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La muerte en escena

LITERATURA

 

Sobre Everyman, de Philip Roth.

 

Oh, Death, thou comest when I had thee least in mind.

 

En The Professor of Desire (1977), una novela de la primera madurez de Philip Roth, encontramos una de sus clásicas escenas ambientadas en cementerios. Se trata del cementerio judío de Praga, adonde el narrador, David Kepesh, llega para visitar la tumba de Kafka. La emoción pronto embarga a Kepesh, que describe amorosamente las lápidas y los cantos rodados dispuestos sobre las tumbas; pero la mortalidad en sí es un hecho distante, esterilizado por el antiséptico de la historia. Cuando el personaje reaparece veintitantos años después, en El animal moribundo (2001), la muerte amenaza a una de sus ex amantes (cáncer) y, dada su edad, a él mismo. Ahora el asunto va en serio.“¿Qué se hace cuando, a los sesenta y dos años, uno se da cuenta de que las partes del cuerpo que hasta ahora eran invisibles (riñones, pulmones, venas, arterias, cerebro, intestinos, próstata, corazón) están por hacerse penosamente presentes, mientras que el órgano más conspicuo a lo largo de la vida de uno se retrae hacia lo insignificante?” Es una pregunta característica de los personajes de Roth y, para muchos, la única respuesta posible es la indignación.

La muerte se extiende lenta pero incontenible por las novelas tardías, como petróleo derramado en el agua. Penetra en el centro de La mancha humana y se ve firme en el horizonte de La conjura contra América. La muerte es, fabulosamente, la idea fija del nihilista salvaje que protagoniza El teatro de Sabbath, Mickey Sabbath, un personaje tan hastiado que quiere morir, aunque lo traiciona un pulso secreto.“No podía hacerlo, la puta madre no podía hacerlo, no podía morirse. Todo lo que odiaba seguía ahí”; frases que recuerdan el duro “no puedo seguir, voy a seguir” de Beckett. El teatro… explora el deseo contrariado de extinguirse (en una escena que irradia simbolismo, Sabbath visita la tumba de su amante y se masturba sobre la tierra), pero Roth no desatiende en otras novelas la contrariada extinción del deseo. En los años noventa, Nathan Zuckerman, su álter ego y narrador recurrente, el otrora artista-cabrío que en The Ghost Writer afirmaba que un escritor debe tener “sangre en el pene”, el gran Zuckerman quedó, tras una operación de próstata, impotente. Eros y Tánatos, una pareja tradicionalmente viciosa, son en Roth algo mucho peor, un matrimonio siempre en conflicto; Roth habla, por ejemplo, de la “penetrante individualización, la singularidad sublime, que marca un nuevo encuentro sexual o relación amorosa y que es lo opuesto a la despersonalización entumecida de la enfermedad mortal”.

En este contexto de clausuras, nadie se sorprende de que la última novela de Roth, Everyman, escrita a sus setenta y dos años, trate explícitamente de la enfermedad, el deterioro y la desagregación final de la muerte. El relato empieza in situ, en un cementerio, durante las exequias de un anónimo ejecutivo publicitario fallecido a los setenta y dos años en una operación para destaparle la arteria carótida izquierda. Reunidos alrededor de la tumba están algunos colegas, una de sus tres ex esposas, sus dos hijos varones, su hija Nancy y su hermano mayor, Howie, un dechado de buena salud, que últimamente se vio distanciado del muerto. Las tensiones de la familia son evidentes incluso durante el entierro; uno de los hijos, se dice en una frase espléndida,“estaba abrumado por un sentimiento hacia su padre que no era antagonismo pero que su antagonismo le impedía demostrar”. Enseguida se pronuncian las oraciones fúnebres. La ex esposa recuerda al protagonista, sencillamente, nadando en el mar; la hija habla de su familia y del cementerio donde ahora yacen juntos; finalmente Howie, durante ocho páginas,“resucita” la infancia compartida, el padre joyero, las idas y venidas en el barrio de Elizabeth, New Jersey,“el mundo tal como existía antes de que se inventara la muerte”.

El título de Everyman alude a la moralidad homónima de fines del siglo XV, una obra en la que el “hombre común” (everyman) recibe la visita de la Muerte y debe poner en orden su prontuario antes de iniciar el “viaje final”. Everyman entabla un diálogo con figuras alegóricas y al cabo, absuelto de pecados y despojado de bienes terrenales, se encomienda a Dios. Por su didacticismo categórico, la obra y el género están en las antípodas de la novela moderna, pero de ella a Roth le interesa lo que llama “el primer gran verso del teatro inglés”:“Oh, Muerte, apareces cuando menos me lo esperaba”. En la lección trivial pero incontestable, Roth encuentra sin duda un punto de apoyo para impulsar el relato en la dirección opuesta a lo ejemplar. Aunque su protagonista, como dice después, “nunca pensó en sí mismo más que como en un ser humano promedio”, la narración se resiste a la generalización piadosa. De hecho, si algo declara Everyman es que cada muerte, como primero cada vida, es única e intransferible. La novela vuelve así sobre los encuentros posibles del protagonista con la muerte, empezando por una operación de hernia a los nueve años, un apéndice roto a los treinta y cuatro y varias cirugías cardíacas en la vejez. Y el lugar de preeminencia lo ocupa la vejez, cuando Everyman “rara vez pasa un año sin ser hospitalizado”.

Everyman no sólo es una respuesta secular a la moralidad, sino que además dialoga con otra obra pía, La muerte de Iván Illich de Tolstoi. Tolstoi era por supuesto profundamente religioso, e Illich, un fruto de su vena devota. Dado que la vida de Illich es “de lo más común y ordinaria y por ende de lo más terrible”, la maquinaria metafísica del novelista le impone una pregunta en a Roth no le interesa dispersarse en un halo sacro, ni convocar una probidad inhumana. Al contrario, busca revolver en aquello que, en La mancha humana, Zuckerman llamaba “la vida, con toda su desvergonzada impureza”. En Everyman esa impureza se manifiesta en “el adversario de la enfermedad y en la calamidad que aguarda entre bastidores”; pero también, como siempre en Roth y citando de nuevo de la inmensamente citable La mancha humana, en “el contaminante del sexo, la corrupción redentora que de-idealiza a la especie y nos mantiene siempre atentos a la materia que somos”. Roth, como se ve, toma de rehén al vocabulario religioso.Y el drama estriba en que nadie ni nada paga el rescate.

La novela de Roth impugna el consuelo de la religión. “La religión era una mentira que había desenmascarado al principio de su vida –se dice del anónimo Everyman– y todas las religiones le parecían ofensivas, le parecía que sus supersticiones no tenían sentido, eran infantiles, no soportaba la falta total de adultez: la media lengua, la rectitud y las ovejas, los ávidos creyentes. Sólo existían nuestros cuerpos, nacidos para vivir y morir de acuerdo con las condiciones estipuladas por los cuerpos que nacieron y murieron antes que nosotros.” Everyman piensa incluso que “si alguna vez escribiera su autobiografía, la llamaría Vida y muerte de un cuerpo masculino”. A medida que avanza la vida del protagonista, Roth registra los vocabularios que describen la experiencia corporal, en particular el vocabulario médico. En este sentido, su prosa recuerda menos a Tolstoi que a Chéjov, en cuyo cuento “El obispo”, por ejemplo, se describe minuciosamente la muerte de un dignatario eclesiástico en términos fisiológicos. Roth adora a Chéjov (ver The Professor of Desire) y desde temprano absorbió la lección de usar el lenguaje exacto que usarían sus personajes. En Everyman hay así un interés por los tecnicismos médicos como modo artificioso, prefabricado, de contener lo incontenible.

Sobre una operación en la arteria renal del protagonista, se dice: “El problema se resolvió con un stent transportado por un catéter que atravesaba un orificio practicado en la arteria femoral y después la aorta hasta llegar a la oclusión”. John Banville, creyendo detectar cierta pusilanimidad estilística en frases así, se quejó de que “las descripciones de estos procedimientos parecen sacadas de una enciclopedia casera de salud”; Banville yerra el tiro. Frente a la enfermedad, todo el mundo habla como una enciclopedia casera, en un dialecto falsamente tranquilizador. Dado que el dialecto es parte de la caracterización, el hecho de registrarlo no constituye un prosaísmo. Piensa Everyman: “al final uno es la enfermedad”. Y Roth persigue estos amargos aperçus. Cuando el protagonista, hacia el final de su vida, se muda a una comunidad de jubilados, descubre que “la conversación invariablemente derivaba en asuntos de enfermedad y salud, pues sus biografías personales a esta altura se habían vuelto idénticas a sus biografías médicas y el intercambio de datos médicos desplazaba casi todo lo demás”.Acerca de una mujer abatida que brevemente le atrae, piensa lo siguiente: “Siente vergüenza de aquello en lo que se ha convertido… vergüenza, humillación, ha recibido una lección de humildad que la volvió irreconocible. ¿Pero quién no de entre ellos? Todos sentían vergüenza de aquello en lo que se habían convertido. Él también. De los cambios físicos. De la disminución de virilidad. De los errores que lo habían acosado y los golpes –tanto los autoinfligidos como los que venían de afuera– que lo deformaban. Lo que le daba una horrible grandeza a la reducción que sufría Millicent Kramer […] era, por supuesto, el dolor intratable”. Esto culmina en uno de los mejores aforismos del libro:“La vejez no era una batalla; la vejez era una masacre”.

Aunque no acceda a ninguna trascendencia, el cuerpo participa de un sistema moral. En esto Everyman no es distinto de otros personajes de Roth que se ven tironeados entre las exigencias caprichosas del organismo y la esfera del deber (ser un buen hijo, un buen padre, un buen ciudadano). La tensión puede ser francamente cómica, como en el caso de El lamento de Portnoy, pero Everyman se inclina hacia el drama doméstico. El personaje es “uno de los millones de hombres norteamericanos implicados en un divorcio que rompió una familia”, “tres veces divorciado, un otrora marido serial distinguido no menos por su devoción que por sus malas jugadas y errores…”. Al final de su vida, retirado en New Jersey, siente el peso de las elecciones malogradas. Dos familias rotas, un organismo que no da más. “De ahora en más, hasta el final, se las tendría que arreglar solo.”Y todo porque no pudo resistir la tentación de una amante, el hechizo de la carne. En vez de meditar como Illich, Everyman se indigna:“¿Sería todo diferente si yo hubiera sido diferente y hubiera hecho las cosas de otro modo? ¿Estaría menos solo? ¡Claro! ¡Pero esto es lo que hice!”.

Cuando el protagonista muere, el juicio se revierte sobre su vida. Y la novela, como en la moralidad medieval, intenta poner en orden un prontuario. El prontuario será un caos, pero no es terrible. El imposible consuelo metafísico (el personaje es “alguien que no creía en la vida después de la muerte y que estaba convencido de que Dios era una ficción y que esta era la única vida”) se transfiere al foco localizado de la nostalgia. En el final, antes de la operación que le cuesta la vida, Everyman visita el cementerio donde yacen sus padres y siente que “esto era lo verdadero, la intensidad de la conexión con esos huesos”. En una conversación imaginaria con su madre, dice:“Tu hijo tiene setenta y un años”.Y la madre le responde: “Bien. Viviste”. A la vez elegíaco e implacable, Roth encuentra en esta novela un modo sobrio de sugerir que la muerte es terrible por todo aquello de lo que nos priva,“la vida, con toda su desvergonzada impureza”, pero que la impureza no es poco y la madurez ya es bastante.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Richard Tuttle, Monkey’s Recovery for a Darkened Room 6, 1983, p. 11; Two or More XII, 1984, p. 12.

Lecturas. Everyman (Nueva York, Noughton Mifflin Company, 2006) todavía no se ha traducido al español. Entre las novelas de Roth que se mencionan aquí, las últimas traducidas al español son La conjura contra América y La mancha humana, ambas publicadas por Alfaguara en 2005 y 2006 respectivamente.  

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