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Donde se pone el acento

LITERATURA

 

¿Por qué, tanto en la ficción como en la autobiografía, el relato en primera persona suele empezar por justificarse? Sontag cree que el pretexto que se ofrece podría encubrir un elogio de la incertidumbre. Del narrador que tras juzgar a los otros termina sentenciándose al que hace descarada virtud de las flaquezas de la memoria, la ficción del “yo” presenta el mundo como visión de una identidad que se reivindica porque es cuestionable; un punto de vista donde recuerdo y olvido, nitidez y confusión, duda y patetismo se complementan. A través de tres novelas singulares, Sontag analiza la relación de la primera persona con los comienzos y los finales de los relatos, e intenta caracterizar ciertas ficciones “anómalas” que alegan atenerse a los hechos pero no develan casi nada de lo que suele encontrarse en los libros de memorias.

para P. D.

 

Empieza, esta gran novela norteamericana (no la llamemos “gran novela breve norteamericana”), con la voz de la evocación; es decir, la voz de la incertidumbre:

Los Cullen eran irlandeses; pero fue en Francia donde los conocí y pude formarme una impresión de su amor y su inquietud. Iban en camino a una propiedad que habían alquilado en Hungría y una tarde aparecieron en Chancellet para ver a mi gran amiga Alexandra Henry. Fue en mayo de 1928 o 1929, antes de que todos regresáramos a América y ella conociera a mi hermano y se casara con él. De más está decir que los veinte fueron muy diferentes de los treinta, y ahora han comenzado los cuarenta. En los veinte no era inusual encontrarse con extranjeros en algún país tan ajeno a ellos como a uno; las respectivas peregrinaciones se cruzaban y uno hacía lo posible por conocerlos en una tarde o poco más; y tal vez hablase de ese conocimiento relámpago como de una amistad. Había en el aire una especie de curiosidad idealista o ilusionada. Y las rarezas de carácter, y las varias guerras y paces que tienen lugar en la psique, parecían del mayor interés y hasta de importancia.

La referencia a la década –que apenas había empezado, porque la novela se publicó en 1940– añade a la historia una pátina y la inviste del encanto de lo intempestivo; se sugiere que los acontecimientos mundiales posteriores han marchitado la importancia de “las varias guerras y paces que tienen lugar en la psique”. Lo que sigue va a ser mero asunto de vidas privadas, digerido en tiempo récord: “una tarde o poco más” es exactamente lo que dura la historia, porque los Cullen llegan después del almuerzo, a eso de las dos y media, y salen disparados justo cuando está a punto de servirse una cena muy elaborada. En estas escasas horas –mucho menos que todo el día y la velada que abarca La señora Dalloway– una tempestad de sentimientos azotará las constricciones del refinamiento, y la unión feroz e indisoluble de los Cullen, “su amor y su inquietud”, habrá sido sometida a un examen astutamente exhaustivo. “Conocimiento relámpago”: ¿qué clase de conocimiento es éste?

La novela, todavía relegada, siempre asombrosa, es El halcón peregrino (The Pilgrim Hawk), de Glenway Wescott. En mi opinión, es uno de los tesoros de la literatura estadounidense del siglo XX, por atípicos que sean su vocabulario magro y sutil, la densidad de su atención a los personajes, su pesimismo fastidioso y el recortado cosmopolitismo de su punto de vista. Lo que suele considerarse típicamente estadounidense es desenvuelto, grueso, un poco ingenuo y hasta corto de alcances, sobre todo en relación con temas venerables del discernimiento europeo como el matrimonio, y respecto al matrimonio, El halcón peregrino es cualquier cosa menos ingenuo.

Claro está que la literatura estadounidense siempre ha proporcionado ejecuciones complejas de la imaginación moral, algunas de las cuales son dramas de intrincada violencia psíquica tal como los observa y los cavila una conciencia testigo. La tarea del “yo” que narra El halcón peregrino es mirar, reflexionar y comprender (algo que también significa desconcertarse) lo que está sucediendo. ¿Quiénes son este impostor rollizo, petulante, y esta mujer exquisitamente vestida a la muñequera de cuyo tosco guantelete se aferra un halcón adulto encapuchado o halcón peregrino? Al narrador, la presencia y los trastornos de la pareja le resultan estimulantes. No tarda en hacer elocuentes evaluaciones sumarias de su carácter. A medida que se despliega la confusión, las afirmaciones van evolucionando.

El inicio de la novela sugiere a qué velocidad siniestra un observador omnívoro puede formarse “una impresión” de dos personas que acaban de presentarle: “uno hacía lo posible por conocerlos”. También propone una vaguedad magistral respecto a cuándo se formó la impresión: “Fue en mayo de 1928 o 1929, antes de que todos regresáramos a América…” ¿Por qué habrá decidido Wescott que el narrador duda se del año? Tal vez para atemperar la importancia de 1929, el año del crash, para esos dos expatriados norteamericanos ricos y ociosos –no ricos a lo Zelda y Scott Fitzgerald sino ricos de veras, como en las novelas de Henry James sobre norteamericanos que “andan” por Europa–. Tal vez, en alguien que responde al demasiado jamesiano nombre de Alwyn Tower, la vaguedad sea una forma de los buenos modales. Y acaso los buenos modales rijan los arrebatos de duda que el narrador tiene sobre su precisión. A ningún Alwyn Tower le gustaría dar la impresión de que trata de hacerse el inteligente.

El nombre deriva de la función. Distante, más aún, desengañado y virtualmente falto de historia (no se nos dice qué lo ha exiliado de amar y ser amado; ni siquiera se nos dice su apellido hasta casi la mitad del libro, y para adivinar el nombre hay que saber que Alwyn Tower es el protagonista de una temprana novela autobiográfica de Wescott, Las abuelas –The Grandmothers–), el narrador no es con todo tan misterioso como parecería. De hecho, el “yo” de El halcón peregrino es un personaje conocido, ese oscuro amigo soltero de uno o más de los personajes principales que, en versiones emparentadas, cuenta El romance de Blithedale de Hawthorne, La fuente sagrada de Henry James y El gran Gatsby de Fitzgerald. Con mayor o menor intensidad, todos estos narradores recesivos se sienten algo avergonzados frente a los individuos más temerarios, vitales o autodestructivos a quienes observan.

Necesariamente el narrador-espectador tiene algo de voyeur. El que empieza por mirar puede terminar husmeando, o al menos viendo más que lo que supuestamente debe. Coverdale, el repelente narrador de El romance de Blithedale, atisba a sus amigos, no sólo desde un mirador en la copa de un árbol, sino también desde su puesto en un cuarto de hotel, desde donde se ven todas las ventanas de una casa de enfrente. La fuente sagrada es la consumación novelística del narrador-que-espía-por-la-cerradura. La revelación clave de El halcón peregrino, el odio de Cullen por el pájaro de su mujer, llega cuando por casualidad Tower mira por una ventana y ve a Cullen, navaja en mano, acercarse sigilosamente al halcón (al que han llevado al jardín tras una comida sangrienta), sacarle la capucha y cortar la correa para dejarlo en libertad.

En este mundo de parejas, que consta no sólo de los Cullen y de un tormentoso par de sirvientes sino también de la pseudopareja formada por Alex Henry y su meditabundo, opacamente sexuado amigo y huésped, el matrimonio es el vínculo normativo. Tal vez el malestar de Tower con la marcha de su entendimiento proceda de la conciencia de estar al margen de las profundas experiencias del emparejamiento, y de estar solo. “La vida es casi toda percha. No hay nido; y nadie está con uno exactamente en la misma roca o la misma rama. Las circunstancias de la pasión son tan mezquinas que excluyen la cordialidad.” Tal es la sabiduría árida de una conciencia hondamente soltera. “Llegue o no al fin a una comprensión, a menudo empiezo por una superficialidad irritada e intensa.”

Tanto como las dificultades de la comprensión, Tower está describiendo los caprichos de la escritura de novelas. Todos estos narradores valetudinarios son también autorretratos de escritores y ejercicios de autohumillación de escritores. Coverdale, el “escarchado solterón” de Hawthorne, es poeta. Aunque al narrador soltero de Wescott lo sigue amargando su fracaso en hacerse “artista literario” (“nadie me advirtió que en realidad no me alcanzaba el talento”), esto no le impide pensar como novelista, observar como novelista y exhibir la volatilidad de juicio de un novelista. “A veces soy sensible como una mujer al humor o el carácter de los demás; y es una clase de sensibilidad que se les puede volver a favor o en contra casi por azar.” […]

Tower puede hacer más explícitos los sentimientos encontrados que le despierta la pareja que está observando. Siente rechazo. Unas veces se identifica con la mujer, otras con el marido: qué impetuosa es ella, cómo vibra sexualmente; qué desesperado está él, qué abatido. Los mismos Cullen parecen disolverse y recomponerse varias veces según cambia entre ellos el equilibrio de poder. (Hasta se diría que la neurasténica, frágil esposa cambia de tipo físico, que se vuelve robusta, tosca, indomable.) A veces parece que Tower fuera a la zaga de sus naturalezas cada vez más interesantes; a veces da la impresión de imponer a su historia una complejidad algo implausible, y la narración corre el riesgo de transformarse en un relato sobre él, sobre la forma tortuosa y torturante en que se ve, a la manera del Henry James tardío. Pero Wescott no llega tan lejos. Se conforma con los beneficios que un narrador tan autoconsciente da al avance del relato. Todo novelista que tenga una historia dolorosa que contar querrá proveerla de personajes complejos que sólo se revelen paulatinamente. ¿Hay método más ingenioso y económico que derivar la complejidad de un personaje de las mudables percepciones de un narrador en primera persona? A estos fines Tower difícilmente podría ser más apto. Su apetito para descubrir y repudiar detalles significativos es insaciable.

Un narrador así puede concluir de una sola manera: retrayéndose una vez más de su propia perspicacia. Después de las confesiones ebrias, el llanto, los gritos y el flirteo peligroso, después de haberse esgrimido un enorme revólver (y de haberlo tirado a un estanque), cuando las despedidas nerviosas han empapelado ya el abismo y los Cullen y el halcón se han perdido en la noche a bordo de su largo Daimler oscuro, después de que Tower ha vagado por el jardín meditando sobre tanto comportamiento indebido,Tower repasa las visiones de avaricia e inhumanidad que ha reunido durante la visita de los Cullen; es decir, recuerda el libro que venimos leyendo:

[…] y enrojecí. La mitad de las veces, me temo, mis opiniones sobre las personas son meras conjeturas; historietas. Una y otra vez doy rienda suelta a una especie de lirismo inexplicable y vengativo, y me avergüenzo. A veces dudo enteramente de mi juicio en cuestiones morales; y visto que me propongo ser narrador, es como si me oyera el susurro del diablo.

¿Es característicamente estadounidense este frenesí reflexivo? Yo creo que sí, aunque no puedo probarlo. Conozco una sola novela inglesa con tonos parecidos –la desconfianza atormentada, la angustia en sordina– y es la que claramente sirvió a Wescott de inspiración parcial para la suya: El buen soldado, de Ford Madox Ford (1915). También la novela de Ford es a un tiempo una historia de tortura matrimonial que irrumpe en las rutinas del ocio y el proyecto de recordar que emprende un expatriado estadounidense mientras demora su vida en Europa. En el centro del drama hay una pareja inglesa en el extranjero, amigos de una pareja norteamericana rica. El que cuenta la historia es el marido norteamericano, ahora viudo; la esposa murió tiempo después del “triste asunto” que él está recordando.

Tanto en la ficción como en la autobiografía, para empezar una narración en primera persona suele necesitarse un pretexto, también conocido como autojustificación. Antes, hablar de uno mismo se consideraba inapropiado: todas las autobiografías clásicas y las novelas clásicas que fingen ser memorias empiezan ofreciendo agotadoras razones para hacer algo tan egocéntrico. Incluso hoy, cuando apenas hay que disculparse por centrarse en uno mismo, una novela modelada como recuerdo personal sigue invitando a una explicación que la justifique. A los demás les resultan útiles. No sabría hacer otra cosa. No me queda otra cosa que hacer. Hay algo que no entiendo y quiero entender. En realidad no hablo de mí sino de ellos. […]

 

Los matrimonios son un material básico de la mayoría de las grandes novelas y tienden a activar el impulso generalizador. En las novelas contadas en tercera persona, el comienzo mismo es un buen lugar para hacer el toque de diana de la generalización.

“Es una verdad universalmente reconocida que todo soltero en posesión de una buena fortuna ha de necesitar una esposa.” ¿Quién dice esto? La autora, sarcásticamente.Y los habitantes del pequeño mundo en donde transcurre el relato de Austen lo creen de veras; lo cual hace de la máxima algo menos que “una verdad universalmente reconocida”.

¿Y quién dice “Todas las familias felices son parecidas; cada familia infeliz lo es a su propio modo”? Una vez más, el autor. O, si se prefiere así, el libro. Hay apenas un toque de ironía en la frase inicial de la sinóptica novela del matrimonio de Tolstoi. ¿Pero hay alguien dentro o fuera de la novela que piense de verdad así? No.

La autoridad de las célebres primeras frases de Orgullo y prejuicio y Anna Karenina depende de una flotación libre de cualquier hablante particular, como si la naturaleza de la sabiduría fuese ser impersonal, oracular, anónima, autoritaria. Ninguna de las dos aseveraciones es realmente cierta. Ambas se nos antojan incuestionablemente maduras y oportunas como observaciones impacientes sobre las crueldades del mercado matrimonial y la desesperación de una esposa ingenua que descubre la infidelidad del marido. Es una manera fuerte de empezar una novela, un axioma sobre la conducta humana preventiva o irónicamente ofrecido como verdad eterna. (“Es una verdad” “Todas las familias felices son…”) En el viejo estilo, el saber sobre la naturaleza humana siempre va en presente.

En la novela contemporánea la sabiduría tiende a ser más bien retrospectiva, a sonar a intimidad. Es más atrayente y parece más fiable una voz vulnerable y dubitativa. Los lectores reclaman que se despliegue –que se entrometa– la personalidad; es decir, la flaqueza. La objetividad despierta sospechas; se la considera falsa o fría. Se puede emitir generalizaciones, pero con ironía. (Siempre son bienvenidos los sabores del pathos y de la duda.) La certidumbre se toma como arrogancia. “Ésta es la historia más triste que he oído”: tal la famosa frase con que comienza El buen soldado. Las historias tristes rezuman signos como un sudor que, con muchas dudas y titubeos, una delicada voz narrativa se hará cargo de descifrar.

Mientras que la tercera persona puede crear la ilusión de que una historia transcurre ahora, de que el relato es nuevo, toda historia de un narrador en primera persona es inevitablemente una historia del pasado. Contar es volver a contar. Y en todo volver a contar autoconsciente, en todo testimonio, existe la posibilidad –no, la probabilidad– de error. Una novela en primera persona con algún duelo en el ánimo será un festín de reflexión sobre aquello que vuelve esa mirada atrás tan proclive al error: la falibilidad de la memoria, la impenetrabilidad del corazón humano, la oscurecedora distancia entre el pasado y el presente.

Evocar esa distancia al comienzo de una novela narrada en primera persona es una apertura fuertemente novedosa. Así El halcón peregrino nos da una fecha brumosa, “mayo de 1928 o 1929”, desde la cual han cambiado muchas cosas, y sigue con un breve tráfico con décadas: los veinte, que fueron, “de más está decir”, muy diferentes de los treinta y del “ahora” de los cuarenta. Noches de insomnio (Sleepless Nights, 1979), la novela de Elizabeth Hardwick, se abre con otra burla a un mojón temporal:

Es junio. He aquí lo que he resuelto hacer con mi vida ahora. Voy a cumplir con este trabajo del recuerdo transformado y hasta distorsionado y voy a hacer esta vida, la que estoy haciendo hoy. Todas las mañanas el reloj azul y la colcha de crochet con sus cuadrados y rombos rosas, azules y grises. Qué lindo esto que una vieja deshecha produjo en un geriátrico sórdido. Primor, sordidez y pena en una batalla apática: esto es lo que veo. Más hermosa es la mesa con el teléfono, los libros y las revistas, el Times frente a la puerta, el gorjeo tosco y rechinante de los camiones en la calle.

Si al menos una supiera qué recordar o fingir que recuerda. Decidir qué de lo perdido quiere que se presente. Poder bajarlo como latas de un estante. Quizás. La etiqueta de una lata diría Rand Avenue, Kentucky…

La extraña especificidad de un mes, junio, sin el año; la formulación del proyecto (“recuerdo transformado y hasta distorsionado”); el inventario de objetos consoladoramente hogareños (reloj y colcha) seguido de la inmersión en el mundo de los caídos en desgracia (la anciana deshecha en un geriátrico), anticipo de buena parte de la acritud y la agitación del libro; la asunción valiente de una subjetividad posiblemente errónea (“esto es lo que veo”); la vuel ta a los consuelos de que disfruta la narradora con un inventario más sofisticado (libros, revistas, el Times frente a la puerta); la preocupación por saber qué se intentará que la memoria recupere del pasado; y por último, la estipulación zumbona del emprendimiento (“he aquí lo que he resuelto hacer con mi vida ahora”): estas modulaciones de tono y narración incomparablemente rápidas son un aspecto clave del método de Hardwick como escritora.

Como la novela de Wescott, Noches de insomnio es un libro de juicios sobre las relaciones humanas, con especial atención al matrimonio, y como El halcón peregrino, está contado por una algo velada narradora en primera persona que es escritora (¿y qué si no?). La hazaña de Hardwick radica en que la narradora –una versión de ella misma– es a un tiempo la protagonista del libro y la voz de una espectadora distanciada y brillante. En Noches de insomnio no hay una narración sino muchas y el “yo” no está en el centro sino al costado de la mayoría de las historias que elige volver a contar; conjurando, conversando, recriminando, penando por los fantasmas.

“De vuelta al ‘hace mucho tiempo’.” Al arrastrar la red por el pasado, la memoria hace una selección estrecha y al parecer arbitraria de lo que se va a relatar (“poder bajarlo como latas de un estante”); después, guiada por la corriente sostenida y abruptas acumulaciones de asociación, de todo eso hace un montaje. Hay aquí recuerdo por el recuerdo mismo. Se puede incluso recordar por los otros. (“Viejo y querido Alex: esto lo recordaré por ti.”) Recordar es dar voz –moldear recuerdos en lenguaje– y siempre es una forma de apelación. Hay más evocación de los demás que autodescripción, y nada de ese apetito tan habitual en la ficción autobiográfica por describir las heridas recibidas. Las heridas que se describen –y hay muchas– las recibieron otros.

Muchos de los recuerdos son turbadores; algunos apestan a dolor consumido. En contraste con lo que alcanza el entendimiento en El halcón peregrino, la conciencia que se cosecha en Noches de insomnio es catártica. Está sentida y compuesta, volcada en escritura, devanada, acelerada. En El halcón peregrino el narrador sólo se tiene a sí mismo para hablar; un sí mismo, da la impresión, que en el fondo no le gusta (o, en todo caso, al que parece reacio a conceder alguna aprobación). En Noches de insomnio la narradora puede hablar con la galería entera de aquellos a quienes recuerda, afectuosa o arrepentida, y la irónica magnanimidad que extiende a la mayoría de los que describe la extiende también a ella misma. Ciertos recuerdos dados a luz son descartados rápidamente, mientras que a otros se les permite dilatarse y llenar muchas páginas. Todo está allí para ser cuestionado; retrospectivamente, todo está embebido de patetismo. Ni una pizca de lamento (y hay mucho de que lamentarse): fuera lo que fuese, ya ha desaparecido, es parte del pasado, del nada-quehacer, del fue-de-veras-así, y todo está contado de nuevo en una voz tan absorta como indiferente a la propia identidad. (“¿No seré yo el tema?”) Las dudas y la astucia punzante se complementan mutuamente.

Cuando el observador que comenta y resume es impermeable a las dudas, el registro gira inevitablemente a lo cómico. Tomemos a ese observador ficcional supremamente seguro, el “yo” que habla en Retratos de una institución (Portraits of an Institution, 1954), un libro de una agudeza asombrosa. Al principio no se deja identificar, si bien, como quieren las convenciones culturales, se presupondrá que una voz tan atractivamente superior –reflexiva, culta, descarada– es una voz de hombre. Lo único que llegamos a saber de él (y es un él) es que enseña en el Benton College– un colegio universitario “progresista” para mujeres, situado no lejos de Nueva York, adonde la famosa novelista Gertrude Johnson ha llegado a enseñar por un semestre– y que está casado.

Incluso pasa un tiempo hasta que comprendemos que hay un narrador en primera persona, alguien con un limitado papel en la historia. Ocupadas en relatar asuntos que sólo podría saber un narrador omnisciente, las primeras siete páginas de la novela apuntan irrefutablemente en otra dirección. Luego, acelerado en un cómico riff sobre la vanidad y la petulancia de su escritoramonstruo, Jarrell brinda una pequeña sorpresa:

Para Gertrude también Europa estaba sobrevalorada; viajaba allí, volvía y les contaba a sus amigos; ellos escuchaban pasmados, un poco inquietos. Tenía la maravillosa teoría de que los europeos son meros hijos de nosotros, los norteamericanos, que somos los más antiguos de los hombres; por qué, me enteré en una oportunidad: porque nuestras instituciones políticas son más antiguas, o porque los europeos se saltaron alguna fase de su desarrollo, o porque Gertrude era norteamericana…Ya me olvidé.

¿Quién es este “yo” que una vez supo y que olvida? No alguien a quien preocupan las lagunas de su memoria. Aunque la voz de Retratos de una institución interviene a sus anchas, siempre lo hace a la manera canónica, admitiendo su incertidumbre. Claro que es una admisión burlona, hecha por una mente segura de sí. Nadie va a esperar que el narrador recuerde cada una de las insustancialidades de Gertrude; que haya olvidado algunas más bien le amplía el crédito. Un narrador auténticamente acosado por la duda no es candidato a entrar en el mundo de la novela de Jarrell.

Sólo lo trágico –o lo desolador– puede alojar y aun promover la incertidumbre. La comedia depende de la certeza, certeza sobre qué es una locura y qué no, y de personajes que son “personajes”, es decir tipos. En Retratos de una institución esos personajes vienen de a pares (porque ésta también es una novela de matrimonio): Gertrude y su marido; el compositor, el sociólogo, un presidente del college profesionalmente juvenil y sus respectivas esposas, insatisfechas o complacientes a su divertida manera, todos residen en este colegio de necios y to dos son blancos fáciles para la sagaz e inspirada ironía del narrador. De haberse burlado de todos, acaso Jarrell habría resultado grosero. Es evidente que prefirió arriesgarse a caer en el sentimentalismo y añadió a la mezcla un dechado de sinceridad y simpatía llamada Constance. De parte de él, ningún reparo en mostrarse febrilmente erudito, proteicamente inteligente, chispeante a más no poder, mago de la frase. Al contrario: entonces (autre temps, autres moeurs) estos atributos eran claramente gloriosos. Pero quizás el hecho de ser o ser considerado en exceso mordaz echara una sombra de angustia. Constance, joven adorable y compasiva a quien vislumbramos por primera vez trabajando en la oficina del presidente, ve generosamente lo que el narrador ve con ferocidad. La indulgencia de ella le permite continuar.

La verdadera trama de la novela de Jarrell consiste en un flujo de rutilantes descripciones de personajes; sobre todo de la abrumadora Gertrude, cuya fascinación no se agota nunca. Hace falta describir a los personajes una y otra vez, no porque alguna vez nos sorprendan “saliéndose del papel”, ni porque el narrador cambie de opinión sobre ellos, como Tower en El halcón peregrino. (Los personajes de la novela de Wescott no pueden ser tipos: la atención que les presta el narrador está precisamente para hacerlos cada vez más complejos.) En Retratos de una institución, el “yo” no para de describir a sus personajes porque tampoco para de pergeñar frases nuevas, ingeniosas, deslumbrantes y cada vez más hiperbólicas para resumirlos. Ellos siguen siendo tontos y él –la voz narrativa– sigue siendo imaginativo. Su agitación es léxica, o retórica, no psicológica ni ética. ¿Queda alguna otra forma de dejar estos disparates verbalmente expuestos? ¡Adelante!

 

Cómo circunscribir y refinar un relato y cómo abrir un relato son dos aspectos de la misma labor.

Explicar, informar, ampliar, conectar, dar color: pensemos en las digresiones ensayísticas de Ilusiones perdidas, Esplendores y miserias de las cortesanas, Moby Dick, Middlemarch, El egoísta, Guerra y paz, En busca del tiempo perdido, La montaña mágica. Semejante búsqueda de la consumación engorda la novela. ¿Existe el verbo “enciclopedizar”? Tendría que existir.

Condensar, reducir, agilizar, apilar, estar dispuesto a renunciar, a destilar, a saltar adelante, a concluir (aunque uno trate de concluir una y otra vez): pensemos en el brillo aforístico de El halcón peregrino, Retratos de una institución, Noches de insomnio. La búsqueda de la rapidez disminuye drásticamente el peso y la longitud de una novela. Las novelas impulsadas por la necesidad de resumir, de intensificar inexorablemente, tienden a tener una sola voz, a ser breves y a menudo a no ser novelas en el sentido convencional. De vez en cuando persiguen la tersura impávida y fingida de la alegoría o la fábula, como hace Donald Barthelme en El padre muerto (The Dead Father). ¿Existe el verbo “angularizar”? ¿Y “elipsizar”? Tendrían que existir.

Las narraciones concentradas en primera persona no cuentan historias de ninguna clase; tienden a proyectar unos pocos estados de ánimo distintos. Suelen sugerir una plétora de experiencias que proporciona sabiduría mundana (y por lo general desencanto). Cuesta imaginarse un narrador ingenuo que sea proclive al resumen cáustico. Esos estados de ánimo colorean todo el arco del relato, que puede oscurecerse pero hablando en rigor no se desarrolla. En las ficciones narradas por un observador interno el final queda mucho más cerca del comienzo que en las ampliadas por digresiones. No sólo porque son más cortas, sino porque la mirada es hacia atrás y el final del relato se sabe desde que empieza. El comienzo será una variante temprana del final y el final una variante tardía, un poco deprimente, del comienzo.

Las historias adelgazadas por elipsis y juicios refinados pueden parecer de lectura más rápida que las engrosadas con expansividad ensayística. No es así. Aun con frases lanzadas como proyectiles, la atención puede dispersarse. Cada momento de exquisitez lingüística (o de lucidez incisiva) es un momento de estasis, un final en potencia. Las resoluciones aforísticas retraen el ímpetu, que prospera en frases de trama más suelta. Noches de insomnio –una novela de clima mental– encanta por el escrúpulo y el vigor de la voz narrativa, las descripciones ágiles en semi staccato, el toque epigramático. No tiene forma, en el sentido novelístico habitual. No tiene forma como el clima no tiene forma. Más que empezar y terminar según la estructura habitual, llega y se va como el clima.

Es probable que una voz narrativa dedicada a observar y reflexionar tienda a referirnos sus desplazamientos, como si fuera eso sobre todo lo que una conciencia solitaria hace con su tiempo. Las ficciones con narradores melancólicos o desembozadamente superiores son a menudo relatos de viaje, historias de errancia o de un alto en la errancia. El halcón peregrino sucede entre ricos peripatéticos. El anodino pueblo académico descripto en Retratos de una institución está repleto de profesionales exitosos que vienen o van a otra parte. No hay más drama en estas historias que estos viajes bien lubricados. Quizá las tramas de las ficciones que condensan sean necesariamente endebles; los sucesos copiosos y bullangueros se acomodan mejor en los libros gruesos:

De Kentucky a Nueva York, de Boston a Maine, a Europa, llevada por un río de párrafos y capítulos, de verso blanco y libros pequeños traducidos del polaco, libros gruesos traducidos del ruso, todos consumidos en el insomnio sedentario. ¿Es suficiente? No importa, es la verdad.

El viaje de los cultos, sin embargo, innegable fuente de muchos placeres genuinos, es ocasión de ironía, como si la vida propia no hubiese alcanzado los estándares de interés aceptados. Una carrera de viajes mentales, ilustrada con una pizca de viaje real seguro y relativamente confortable, no alcanza para una trama interesante. “Seguramente no tiene el dramatismo de:Vi en el muelle al viejo capitán de fragata de barba blanca y me alisté para el viaje. Pero, al fin y al cabo” –más vale mencionar la formidable constricción ajena a otros brillantes narradores en primera persona–“‘Yo’ soy mujer.”

 

Comparados con los comienzos, los finales de las novelas tienden menos a resonar, a tener un chasquido aforístico. Lo que transmiten es una licencia a que se aflojen las tensiones. Son más de la índole del efecto que de la afirmación.

El halcón peregrino comienza con la llegada de los Cullen y debe continuar hasta que se van y terminar muy poco después. Retratos de una institución también se cierra con una partida, en realidad con dos. Para regocijo general, Gertrude y el marido están en el tren que los llevará de regreso a Nueva York en el momento en que acaba el curso de primavera. Luego nos enteramos de que el narrador, habiendo aceptado un puesto mejor en otro college, dejará Benton muy pronto, con cierta pena y bastante alivio.

El halcón peregrino concluye con una reflexión ambigua sobre el matrimonio. Tower afirma que le preocupa el efecto que el espectáculo del tormento de los Cullen puede tener en Alex:

–No vas a casarte nunca, cariño… –provoqué a Alex–. Después de esta mala suerte fantástica te va a dar miedo.

–¿Me quieres explicar qué mala suerte? –preguntó ella, recibiendo mi burla con una sonrisa.

–Fantásticas lecciones de objeto malo.

–Tú de novelista no tienes nada –me pinchó ella–. Yo a los Cullen los envidio, ¿no te habías enterado? Y por la mirada deduje que ni ella misma sabía bien si lo estaba diciendo en serio.

Como líneas finales, la novela de Wescott compone una ráfaga de dudas acerca de lo que se dice y lo que se siente, un intercambio de falsedades provocadoras. “No vas a casarte nunca.” “Tú de novelista no tienes nada.” A los lectores que hayan retenido una información deslizada en el primer párrafo (Alex pronto conocerá al hermano del narrador y se casará con él), y para los atrapados aún por la histriónica desgracia de los Cullen tal como la analizó el afligido narrador, el final puede parecerles ligero; tal vez demasiado ligero. O demasiado pulcramente da capo.

Retratos de una institución termina como las grandes comedias: con una celebración del matrimonio. Es el narrador sin nombre, hasta ahora el más acelerado de los observadores, quien tiene enteramente para él la última escena de la novela. Han empezado las vacaciones de verano; el campus está desierto; él ha estado revisando libros y papeles en su oficina (“El resto de la tarde trabajé mucho: tiré, tiré y tiré…”). Entonces se va:

Cuando al fin bajé todo estaba vacío y callado; mirando la luz del sol en los árboles de fuera, recorrí el pasillo acompañado por el eco de mis pasos. En el edificio no había nadie; tuve la sensación de que no había nadie en todos los edificios de Benton. Paré en la cabina telefónica del primer piso, llamé a casa y en el silencio el hola de mi mujer sonó pequeño y lejano. Dije: “¿Puedes venir a buscarme, amor?” Ella contestó: “Pero claro que puedo. En seguida estoy allí”.

Aunque no sepamos prácticamente nada del narrador, y mucho menos de una mujer que es una mera noción, parece apropiado que esta novela sobre matrimonios cómicos y patéticos (pero nunca trágicos) termine así, con un Pero claro en cursivas que, con economía exquisita, evoca el amparo y la propiedad de un verdadero matrimonio.

Y he aquí las últimas líneas de Noches de insomnio, que, como no tiene una sola historia que contar, carece de lugar evidente donde terminar. El halcón peregrino y Retratos de una institución avanzan a lo largo de un lapso anunciado y enmarcado: una tarde con su atardecer; un curso lectivo de primavera. Noches de insomnio se extiende a lo largo de décadas, lanzándose hacia atrás y hacia delante a medida que la narradora, valerosamente descasada, acumula soledades. Más vale afirmar la soledad –escribir, la tarea del recuerdo– a la vez que se reconoce el an sia de hacer contacto, de escribir cartas, de llamar por teléfono.

A veces me preocupa que el glosario, la concordancia de la verdad que tienen tantos sobre mi vida real, sean como un par de anteojos de repuesto. Digo, a mí eso me estorba el recuerdo.

Por lo demás me encanta que los que quiero me conozcan. Asistencia pública, hermosa frase. Así que siempre estoy hablando por teléfono, siempre escribiendo cartas, siempre despertándome para dirigirme a A., B. y C., a esos que no me atrevo a llamar hasta la mañana pero con quienes tengo que hablar toda la noche.

De modo que Noches de insomnio también acaba con una partida. Acaba abandonando –es decir, excluyendo delicadamente (“Me encanta que los que quiero me conozcan”)– al lector, de quien se presume que es un intruso, alguien que busca la concordancia de la verdad de una “vida real”.

 

Entre los libros que le estimularon la audacia cuando se puso a escribir ese descalabro de géneros que es Noches de insomnio, Hardwick ha mencionado una ficción autobiográfica disfrazada de diario (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke), un libro de memorias en prosa poética (Salvoconducto, de Pasternak) y un volumen de cuentos (Historias de Berlín, de Christopher Isherwood).

Está claro que las ficciones de todo tipo se han alimentado siempre de las vidas de los escritores. Cada detalle de una obra de ficción fue una vez una observación, un recuerdo o un deseo, o es un homenaje sincero a una realidad independiente del sí mismo. El hecho de que tanto la novelista pedante como el pedante colegio universitario femenino de Retratos de una institución tengan modelos famosos ilustra conocidas prácticas de la ficción. (En la sátira esto es la norma: lo sorprendente sería que Jarrell no hubiera tenido en mente una novelista y un colegio reales.) Y es frecuente descubrir que el autor de un relato en primera persona ha prestado a la voz narrativa unos cuantos datos vitales. Esto, por ejemplo, ayuda a explicar que el final de El halcón peregrine recuerde que se ha contado que Alex Henry se va a casar. Sin embargo, que se vaya a casar con el hermano del narrador, de quien nada en absoluto se dice en la novela, parece una fruslería. No lo es. La gran amiga que inspiró el personaje de Alex, una rica expatriada norteamericana de la era de los veinte con una casa cerca de París, en la elegante Rambouillet (la villa fue rebautizada con el nombre de Chancellet), se casó en efecto con el hermano de Alex después de volver a su país.

Muchos narradores en primera persona están dotados de rasgos suficientes para tener un agradable, condescendiente parecido con sus autores. Otros son creaciones para-la-gracia-deDios, aquello a lo que el autor cree o espera haber escapado. […] Pero ¿qué pasa cuando el “yo” y el autor se llaman igual o tienen circunstancias vitales idénticas, como en Noches de insomnio, en El enigma de la llegada de V. S. Naipaul o en Vértigo de W. G. Sebald? ¿Cuántos hechos de la vida del autor podemos absorber sin ponernos reacios a llamar al libro novela? Sebald es el autor contemporáneo que más atrevidamente juega con este proyecto. Sus narraciones de hechizo mental, que él quiere sean consideradas como ficción, son relatadas por un alter ego angustiado que reivindica perentoriamente una objetividad solemne al punto de incluir fotos de él mismo entre las muchas fotos que anotan sus libros. Por supuesto, en los libros de Sebald falta casi todo lo que normalmente sería develado en una obra autobiográfica.

De hecho, el secreto –al que podría llamarse reticencia, discreción o contención– es esencial para impedir que estas ficciones anómalas caigan en la autobiografía o las memorias. Uno puede usar su vida, pero sólo un poco y al sesgo. Sabemos que la narradora de Noches de insomnio abreva en la vida real. Kentucky es el lugar donde nació la escritora llamada Elizabeth Hardwick, que en la década de 1940 realmente conoció a Billie Holiday después de establecerse en Manhattan, a comienzos de los cincuenta pasó un año en Holanda, tuvo una gran amiga llamada M., vivió en Boston, ha tenido una casa en Maine, ha vivido muchos años en el West Side de Manhattan y así de seguido. Todo esto figura en la novela en forma de vislumbres; el relato está concebido tanto para esconder, para despistar a los lectores, como para revelar.

Editar la vida propia es guardarla para la ficción, para uno mismo. La identificación con su vida tal como la ven los otros puede llevarlo a uno también a verla así. Esto no puede sino estorbar el recuerdo (y presumiblemente la invención).

La libertad para la elipsis y la condensación es mayor cuando los recuerdos no se consignan en orden cronológico. Los recuerdos –fragmentos de recuerdos, transformados– emergen como cadenas de apuntes exuberantes que se arremolinan y ocultan el meollo de la historia. Y, sencillamente, el arte de Hardwick para la comprensión aguda y el descentrado es demasiado veloz para contar una sola historia por vez; en ocasiones, demasiado veloz para contar cualquier historia, en especial cuando se espera que cuente una. Por ejemplo, hay mucho sobre el matrimonio, empezando por un largo folletín protagonizado por el mujeriego esposo de una pareja holandesa, amigos de la narradora y su marido durante su estancia en Holanda. El matrimonio de ella se presenta en la página cinco de esta manera: “Entonces yo era un ‘nosotros’… Marido-mujer: ninguna novedad a descubrirse en esa fuerte tradición clásica”. El silencio subsiguiente sobre el “nosotros” –una declaración de independencia necesariamente intrínseca al modelado del “yo” autoritario e indagador capaz de escribir Noches de insomnio– se prolonga hasta una frase situada cincuenta páginas después: “Estoy sola aquí en Nueva York; ya no soy un ‘nosotros’. Han pasado décadas, años incluso”. Tal vez a los libros consagrados a una prosa de alta exaltación siempre se les reproche que no cuenten lo bastante.

Pero no se trata de una autobiografía, ni siquiera de esta “Elizabeth” hecha con materiales cosechados de Elizabeth Hardwick pero no idéntica a ella. Se trata de lo que “Elizabeth” vio, de lo que pensó de otros. El poder que tiene está ligado a sus rechazos y a su peculiar paleta de simpatías. Puede hacer juicios despiadados sobre sufridores vitalicios en matrimonios asquerosos, pero es bondadosa con la Calle Principal y se conmueve con los malandrines ineptos, los traidores de clase y los presumidos fracasados. La memoria conjura una procesión de almas lastimadas: hombres necios, engañosos, necesitados, algunos de ellos amantes pasajeros, que fueron consentidos en exceso (por sí mismos y por las mujeres) y no terminaron bien, y mujeres modestas, corteses, sencillas, que sólo conocieron tiempos difíciles y que nadie consintió.

Hay evocaciones desesperadamente tiernas de la madre de la narradora y varios retratos a lo Melantcha, sostenidos en su deriva, de mujeres a las que se invoca como musas:

Cuando pienso en lavanderas con enfermedades injustas pienso en ti, Josette. Cuando tengo que planchar o usar en la cocina una olla pesada pienso en ti, Ida. Cuando pienso en la sordera, un corazón enfermo o idiomas que no entiendo, pienso en Angela. Los grandes barreños llenos de sábanas me recuerdan a más de una.

La tarea de la memoria, de esta memoria, es elegir; más enfáticamente, pensar en las mujeres, especialmente en las mujeres que cumplen vidas de labor dura, ésas que en los libros exquisitamente escritos acostumbran pasar por alto. Es de justicia que sean recordadas. Retratadas. Convocadas al banquete de la imaginación y del lenguaje.

Desde luego que invocar fantasmas es peligroso. Los sufrimientos ajenos pueden sangrar en el alma propia. Uno intenta protegerse. Lamemoria es inventiva. La memoria es actuación. La memoria se presenta sin invitación y no es fácil desentenderse. De aquí la deslumbrante percepción que da título al libro: el recuerdo va estrechamente vinculado al insomnio. Los recuerso son eso que nos quita el sueño. Los recuerdos procrean. Y los que caen de improviso siempre parecen oportunos. (Como en la ficción: todo lo inconcluso está conectado.) La audiacia y el virtuosismo de las asociaciones de HardWick intoxican.

En la última página, durante la perorata con que concluye Noches de insomnio, en un sintetizador delirio final, la narradora observa:

Madre, los anteojos de leer y el puesto cerca de las caras viscosas, tan grises, de las intensas damas de la iglesia. Y luego una vida con su montículo de hombres que trepaban y bajaban.

La tortura de las relaciones personales. Nada nuevo allí salvo en el disfraz y en la huida en alas de los adjetivos. Que dulce ser perforada por dagas al final de los párrafos.

Nada nuevo salvo el lenguaje, el eterno hallazgo. Cauterizar el tormento de las relaciones personales con elecciones léxicas candentes, con puntuación saltarina, con frases de ritmos mercuriales. Idear formas más sutiles, más saciadas de saber, de comprender, de mantener a raya. Es una cuestión de adjetivos. De dónde se pone el acento.

 

Traducción: Marcelo Cohen

 

Imágenes [en la edición impresa]. Sherrie Levine, After Rodchenko (1987-1998), fotografías (20,3 x 15,2 cm) con marcos (73,7 x 63,5 x 3,2 cm), pp. 3, 6. Cortesía Galería Paula Cooper, Nueva York.

Lecturas. The Pilgrim Hawk de Glenway Wescott y Sleepless Nights de Elizabeth Hardwick fueron reeditados por New York Review Books, Nueva York, en 2001. Pictures from an Institution de Randall Jarrell fue editada por Farrar, Straus and Giroux en 1968. Sólo fue traducida al español la novela breve de Wescott, editada por Lumen (El halcón peregrino, Madrid, 2004). El buen soldado de Ford Madox Ford fue publicada por Ediciones Cátedra (Madrid, 1995).

Susan Sontag (Nueva York, 1933) ha publicado recientemente En América (novela, Alfaguara, 2002) y Ante el dolor de los demás (ensayo, Alfaguara, 2003). Bajo el título “Where the Stress Falls”, este ensayo fue incluido en la colección del mismo nombre (Farrar, Straus and Giroux, 2001), que Alfaguara editará el año próximo en español.

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