Inicio » Edición Impresa » LITERATURA » Notas de un profano en pintura

Notas de un profano en pintura

LITERATURA

 

A propósito de La grande, de Juan José Saer.

 

Des-figurar. De entre la abundancia de motivos, algunos tan evidentes y deliberados, que en Saer parecen a la vez enhebrarlo y desenhebrarlo todo, La grande (2005) prodiga uno que despabiló no sé si mis cegueras o mis distracciones previas: esta novela –la última–, que empieza y termina con pinturas, recuerda que también lo hace la obra entera de Saer. Desde que colgó un Van Gogh en el cuarto de la terraza de Tomatis (“Transgresión”, En la zona, 1960), las “formaciones” en que la literatura es capaz de tentar una experiencia se traman para Saer en una figuración de contrapunto y de pasaje con el arte y sobre todo con la pintura. Basta recordar algunos de los momentos más apretados de esa conjunción: el negro pleno de esa especie de mancha suprematista que ocupa el sueño de Layo en El limonero real; la preferencia por el marco y por la pared entre cuadro y cuadro en “Pensamientos de un profano en pintura”, que es una variante –a su vez– de la tela enteramente blanca de Héctor en “A medio borrar”; Malevich, el geometrismo expresionista o los drippings a lo Jackson Pollock, entre La mayor y Glosa; la mordaz benevolencia de Tomatis hacia el realismo candoroso de un pintor de academia en Lo imborrable; otra vez Pollock en El río sin orillas, cuando se trata de encontrar el símil apropiado para ese efecto visual singularísimo, previo incluso a la primera lectura, que permite reconocer como suyo y sólo suyo un poema de Juan L. Ortiz y otorgarle, así, “ese estatuto envidiable de objeto único que es la finalidad principal del arte”, lo mismo que Saer pide para su propia escritura cuando inventa la figura de la “narración-objeto”.

Con la soltura de quien se considera en efecto un profano, Saer mantuvo un intenso y variado interés por la pintura. Entre sus preferencias internacionales se contó siempre el arte abstracto del siglo XX, tanto en su variante geométrica –el “último Kandinsky, el período suprematista de Malevich, de Mondrian”– como en la afiebrada de los regueros aleatorios de Pollock. Pero al mismo tiempo, Saer hizo intervenir en su concepción de la representación literaria un interés problemático aunque constante por la figuración: me dicen que siempre le interesó Giorgio Morandi, y no es difícil imaginarlo atento a las casas de dos o tres bloques simples en los paisajes campestres del italiano, o a sus “bodegones” y sus naturalezas muertas. No se trata de una vacilación ni de una forma más o menos inexperta del eclecticismo, sino de un argumento plástico prolongado con que Saer apoya, acompaña y examina su poética como un proceso de doble dirección: narrar, ese trabajo por el que la literatura explora lo real para suspenderlo en la incertidumbre, consiste tanto en descomponer lo compuesto como en recomponer lo descompuesto (en una fórmula de autoirónica cacofonía, Sergio Delgado calificó hace poco a Saer de “rerealista”). La complejidad específica de esa perspectiva nos devuelve a los pintores argentinos con quienes Saer mantuvo relaciones desde su primera juventud. Fernando Espino (Santa Fe, 1931-1991), autor de la geometría indigenista que ilustra la portada de Palo y hueso (1965), fue para Saer, desde que lo conoció a fines de los cincuenta, una figura de artista ejemplar. Si es cierto que la obra de Espino, considerada como trayecto, va de la figuración a la abstracción, no lo es menos que esa dirección se desanda, aun en sus etapas más decididamente abstractas, geometrizadas y monocromáticas, con momentos y con series enteras de intensa expansión de los colores y de emergencia reiterada de una figuratividad tenue e indecidible pero, a la vez, marcada (Hugo Padeletti habla de “un leve apoyo en la figuración”). Saer parece haber frecuentado sobre todo a los jóvenes plásticos antiacademicistas de Rosario y de Santa Fe: los modernistas de su ciudad que desde principios de los sesenta se reunían en “El Galpón”, el informalismo y los drippings tempestuosos de Celia Schneider (Paraná, 1934), entre otros. Pero a la vez Saer nunca desdeñó las experiencias de pintores de generaciones anteriores como Leónidas Gambartes y Juan Grela, o la figuración formalizada y puesta en fuga de artistas de “la zona” como Ricardo Supisiche o Matías Molinas, que trabajaban con la misma materia paisajística, ribereña y regional que se desfigura y descompone en El limonero real o en Nadie nada nunca. Es posible que una clave para entender esa galería esté en la estrecha amistad que desde mediados de los sesenta mantuvo Saer con Juan Pablo Renzi (1940-1992). “Luego de desplegar una fuerte gestualidad expresionista, Juan Pablo Renzi había alcanzado el ‘grado de iconicidad’ que deseaba para su obra: una figuración sintética equidistante de la representación realista y de las expansiones cromáticas y matéricas de la pintura abstracta.” La síntesis es de Guillermo Fantoni, y me interesa menos discutirla en detalle respecto de las complejidades del proceso artístico de Renzi, que por su utilidad para aproximarnos a las búsquedas de Saer.

 

Manchas. Para prestar una adhesión radical al materialismo filosófico menos complaciente y al modernismo estético más negativista, Nadie nada nunca (1980) había llevado a su extremo la desfiguración de un mundo que Saer venía explorando por lo menos desde Cicatrices (1969). La forma saeriana de la imagen como descomposición de lo sensorial alcanzaba su punto más drástico. En “La mayor”, Tomatis enfrentaba esa imposibilidad de articular un mundo cuando pasaba del autoparódico e inútil intento de repetir la rememoración proustiana mojando una magdalena en el té, a la desintegración de lo representado que lo amenazaba desde las manchas de Campo de trigo de los cuervos de Van Gogh, donde la figuración se va reduciendo a una mera postulación del sujeto fatalmente contaminada por la discontinuidad de lo real. Lo que percibimos son recuerdos, los recuerdos son pedazos, y los pedazos –olores, sabores, destellos, manchas– “no se pueden juntar” o terminan, luego, en el puro blanco enceguecido o en lo enteramente negro. Pero esa lección vista en la gran pintura contemporánea puede, a su vez, desandarse o, mejor: perdida su inocencia, la mirada puede volverse sobre la misma tela en la dirección inversa.

También en La grande el devenir casual del universo desmiente los empecinamientos sociales –candorosos, ciegos o descarados– para redimirlo y redimirnos de la “nada”. Pero ese mismo azar nos depara, imprevisibles y recurrentes, interrupciones objetivas, espacializaciones poéticas de mera experiencia: “un sobresalto de liberación”, “una certidumbre sensorial de permanencia”, una cierta “presencia vívida” (los mismos “logros radiosos” en que reside “la única justificación del arte” y de los que habla Saer a propósito de Espino). En la primera página, Gutiérrez y Nula caminan a campo abierto, el primero con un impermeable “de un amarillo violento”, el segundo “con una campera roja”: “El cielo, la tierra, el aire y la vegetación son grises, no con el tinte acerado que el frío les da en mayo o en junio, sino con la porosidad tibia y verdosa de las primeras lluvias de otoño. […] Las dos manchas vivas, roja y amarilla, que se mueven en el espacio gris verdoso, parecen un collage de papel satinado sobre el fondo de una aguada monocroma. Durante el banquete en casa de Gutiérrez el domingo previo al final no escrito de la novela, mientras los comensales se dispersan entre la piscina y el jardín, Diana –la mujer de Nula, que también es pintora– dibuja en su bloc un esquema oval de manchas que sugieren “una vaga reminiscencia humana” (una por cada uno de los invitados) aunque son más bien abstractas. Pero cuando Tomatis contempla “el cuadro vivo que parecen representar” los presentes, piensa en un título más figurativo: “Domingo de verano en el campo. La tarde”. Dimanche après-midi à l’ile de la Grande Jatte, la obra citada en la ocurrencia de Tomatis, es la declaración de principios del puntillismo, el programa posimpresionista de Georges Seurat. Sustituyendo la yuxtaposición impresionista de pinceladas de tonos puros por la de manchitas circulares que colmaban la superficie de la tela –y en esa obra en particular, con una paleta menos terrosa y más viva que en trabajos anteriores–, Seurat aspiraba, como se sabe, a conseguir una síntesis cromática que se operaría en la retina del espectador. Una estética que no se alejaba demasiado de las doctrinas de otros impresionistas acerca del papel otorgado a la subjetividad como agente de la articulación del mundo, pero que parecía más interesada en exponer ese modo de composición humana de lo real –una estética todavía, en fin, “realista”– que en advertir o temer sus consecuencias catastróficas. En La grande, los ojos del narrador o los de Tomatis cuentan lo pintado e imaginan pintado lo que narran. Las unidades de la imaginación siguen siendo manchas, pero lo son a la vez de la figuración abstraída y de la abstracción figurable. Cuando Tomatis contempla a Clara Rosemberg paseándose entre las flores del jardín, inscribe no un suceso ni un relato, pero tampoco una tela de Marc Rothko o de Klee, sino un haiku. La voz interior del poeta prefiere fijar “temporariamente” el vaivén materialista de todo el proyecto saeriano en ese punto intermedio.

 

Voz. Habría una razón, digamos, específicamente literaria, por la cual Saer parece haber creído que un escritor no podría desdeñar lo que en pintura se llama figuración, y a la vez que la abstracción –pura espacialización de lo visible, pintura-objeto– es el emblema de la finalidad del arte y, por eso, el horizonte imposible de la narración (como lo sería la mera música para la poesía).

Saer ha sugerido de varias maneras un método obstinado a que lo desafiaba el lenguaje, la materia obligada del arte literario: nadar no en la pura voz que se sueña inaugural, sino “en un río incierto que dicen que me lleva del recuerdo a la voz”, de la saturación cultural con que las palabras oprimen lo vivido al espesor real de una experiencia presente. Por eso en Glosa, el modelo insinuado para la literatura es menos la pintura por sí misma que lo que le pasa a Leto ante los drippings de Rita Fonseca –una mezcla, entre otras cosas, de Pollock, Fernando Espino y Celia Schneider–, o lo que dice el Matemático acerca de Héctor, el “suprematista” (algunos de cuyos rasgos recuerdan por momentos al Juan Pablo Renzi de los años sesenta). La mera materia canta en las telas no figurativas de una y otro, las de Rita capaces de añadir al acaecer “delicia y radiaciones”, las de Héctor substrayendo por completo una cualidad de lo real (por ejemplo lo vertical) y por tanto capaces de narrar lo inenarrable: el ahora. Pero ninguno de los dos trabaja con el recuerdo sino más bien con la duración misma; la catástrofe quedaría suspendida sólo en la “aglomeración” de un arte semejante, definido en Rita por el azar deliberado que busca su forma imprevisible entre la asociación afiebrada de regueros, chorros, manchas, en Héctor por un vanguardismo formalista que se limita al plano y la línea, los monocromos, la geometría. En un intento tras otro, la escritura de Saer no cesa de buscar resultados semejantes, pero sabe que debe aplicarse con tenacidad a la carga de que vive la materia verbal de su arte: el tiempo y su espesor entorpecido de leyenda.

Lo que pudo interesarle especialmente a Saer de los pintores que frecuentó –y en los casos de Renzi y de Espino esto parece menos conjetural– no era el dilema entre la mimesis y su abandono, sino más bien la posibilidad de pasar, de ir y venir, mediante la focalización insistente y reiterada, de un presentársenos de lo real según nos lo entrega la cultura, a un estado de lo sensible pulido de supersticiones, “un estado de materia pura que ha expelido de sí toda leyenda” y es puesto entonces a “irradiar” una cierta “reconciliación con el mundo”. Lo que un artista como Saer no podía sino ver en las obstinaciones de Espino o de Renzi, en las variaciones y autocorrecciones de sus búsquedas, era una adiestrada intimidad con el espesor de la experiencia, que comenzaba, por supuesto, en la consideración sin complacencias de la materia y de las posibilidades de apropiación artística que ofrecían no sus “atributos” sino sus texturas, sus contornos, sus densidades, su lugar en el espacio, la resistencia muda de una sensorialidad aún no hablada por la civilización en todo aquello que la civilización, para sustraérnoslo, nos entrega hablado hasta el hartazgo. “Trato de penetrar en todo lo que se me presenta. […] En Rosario, me acuerdo, una vez fui a dar una vuelta con otros pintores después de comer. Pasamos por un basural y yo me quedé ahí mirando. Los otros se aburrían. […] Después, poco a poco, se fueron entusiasmando, y al final se llevaron un montón de cosas.” La frase, que es de Espino, podría ser casi completa, por supuesto, de Saer.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Richard Tuttle, Title l 6, 1978.

Lecturas. En el segundo punto retomo algunas ideas de mi reseña de La grande publicada en www.bazaramericano.com. Textos de Hugo Gola, Saer y Padeletti y una entrevista a Espino se reúnen en La trama bajo las apariencias. La pintura de Fernando Espino (México, Artes de México-UNL, 2000); de Saer puede verse también “Línea contra color” (en Trabajos, Buenos Aires, Seix Barral, 2005); el cortometraje de Raúl Beceyro Miradas sobre Santa Fe (1992) reúne textos de Saer y pinturas de Espino. Pueden verse también, de Taberna Irigoyen, Cien años de pintura en Santa Fe (Santa Fe, Municipalidad de la ciudad de Santa Fe-UNL, 1992); de Guillermo Fantoni, Arte, vanguardia y política en los años ’60. Conversaciones con Juan Pablo Renzi (Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1998). Consulté, entre tantos otros ensayos teóricos, los excelentes estudios de Ana Lía Gabrieloni (por ejemplo en www.saltana.org/1/docar/001.html). María Teresa Gramuglio en Buenos Aires, y en Santa Fe Roberto Maurer, Raúl Beceyro, Marcelo Olmos y Silvia Calosso me dieron materiales, datos, orientaciones y recuerdos.

Miguel Dalmaroni enseña literatura argentina y teoría literaria en la Universidad Nacional de La Plata; es investigador del CONICET. Entre sus libros se cuentan La palabra justa. Literatura, crítica y memoria en la Argentina, 1960-2002 (Santiago de Chile, RIL-Melusina, 2004) y Una república de las letras (Rosario, Beatriz Viterbo, 2006).

1 Dic, 2006
  • 0

    Después del tiempo del manuscrito

    Sergio Chejfec
    1 Sep

     

    La escritura inmaterial y los efectos de realidad.

     

    La escritura inmaterial (representada idealmente en la pantalla del procesador) postula una fricción entre inmutabilidad...

  • 0

    Paisajeno. Artefacto político y poético

    Jorge Carrión
    1 Mar

     

    El temerario Willy McKey prueba que el clásico espíritu del vanguardismo también puede regenerarse.

     

    La lectura de Paisajeno me ha llevado a preguntarme:...

  • 0

    Del argumento

    Marcelo Cohen
    1 Mar

     

    Apuntes sobre la posible utilidad de las historias inútiles.

     

    No termino de salir del sueño cuando la conciencia profana el amanecer con su...

  • Send this to friend