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LITERATURA

 

Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas.

 

Ahí están las cosas, acumulándose pese a todo, pero no al acecho, no a la espera, porque esperar o acechar son actitudes nuestras. No hay forma de alcanzarlas. Aun cuando las tocamos hay palabras en el medio. Las cosas son lo otro del humano y lo mismo; recuerdan o delatan, callan, se resignan. Son utilidad y redundancia, opacidad y poder, deseo y repulsión, desintegración y permanencia: son lo que somos y lo que seremos. Esta cuestión absorbió mucho al pensamiento del siglo XX. Hoy no es tan así. Por eso emociona ver cómo se afanó la literatura por ofrecer el lenguaje a las cosas (por poner la poesía sobre el uso y la neurosis), como condición de una política de la vida no gestionada por la instrumentalidad. Tomemos unos pocos hitos.

En 1907, después de un período de crisis, Rilke publicó los Nuevos poemas. Se había propuesto hacer poemas-cosas; pero “no cosas plásticas, escritas, sino realidades como las que surgen del trabajo manual”. Eran cuadros anímicos compuestos con una conciencia de hermandad con lo distinto de él, sin suspiros ni gritos intempestivos. “Cada vez me serán más familiares las cosas, / y las imágenes cada vez más contempladas.” En 1912, desde el castillo de Duino, puso en una carta: “He experimentado que las manzanas, apenas comidas, y a veces durante la comida, se transforman en espíritu”. Era la época del desasosiego por la limitación del mundo al lenguaje y la caída del lenguaje en palabrerío. Se acercaba el paroxismo de la técnica industrial en la maquinaria de destrucción. Rilke abjuraba de las palabras que no fueran “susceptibles de disolverse en la boca”.

En 1920 Virginia Woolf publicó el cuento “Objetos sólidos”. John y Charles, dos jóvenes con promisorios futuros parlamentarios, caminan por una playa. John, que no está muy conforme con los negocios políticos, hunde la mano en la arena y encuentra un pedazo de vidrio tan pulido que parece una gema: “Lo intrigaba: era tan duro, tan concentrado, tan nítido comparado con la vaguedad de la costa brumosa”. No tiene idea de qué es eso, qué fue antes. Atónito y fascinado, empieza a recorrer vías de tren, baldíos y casas abandonadas en busca de “cualquier cosa más o menos redonda, quizá con una llama muy adentro”, y acumula tantas que le sobran hasta como pisapapeles. Desde que el hallazgo de un añico de porcelana con forma de estrella lo desvía de un mitin electoral, la carrera política de John se desvanece. Pero él no se frustra en absoluto; lo que le importa es la críptica expansión del mundo que está experimentando. Esta historia inolvidable había surgido de una aspiración programática de Woolf: que los relatos pudiesen ser como pedazos de vidrio que, afectados por una larga erosión y enterrados, bloquearan los juicios de valor y modificasen el alma del que los descubriera en otro contexto.

En 1934 William Carlos Williams, habiéndose desviado ya del mandato poético de Ezra Pound (tratar el tema de la manera más directa, usar las palabras imprescindibles y acordes, dar al verso valor musical pero no regularidad machacona) hacia un sondeo del mundo social y natural centrado en detalles, escribió el poema “Entre muros”: “En las alas del fondo / del // hospital donde / nada // crece hay / cenizas // entre las cuales brillan //pedazos de una botella / verde”. En el objetivismo de Williams, un poema era una suerte de ícono austero que debía aunar la cosa, la mirada veraz y el sentimiento.

En 1937 Paul Valéry tomó un caracol marino y, después de un libérrimo ejercicio de observación analítica (El hombre y el caracol ), de describir la espiral de la concha, la justa asimetría de las dos hélices, la iridiscencia y el parentesco con la flor y el cristal, después de recurrir a la teoría de la evolución y la morfología y conceder que el hombre podría fabricar algo así, se rindió elegantemente: la solución religiosa no era más satisfactoria que la cientificista; sin caer en el mito ni la ilusión no se podía explicar no sólo quién había hecho eso (salvo la “naturaleza viva”) sino por qué. “En nuestra mente este cuerpo calcáreo, pequeño, hueco y espiralado concita muchos pensamientos, ninguno de los cuales concluye.” Sin embargo mirarlo muy bien le había servido para esclarecer qué era él mismo, qué sabía y qué no (“sólo sé lo que sé hacer”), y entendió que, si la necesidad del caracol había impulsado un desarrollo en su casa portátil, así procedía la obra humana de arte: de la idea o el plan a la realización, con el azar de por medio.

En 1942 Francis Ponge publicó De parte de las cosas, un libro de prosas poéticas sobre temas que van desde la espuma o el cenicero hasta el camarón, la madre joven, el pan o el guijarro. Como tantos franceses de su generación, Ponge (que militaba en la Resistencia) se había hartado, no sólo de la culminación del capitalismo en la guerra y el nazismo, sino de la literatura sectaria que servía de contracara a la vulgaridad del lenguaje depredador. Ni lírico exaltado ni positivista, se propuso hacer poesía desde un materialismo afectuoso y un espíritu vindicativo; hacer de cuenta que podía entregar su lenguaje a las cosas y coincidir con ellas en una “rabia de la expresión”. Ponge pensaba, primero, que no porque hable el hombre deja de ser una cosa más; segundo, que tenía que atender a todo lo que una cosa suscitaba en él. Todo: todos los discursos y jergas –científicos, mitológicos, jurídicos, lo que fuera– arrancados a sus usuarios y aglutinados en una enunciación flexible, suspicaz consigo misma, confiada en que en la indiscriminación había una chance de comprender, de que el mundo dejase de ser un telón de fondo. Ponge deshumanizó las palabras, hurgando en su desbocado espesor semántico, y deshumanizó las cosas prescindiendo del servicio que podían prestar. Acotó el proyecto a crear “objetos literarios que interesasen a las generaciones”, algo “del orden de la definición-descripción-obra de arte literaria”. Así por ejemplo “El agua”: “Por debajo de mí, siempre por debajo de mí se encuentra el agua. Como el suelo, como una parte del suelo, como una modificación del suelo… Es blanca y brillante, informe y fresca, pasiva y obstinada en su único vicio: la pesadez; y para satisfacer este vicio dispone de medios excepcionales: esquiva, atraviesa, erosiona, filtra… Se hunde sin cesar, a cada instante renuncia a toda forma, sólo tiende a humillarse. Tal parece su divisa: lo contrario de excelsior”.

En los años cincuenta vino la Guerra Fría. En la Unión Soviética, moral de la emulación productiva. En Occidente, competencia y publicidad. Coches como aeronaves, desodorante en aerosol, sillones convertibles, elepés, vestidos de poliéster, radio a pilas, la píldora. De eso hasta el iPad y el bebé de diseño, lo que sucedió fue el fin de las jerarquías, no en objetos singulares como en Ponge, sino en la indistinción del deseo de consumo. En 1953 el dispensador de comida del bar automático entra en la literatura con Las gomas, de Robbe-Grillet, la primera novela policial fenomenológica. Metódicas, impersonales descripciones de situación centradas en los objetos sustituyen a la psicología y las razones de los personajes. En el nouveau roman, dijo R-G, los objetos no están para describir al sujeto, ya no son de propiedad humana. Están “en sí”, privados de significación.

En 1965 Georges Perec publicó Las cosas, una novela que es a la vez una tragicomedia sobre el apetito de poseer, una profecía sobre la saturación y un acelerado juego de clasificación. Jerôme y Silvie, psicosociólogos de veintipocos años, hacen encuestas sobre la recepción de la publicidad; pero lo que ellos creen evolución del gusto es una falacia. Ellos también compran y desechan y vuelven a comprar; son puros medios de un deseo omnívoro, y la novela que protagonizan, una enormidad de enumeraciones, es un hacinamiento donde cada objeto brilla un momento y en seguida aterra.

[La filosofía ya no hablaría de autenticidad, sino de espectáculo y seducción. En la literatura, el tema cosas iría cayendo en la melancolía y al cabo en el olvido.]

Algo vincula estas obras y muchas más de esas cinco décadas. Es un impulso de salir del maniático soliloquio humano y la paralela certeza de que sólo desajustando el lenguaje se podría ver de veras lo real. Después está la invención de procedimientos que hagan parte del trabajo sin que intervenga mucho un sujeto dudoso, siempre condicionado u ofuscado de romanticismo. Por fin la deliberación de construir aparatos u organismos verbales que tengan la indefensión, la duración variable y la impavidez de las cosas. En el extremo, lo que se busca son piezas imposibles de “hacer sonar”: con sentido pero sin significación, reacias al uso y a la cháchara, como los poemas gráficos de los conceptualistas brasileños. Obras con “la callada elocuencia de las cosas”.

Sólo que las cosas no se callan. El universo no es silencioso. El caracol suena.

Hoy el afecto, el trabajo y todo lo humano transcurren en un plano cada vez más virtual. Ciento veinte millones de blogs. Andanadas de pedeefes. Fotos de Júpiter y de mis doscientos amigos. La carga de información estimula, hasta que empieza a exceder la memoria ram del cerebro; en ese estado uno no recuerda ni qué fue a hacer a la cocina. A despecho del exhibicionismo pueril generalizado, la ausencia material del otro y de lo otro priva al sujeto de ser algo. Nadie salvo los técnicos tiene un trato real con las cosas; mal podemos siquiera controlarlas; o controlarnos. Despavorido, el usuario se previene de no ser nada multiplicando las apariciones e impersonaciones; en eso se enfrasca. Mientras, las cosas siguen ahí. En estantes o armarios, en órdenes, composiciones, destacamentos.

Hay una confusión endémica que la filosofía ya no puede curar y el arte agrava: una neblina semántica envuelve a cosa y objeto. Se supone que la cosa es inabordable, inefable, y el objeto, una cosa tal como la incorpora la conciencia; pero hay objetos inasibles y cosas asimilables sin reflexión, como un maní o un Toblerone. Hay objetos de contemplación y hay prótesis con funciones. Encima cunde el concepto de obsolescencia programada, una estrategia empresarial que produce la PC o el reloj de vida efímera. El diseño, esa alianza sombría entre conveniencia y distinción, condena la cosa a trasto. Lo descartable es casi todo; la basura, el horizonte del objeto convertido en cosa.

Una actitud sensible muy popular actualmente es investir de sentido sacro los bienes sentimentales de la vida propia. En los altares de ese culto, donde prosperan la superstición y la culpa, las cosas son hiperhumanizadas y de paso se mercantiliza la intimidad del hombre. Pero no es cuestión de lagrimear añorando el decrépito humanismo austero; la calma de la biblioteca también cotiza alto en los mercados, incluido el del narcisismo.

Y ahora una hipótesis: durante mucho tiempo, influida por la centralidad de la visión en la cultura de Occidente, la literatura se esforzó por reformar la lengua para que las palabras viesen mejor. “La lengua es un ojo”, dijo Wallace Stevens. Era insuficiente, porque la palabra-ojo, como siempre la visión, inmovilizaba el objeto en la imagen. Así que, desde hace un tiempo, la literatura abre el oído.

La necesidad de describir, nombrar y traducir que signó la literatura mestiza de América Latina, desde los cronistas de Indias a Lezama Lima, evolucionó de la inquietud al asentimiento. América no se deja decir, pero por Saer, entre otros, sabemos que eso que se hurta al lenguaje, “lo esencial”, es lo que tenemos (en todas partes) y es real; que somos con eso y ser con eso es nuestra única manera real de ser. En la violencia del continente surgió la vía apacible. Un ejemplo delicioso es el de Margarita, la señora gordísima de un cuento de Felisberto Hernández (“La casa inundada”, 1960) que anega su casa y se hace pasear en bote en homenaje, no a su marido, sino a la fuente de un hotel de Italia cuyo rumor le llevó recuerdos y la hizo llorar por primera vez desde que el marido murió. “El agua insiste como una niña que no puede explicarse”, dice la señora. Como si dijera que la fuente sabe y hay que entenderla. Porque no es que las cosas guarden nuestra verdad, como fotos de un álbum; la verdad está entre las cosas y uno, y en un modo de reunión de saberes, de materias y sonidos del hombre y el ente, que podríamos llamar extimidad.

Es un modo que ahora vuelve, pese al climaterio de lo real, como para reparar una vida mutilada. Vulgarmente, se nota en la recuperación del cariño por artefactos de cooperación mecánico-muscular como la bicicleta; se nota en el uso del viejo cassette por artistas de la performance. Y también en la lúgubre tribulación por lo que se acumula y es desdeñado, por el desperdicio y la merma. Huele un poco a devaneos de autenticidad.

En la literatura no. Tomemos la poesía latinoamericana. En 2004 Fabio Morábito publicó Caja de herramientas, un libro extemporáneo. Es una colección de prosas sobre esos implementos que no pueden cumplir su función sin aliar su fuerza con la voluntad humana. La mayoría de las herramientas son crueles, pero no sin ser producto de un plan de dominio calculador y despiadado. Son cosas corrientes pero mal conocidas y Morábito las investiga desde la anomalía que es el hacer humano. Les atribuye intención y táctica, carga la descripción de tropos, exaspera la falacia simpática, la facundia, la verborrea, lo más inservible para el lenguaje común, precisamente para hablar de lo más útil. “La lima obra por persuasión, disminuye la potencia del ataque a cambio de multiplicarlo; en lugar de una punzada fuerte, muchas punzadas débiles que agreden ordenadamente… con más monotonía que pasión, pero sin errores posibles.” La prosa combina impulsos, presiones y resistencias y el útil cobra una actualidad sorprendente. Al mismo tiempo, el espesor de la lengua demuele el malentendido de que exista una autonomía, incluso de un espíritu autónomo, tanto de las cosas como del hombre; y el mito de la inocencia de las cosas.

En 2005 Laura Wittner publicó La tomadora de café, una colección de poemas que surge de una decisión similar pero elige respetuosamente las palabras que entrega. Una mujer, su bebé y los objetos elementales de un departamento se dan a un despertar, en definitiva el simple fin de la ansiedad, y emergen conjuntamente a una realidad sin cualidades. Los nombres, las marcas que Wittner siembra son la embajada de un mundo desmedido entre las paredes de la casa: “jazmines avejentados / en un frasco de yogur parmalat. / Perfuman la cocina / y pueden desconcertar más que el romero”. Antes que un caos, los versos desparejos y suficientes de Wittner manifiestan un vaivén, una desorganización confiada en la unidad de las cosas, en su distribución fortuita pero no independiente:“La coca chisporrotea / en un vaso / en la oscuridad”. Entre la banalidad del nombre-marca, el ruidito o luminiscencia y la mujer que escucha, la vida doméstica se hace morada: “lo novedoso aquí no es el tipo de clima / ni su abordaje, sino sólo / que esté juntando las perlas dispersas / en un racimo de atención”.

De obras como estas se extrae por igual el beneficio de una especie de modestia. Las palabras tienden a prescindir de la persona y de la introspección; antes que ser imagen, o aun canción, tratan de consonar con lo que aparece y suena, todo unido. Época tras época el sentido común se emperra en creer que puede capturar lo real pero vive en una réplica exigua. La literatura sabe que no captura nada, y no le importa. Puede alabar la variedad de lo real, su indomable rareza. Puede, con la elasticidad de un lenguaje que nunca logramos anquilosar del todo, obrar una variedad no menos versátil e inasimilable que le permita ampliar la experiencia del mundo. Ser co-inmensurable. Concertada. [El relato escucha mejor las voces que el ruido. En la descripción más desinteresada hay una sombra de avidez; el contacto parece una cuestión de disponibilidad, de fidelidad al estilo como ejercicio espiritual o de un desapego estilístico completo, algo muy difícil. La prosa de Sergio Chejfec navega entre estas dos aguas. Pero esto es asunto de otro artículo.]

En 1913 el futurista Luigi Russolo atronó la casa de Marinetti con dos obras para dieciséis instrumentos acústicos de vibración activada electrónicamente que llamaba intonarumori, “cantaruidos”. De Russolo a John Cage –cuyo Roaratorio contiene gran parte de los cinco mil sonidos locales descritos en el Finnegan’s Wake de Joyce–, y de los “sonidos sin tono” de Salvatore Sciarrino al uso de las rayaduras del vinilo por los DJ, hace un siglo que la música se afana por reemplazar la altura, base de un sistema musical que nunca se sobrepuso del todo a la misión de representar un orden universal, por el sonido en sí. A la disonancia y la atonalidad, más ajustadas al despropósito de la historia, siguió la incorporación del ruido, tanto producido por uso no convencional de instrumentos como por máquinas. El ruido, el sonido de componentes complejos y frecuencias caóticas, saturado de información, pertenece al campo de lo difícil de nombrar, lo difuso, lo que Saer llama “lo conocido a medias”: el campo indicado para la reunión. Y vivimos rodeados de ruidos, inextinguibles ruidos del cuerpo y el mundo. El ruido es nuestra percepción del desorden, nuestra apertura heroica, dice Michel Serres, a las dificultades, a lo que escapa a la ley, y es nuestro mejor vínculo con la distribución de las cosas, tan dispersas que hay muchas que no vemos. El ruido musical (si es “música”) ha abierto el oído a una constatación: acá no estamos solos. Para la lingüística, “ruido” es todo elemento de un mensaje que no aporta información; justamente algo que a la literatura le interesa sobremanera. Por el “ruido” empieza una poética del contacto que no sea sólo la vetusta, equívoca musicalidad. Así en el mundo como en la frase, el ruido proviene de los artefactos y de la naturaleza; carece de metro, de pie y de pauta, pero tiene ritmo; un ritmo cambiante, como el del aliento, como el del eterno ciclo de expansión-contracción del universo, como el del ascensor en un bloque de viviendas. Las cosas: fuerza y gracia.

Todo ruido es efecto de la acción de una fuerza: la gravedad, la combustión, la mano que aprieta el alicate o pellizca la cuerda, el viento, la corriente eléctrica. Más interesante que la idea de unas fuerzas espontáneas y otras deliberadas es la de una energía total, un caudal de información abarcador pero diversamente repartido. Vivo en una casa. De noche las cosas no paran de emitir, superpuestas: siseos, crujidos, escandalosas contracciones de maderas recalentadas, chasquido de un termostato, ronroneo de la heladera, trinar de vajilla apilada al retumbo de un colectivo, además del jadeo del viento en las plantas, el aleteo de la polilla, el reventón de una grieta en la pintura, el chirrido del retén de la persiana, los quejidos de mi tripa, el gorgoteo de una pera blanduzca que empieza a supurar, y tanto, tanto más sólo en este rincón del universo, y en mí, que está claro que no tenemos léxico decente del que valernos, y la onomatopeya es vergonzosa. Claro que en verdad no tenemos por qué valernos de nada. Si el mundo es una fuerza, no una “presencia”, la literatura sólo puede participar, suponer que participa de esa fuerza, cada escritor con su reserva hasta que se le consuma. Puede avenirse, dispersar sus energías entre las del mundo sin constreñirlo. Un escrito también es un compuesto de naturaleza y dispositivo.

En 2000, el canadiense Steve McCaffery publicó unos poemas que, desvaneciendo los versos en una textura intrincada y borrosa, figuran a la vez la forma y el sonido de una situación, como en ese juego en el que alguien hace ruido con algo y otro intenta adivinar qué cosa es. Son unas manchas intrigantes: no se distingue una cláusula, cualquier significado se funde en lo conocido a medias y parece que uno viese cómo suena el mundo.

Al revés: en 2004 Arturo Carrera publicó Potlatch, una suite de poemas sobre el descubrimiento del dinero en la infancia, la codicia, la caridad, la economía doméstica y afectiva, el ahorro, la escasez, el derroche. “Oh monedas que anhelamos / porque contienen restos de un habla perdida, / el oro de relieve rugoso con la cara de la esperanza ciega / que no acierta a palpar nuestra esperanza ciega // y en ella la Belleza / pide más…” En la consumada sonovisualidad de la página de Carrera, en la alternancia de amplios blancos mudos, estrofas susurrantes, prosas ceñidas y líneas que crepitan el lenguaje se anuncia, se repliega, se abroquela, vigila, tiende a desvanecerse, y la mente lo oye como si estuviera conectada al podcast de un mundo. Lentos, discontinuos caen los versos, plon, plin, como monedas en una alcancía o un aljibe, con flujo de fondo de dinero electrónico. Carrera no ve por qué deberíamos prescindir de la palabra. Nuestro divorcio del mundo sucede en el lenguaje y sólo ahí podría empezar la reconciliación.

Para una literatura así el sonido es una membrana de contacto; una interfaz entre el lenguaje y las cosas. Más que a contravenir la gramática y el léxico, atiende a los cambios de posición de la palabra en el discurso, al tono o la ausencia de tono: eso es el ritmo. No inmoviliza el remolino de lo que existe en imágenes claras y silenciosas. Oye los sonidos y su transitoriedad: aparición, inestabilidad, deceso.

 

 Imágenes [en la edición impresa]. Miguel Mitlag, Percusión 3, p. 25; Steve McCaffery, Triple Random Field, en Seven Pages Missing, Volume Two (Toronto, Coach House Books, 2000), p. 26.

Lecturas. Las citas más importantes están tomadas de los libros que siguen: Rainer Maria Rilke, Antología poética (Barcelona, Espasa Calpe, 1968, traducción de Jaime Ferrero Alemparte); Francis Ponge, Métodos (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2000, traducción de Silvio Mattoni) y Le parti pris des choses (París, Gallimard, 1979); William Carlos Williams, The collected poems of William Carlos Williams, Vol. I (Nueva York, New Directions, 1989); en español: Stevens, Williams, Lowell, Poemas (Buenos Aires, Corregidor, 1980, traducción de Alberto Girri); Arturo Carrera, Potlatch (Buenos Aires, Interzona, 2004); Laura Wittner, La tomadora de café (Bahía Blanca, Vox, 2004). Dos libros en castellano que sobresalen en el tratamiento de las cosas son: Guillermo Saavedra, Del tomate (Valencia, Pre-Textos, 2010) y Fabio Morábito, Caja de herramientas (Valencia, Pre-Textos, 2010). El cuento de Virginia Woolf puede leerse en pdf en sallygreene.org/browne.html. Sobre el ritmo en el discurso, ver Henri Meschonnic, La poética como crítica del sentido (Buenos Aires, Mármol-Izquierdo, 2007, traducción de Hugo Savino). Para música y ruido, se ha consultado un fundamental ensayo de Marcelo Toledo, Mapa del ruido en la música del siglo XX, inédito. Hacia los ochenta proliferaron las narraciones con título oscuro, como El país de las últimas cosas, de Paul Auster (Edhasa). Rodrigo Fresán levantó el ánimo general con La velocidad de las cosas (Tusquets).

1 Mar, 2011
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