convencionales de lectura. Intelectualismo. Pedagogismo. Jerarquización (de un libro, de un lector, de un pretendido “buen gusto”, de la “alta” cultura por sobre lo popular o masivo). Cuestionamiento de la razón occidental (surrealismo, zen, abyección, erotismo). Ironía. Humor. Autocrítica. Incoherencia.

Indicaciones: Rayuela está indicada para el alivio de los males del género novelesco (realismo, pintoresquismo, psicología del personaje, etc.) y para neutralizar los efectos de la literatura fantástica en la propia obra de Cortázar. Se prescribe también para “lectores-hembra” que tengan tendencias masoquistas o para “lectores cómplices” que piensen que pertenecer aún tiene sus privilegios.

Posología y administración: se recomienda leer la novela del tablero.

Precauciones y advertencias: hoy Rayuela produce intolerancia en aquellos que la ven envejecida. En esos casos, su lectura puede deparar sesentismo fosilizado (altas dosis de utopía estética y utopía política), fechado vanguardismo, ínfulas teóricas, desmesura, etc.

Mantener este y todos los libros de Cortázar al alcance del lector adolescente.

Una imaginaria primera página de Rayuela como prospecto: más de cuarenta años después del cimbronazo que provocó en el panorama literario hispanoamericano, las instrucciones de la crítica a las instrucciones de Cortázar son el otro tablero de dirección para leerla. Pero observemos esta paradoja: se trata de un texto que se lee a sí mismo buscando prescindir de la crítica ajena, y que pide a sus lectores el esfuerzo de leer críticamente. “Todo autor lleva consigo una nostalgia secreta: la de escribir la crítica definitiva sobre su propio libro”, dice Cortázar en una de sus cartas. Si Rayuela pone esta ambición de manifiesto, y si el crítico es el modelo de su “lector cómplice”, la trampa que se le tiende en la escritura, deja una silueta narcisista: estoy inclinado a verme leyendo en la forma en que el texto se lee a sí mismo, y embotarme así en el reflejo que de mí devuelve. Estoy inclinado a seguir sus instrucciones. “Sé mi cómplice –me dice al oído–, leé como quiero que me leas.” Si me observo en su espejo, intuyo con horror la clonación planeada: la pesadilla de ser el lector que Rayuela busca replicar al infinito. El ejército de “cómplices” que repite la lectura que el autor incluyó en su propio texto.

Pero si algo quiere Cortázar es transformar los modos de leer literatura. En este sentido, aún hoy es difícil no ver en el protocolo de la página del tablero los engranajes de un artefacto extraordinario. “El lector queda invitado a elegir una de las dos posibilidades siguientes”, se dice. Entre dos libros (en esa encrucijada), la elección suscita interrogantes: ¿Qué leer? ¿Cómo leer? ¿Por qué hacerlo de una manera y no de otra? La lectura que acata el orden del tablero (que casi todos hacen, debido a la novedad de su propuesta) reduce dicha encrucijada a un artilugio irónico del texto: la “novela-rollo” estaría allí para no ser leída (sino por el “lectorhembra”). Las cursivas con que se invita “a elegir” reforzarían el sentido de la elección planteada. Casi le darían la fuerza de un imperativo. Pero si se piensa, no obstante, que las cursivas restringen muchas veces los niveles de literalidad de un enunciado, ¿por qué lo irónico no pue de operar sobre el acto de elegir, y no tan sólo sobre lo elegible? ¿Por qué la ironía, en vez de invitar a no leer el primer libro, no podría anular la elección en tanto fin?

Si sólo importa la novela del tablero y su “lector cómplice”, el gesto aristocratizante que se le ha atribuido a Cortázar sería funcional a una clara distinción entre lo que es y lo que no es literatura. En las antípodas de Arlt y Puig, Cortázar haría –desde este punto de vista– un uso distanciado y paródico de las formas “subliterarias” y “subculturales”, preservando la “Literatura” de lo que estaría fuera de ella. La aparente ausencia de biblioteca de la que Puig ha hecho ostentación tantas veces sería, en el contexto de la literatura nacional, la contrapartida al enciclopedismo de Rayuela. Y si bien hay cierta voluntad pedagógica (por la que Cortázar opera como divulgador y el lector entra en un universo de saberes al que, de otro modo, quizá no accedería), también allí hay algo que escapa al mero didactismo. Ricardo Piglia, en Respiración artificial, afirma que Borges –a través de una exasperación paródica– clausura la literatura del siglo XIX en lo que de fraudulento tiene la erudición de algunas de las citas del Facundo. Para ello Borges no sólo se vale de la saturación y el exceso, sino también del carácter apócrifo que el saber adquiere en muchos de sus cuentos. En esos casos, la erudición (como pura forma) vacía de contenido el uso de la cultura: no hay nada detrás, porque las fuentes no existen. En la misma dirección, Cortázar exacerba el gesto borgiano aunque bajo un signo disímil. Leída en clave irónica, esa insufrible estética del intelecto que propone Rayuela (tex to escrito para volverse infinitas notas al pie) banaliza la cita cultural al transcribirla desaforadamente. Si en Borges la erudición enciclopédica tiende a instaurar un vacío, en Cortázar llena, rebalsa, atiborra. En el exceso que hace de la referencia culta un objeto pueril, trivializado, lo intelectual se vuelve irónicamente intelectualoide. El complejo de inferioridad cultural de un país es lo que se pone en el tapete. Por más que los personajes traten de usar la cultura como algo vivo, el texto produce efectos adversos: después de Rayuela, la idea de escribir una “obra erudita” se torna irrisoria, cuando no ridícula. Lo irónico está, como el personaje de Etienne dice en el capítulo 28, en esa “inexplicable tentación de suicidio de la inteligencia por vía de la inteligencia misma”.

Dos años después de la aparición de la novela, en una carta a Jean Barnabé, Cortázar escribe: “Es cierto que el hiperintelectualismo del libro puede jugarme una mala pasada, y lo tengo muy en cuenta y quizá no reincida nunca más en él […]. Pero también es cierto que el Río de la Plata y sobre todo Buenos Aires, necesitaban que alguien se echara encima y hasta el exceso el terrible riesgo de ser tomado por un pedante, un ‘culto’, una rata de biblioteca, un amateur-erudito, si esta última simbiosis es posible”. Suerte de chivo expiatorio, Cortázar anuda a la exagerada pose intelectual el potencial irónico del texto. ¿Es Rayuela por ello anti intelectualista? Si lo es, lo es del modo sutil en que la ironía funciona: de una forma en que sus “lectores cómplices” (ideales de críticos), arrobados en el narcisismo de la lectura “calificada”, no llegan a reconocerse en la burla del texto. El capítulo de la muerte de Rocamadour es una especie de alegoría de estas cuestiones. “Somos culpables de su muerte”, reflexiona Oliveira, a poco de darse cuenta de lo que ha ocurrido y lejos de inculpar solamente a La Maga; y una vez que los demás se han enterado, el personaje de Ronald dice quejándose: “Todo el mundo hablando de pavadas y esto, esto…”. Las discusiones de ideas son los velos que tapan el cadáver del bebé (suerte de agujero negro de la novela), que es visto por Horacio y sobre cuya existencia calla. Si bien Oliveira entiende lo inexorable de la muerte y del dolor que su silencio difiere, y si dice negar la realidad cuando busca explicarse su actitud (en una charla en que, irónicamente, lo real será tópico de su discurso), él no interrumpe la conversación sino que, al contrario, contribuye a animarla. En el cinismo del protagonista (tamizado de sus restos de piedad) se expresa una crítica sesgada de Rayuela: la que descubre en la negligencia y el desentendimiento de Horacio lo paradójico de la “alienación intelectual” de esos seres pedantes y cosmopolitas, que escuchan jazz y hablan de poesía en un frío departamento de París en la década del 50.

Morelli, en efecto, es el tema central del Club de la Serpiente. Si pensamos en sus ideas discutidas en Rayuela y, sobre todo, en la de la lectura como trabajo, en la del lector como personaje y centro de una poética del texto, en la desestructuración del artefacto novelesco y en la idea de homologar las experiencias de autor y lector, no sólo resultan notables las conexiones con la teoría literaria del Roland Barthes de S/Z, por ejemplo, sino con varias de las ideas del posestructuralismo. Escribe Daniel Link: “Y también Rayuela está fuera de lugar: es una novela utópica y es una novela anacrónica, y no sólo porque mira desesperadamente hacia atrás, sino porque se proyecta hacia adelante y sus preguntas sólo nos resultan tolerables en la medida en que las articulemos con el pensamiento teórico y las ideas de Foucault, Kristeva o Deleuze”. Se podría por lo tanto ensayar la hipótesis de que la recepción crítica de Rayuela –en sus voces más prominentes, lideradas por Ana María Barrenechea– parte de una perspectiva estructuralista para hablar de un texto que despliega (en sí y para sí) núcleos teóricos del posestructuralismo. Que Rayuela –una obra empeñada en desarticular y elaborar una crítica de los dualismos que organizan la cultura occidental– haya sido leída casi siempre a partir de parámetros de índole binaria (dos libros, dos lectores, un mundo estructurado en dos lados, etc.) habla a las claras de la gravitación que el estructuralismo tenía en las décadas del 60 y el 70 en la Argentina, y de cómo sus irradiaciones llegaron más allá de ese período.

La idea de que Rayuela es la alternativa entre dos libros sustenta el edificio crítico ocupado en leer dicotomías. Si es irónica la invitación “a elegir”, los libros resultan entre sí complementarios. Y esto que puede parecer obvio –en tanto la novela del tablero implica una fusión de ambas partes– deja de serlo cuando la forma de “lectura total” se socava en el capítulo salteado (el 55). Más allá de que éste se reproduzca casi en su totalidad (sin que al lector se lo prevenga) en el capítulo 133, sólo algo del orden de la ironía hace esta operación justificable. Puesto que, como alguien dijo, “no se puede escribir lo que no se leerá”, hay una forma de pereza en segundo grado, contingente de la pereza de leer sólo la “novela-rollo”: la de aquellos que leen solamente la novela del tablero. La de los que no releen el “primer libro” a la luz del “segundo”, a la luz del aparato teórico-crítico ideado por Morelli. La trampa que debemos sortear, entonces, es la que Oliveira –de modo simbólico– tiende en uno de los últimos capítulos: la telaraña de piolines, rulemanes y palanganas de cuyo traspaso depende seguir o no leyendo la novela. Así como La Maga, para Horacio, siempre parece estar cruzando el Pont des Arts (el puente que Luis XIV hizo construir cuando el Louvre se convirtió en museo para que los estudiantes pudiesen atravesar el Sena y admirar las obras de arte); así como el puente que le permite a Talita sentarse en el vacío es el resultado de los dos tablones que Oliveira y Traveler ensamblan mutuamente, ¿por qué no pensar que en una novela en la que siempre se está a punto de cruzar al otro lado, es también un puente lo que separa el primer libro del segundo? Y es que no se puede transitar todo el texto sino leyéndolo de las dos maneras, es decir, releyéndolo. Aunque Cortázar, en una carta a su editor de agosto de 1964, le pida reformular la página del tablero en la segunda edición, puesto que muchos “se han confundido y han creído que el libro había que leerlo dos veces, primero de una manera y después de otra”, ¿qué nos impide creer que la sofisticación de la máquina-Rayuela excede, incluso, la de su propio autor?

Si Rayuela es un mecanismo de relectura, el texto hace carne la crítica al “lector-hembra”, desarticulando toda forma de lectura consumista (entendiendo como tal toda primera y única lectura, la mera voracidad libresca). En el capítulo 73 –el primero, en el orden del tablero– se lee: “El solo hecho de interrogarse sobre la posible elección vicia y enturbia lo elegible”. Y más adelante: “Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir, la falsea”. Si algo queda claro es que la descomposición del artefacto novelesco que produce Cortázar sólo puede ser vista en la forma en que el primer libro es desmontado en el segundo. La noción de la lectura como trabajo se completa en la posibilidad o el deber de la relectura.

La utopía de Rayuela consiste, por lo tanto, en transformar al sujeto que lee. En creer que a través de los libros el pensamiento puede liberarnos. Lejos de una retórica capciosamente democrática por la que la obra de arte iluminaría a aquel que tome contacto con ella, la pretensión de Rayuela de transformar al lector está, en última instancia, en la paradoja de hacerle entender que el libro ha sido escrito para que él no lo lea. Como los opus para piano de Berthe Trépat (aunque deliberadamente), la novela quiere que el lector se pare y renuncie a leerla. Más allá de su resistencia a la crítica, estratégicamente incorporada a la novela, su negatividad está en la toma de conciencia que busca en los lectores, con respecto al lugar que ocupan en el circuito de distribución de los bienes culturales. “Los individuos más completamente desposeídos de los medios de apropiación de las obras de arte –escribe Bourdieu– son los más completamente desposeídos de la conciencia de esa desposesión.” No sorprende que Rayuela asuma ese propósito, sobre todo si se la mira a contraluz de la época en que Cortázar pretendió articular una palabra que fue ra consecuente: justo cuando el fenómeno sociológico, cultural y editorial que fue el “boom” permitía imaginar que la literatura sostendría una toma de conciencia del pueblo latinoamericano. Cortázar, sin duda, creía ser en más de un aspecto un escritor revolucionario. En el horizonte de la revolución, vio la posibilidad de que la literatura se convirtiese en historia y, por ello, en acto. Porque el acto de escribir es inescindible de la certeza de libertad, es que la literatura pudo (y puede) observarse en el espejo de la revolución y llegar a reconocerse.

La historia, no obstante, le ha deparado a Rayuela una serie de fracasos. Por eso en sus páginas relumbran las esquirlas de un proyecto fenecido. A más de cuarenta años de su aparición, es esperable que se diga que la modernidad que algún día le fue propia hoy ha fatalmente pasado de moda. Habrá que entender que la crítica, preocupada muchas veces por la novedad, no acepte reponer el valor de este texto sino bajo el signo de la mode retro, disfrazado por algún aniversario. Que no nos quede duda de que el envejecimiento de una obra literaria se debe al envejecimiento de sus lecturas.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Sherrie Levine, Fountain: 5 (1997), p. 62.

Lecturas. Las citas del epistolario de Cortázar provienen, por orden de aparición, de una carta a Ana María Barrenechea fechada en París el 19 de abril de 1964, de una enviada a Jean Barnabé el 8 de mayo de 1965, y de una que recibe Francisco Porrúa del 18 de agosto de 1964. Todas están en el tomo 2 de Cartas (1964-1968) de Julio Cortázar (Buenos Aires, Alfaguara, 2000). La cita de Daniel Link pertenece a “El regreso de Berthe Trépat” en Cómo se lee (Buenos Aires, Norma, 2003). La frase de Pierre Bourdieu aparece en “Elementos de una teoría sociológica de la percepción artística”, en Campo de poder, campo intelectual (Buenos Aires, Quadrata, 2003). Para un panorama de las lecturas sobre la novela de Cortázar, véase la edición crítica de Rayuela de la Colección Archivos (Madrid, Fondo de Cultura Económica, ALLCA XX, UNESCO, 1996).

 

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